Privatización de la vida común

Privatización de la vida común

La columna de Fernando Santullo

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Nº 2106 - 14 al 20 de Enero de 2021

Tras la asonada, o como se le quiera llamar, sufrida por el Capitolio y la democracia en EE.UU., se dispararon varias dudas sobre ese país: si puede seguir siendo considerado una democracia madura, qué tan firmes son o deben ser los mimbres que la sostienen, qué parte de responsabilidad por el delirio trumpiano tiene el Partido Republicano, hasta qué punto el populismo en el poder es compatible con una democracia liberal. Y, sobre todo, dónde están los marines de la ficción cuando se los necesita. Esas son solo las que se me ocurren a bote pronto, pero estoy seguro de que cualquier vecino medianamente informado puede plantearse una docena diferente sin mucho esfuerzo.

A todo esto, sumo otra duda, que me vino poco después de que el hijo bobo de Ted Nugent y Pedro Picapiedra versión Búfalos Mojados se retirara del Capitolio, tras pasearse entre tiros y barricadas por él. Y fue cuando, tras años de fungir como las mejores plataformas posibles para la catarata de mentiras, fake news, agresiones, descalificaciones y gestos de tirano de pacotilla exhibida por Donald Trump, Twitter y Facebook cancelaron sus cuentas en esas redes.

Como suele ocurrir en la lógica binaria de las redes, se conformaron rápidamente dos frentes: de un lado quienes creían correcto que cerraran las cuentas de Trump, ya que por tratarse de empresas privadas la censura no es tal sino una suerte de “derecho de admisión”. Del otro, quienes creían que esto era un ataque a la libertad de expresión, ya que ninguna opinión, ni siquiera una que afirme mentiras a sabiendas o lleve a la violencia, puede ser censurada. El resto de las opiniones, muchas de ellas interesantes, fueron en esencia variaciones de estas dos ideas centrales.

Por tratarse de un tema que involucra al presidente de EE.UU., es decir por tratarse de un asunto que nos involucra a todos, la catarata de comentarios se sucedió en todas partes. El biólogo británico Richard Dawkins, por ejemplo, comentó justamente en Twitter: “¿Es la prohibición de Trump en Twitter un tema preocupante para la libertad de expresión? Reflexionando, creo que no porque a) Trump fue mucho más allá de la expresión de opinión (que debe protegerse) y dijo mentiras descaradas, falsedades demostrables. Falsedades, además que se usaron para b) incitar a la violencia.”. Aquí Dawkins parece estar apelando a la definición de John Rawls sobre la tolerancia y los intolerantes en una sociedad democrática.

Rawls, que escribió sobre el asunto en los 70, ofreció un matiz a la clásica mirada que sobre el asunto había planteado Karl Popper en 1945 en su “paradoja de la tolerancia”. Popper dice que “la tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia. Si extendemos la tolerancia ilimitada aun a aquellos que son intolerantes, si no nos hallamos preparados para defender una sociedad tolerante contra las tropelías de los intolerantes, el resultado será la destrucción de los tolerantes y, junto con ellos, de la tolerancia”. Por ello, el filósofo austríaco cree que en determinadas circunstancias esas ideas intolerantes pueden y deben ser prohibidas.

Rawls matiza diciendo que, “mientras una secta intolerante no sea señalada como intolerante, goza de libertad, la que debe ser restringida solo cuando los tolerantes, sinceramente y con razón, crean que su propia seguridad y la de las instituciones que garantizan la libertad están en peligro”. Algo parecido parece estar diciendo Dawkins en su tuit: si esas ideas, ya directamente transformadas en mentiras flagrantes, son usadas para provocar actos que hacen peligrar nuestras libertades, es correcto censurarlas.

Por lo pronto, esa definición plantea el problema de quién establece ese límite y dónde. Dawkins cree que Trump lo traspasó de manera sobrada. El problema es que la frontera es gomosa: el propio Dawkins ha sido sujeto de “cancelaciones” varias y su discurso, esencialmente racionalista, ha sido acusado de promover el odio. Obviamente, no estoy comparando aquí el discurso racional, elegante y cientificista de Dawkins con los aullidos delirantes de Trump. Lo que digo es que no es claro quién decide en qué punto y sobre qué ideas se traza el límite entre lo que debe ser admitido y lo que no.

Lo que nos lleva al siguiente punto conflictivo del problema. ¿Es asunto de un privado decidir cosas tan centrales para nuestra convivencia como los límites de la libertad de expresión? El argumento de que eso es razonable ya que se trata de una empresa es débil: Twitter y Facebook, nos guste o no, no son simplemente un almacén, un pub o un club de bochas que se reservan el derecho de admisión. Son otra cosa, nueva y en un limbo que estamos descubriendo. Como apuntaba el diseñador de videojuegos Gonzalo Frasca en, ¡sorpresa!, un par de tuits: “Twitter tiene una posición tan dominante en ciertos temas públicos que expulsarte te retira en los hechos de un espacio privado que se comporta como público… Se puede decir que si te expulsan de las principales redes tenés alternativas, pero en los hechos quedás apartado socialmente de un área no trivial del espacio público”.

Otro comentario en Twitter, este del político catalán Joan Coscubiela, señalaba que “estamos construyendo una sociedad en la que cada vez más funciones públicas se las delegamos al mercado. Y en la que asumimos, acríticamente, que grandes corporaciones ejerzan funciones clave en la democracia. Tiene consecuencias”. Esto es, que la clase de decisión que están tomando los dueños de las redes nos involucran hasta un punto en que no parece suficiente su sola opinión al respecto. Que esos propietarios son eso, propietarios, pero carecen de legitimidad democrática para tomar esas decisiones, dada la importancia de esos asuntos para nuestra convivencia. Desde esta perspectiva, está aún por verse si el daño más profundo que se le hace a la democracia viene de la mano de Trump o de privatizar cada vez más decisiones que, por su relevancia, son de todos, públicas. Que las redes son un espacio privilegiado de construcción (o destrucción, parece) democrática es un hecho que tiene poca pinta de dar marcha atrás.

Elegí tres textos de Twitter sin proponérmelo. ¿Por qué? Porque desde hace ya rato que Twitter (sobre todo desde que comenzó la pandemia) es el foro en donde, para bien y para mal, nos informamos, intercambiamos e intentamos ponernos de acuerdo sobre la cosa pública. Sin lograrlo la mayor parte del tiempo, es verdad. Ahora, si se entiende que privado no equivale a sagrado, no puede ser la decisión instrumental de un privado la que trace el límite de lo que se puede decir o no. Por muy dueño de la pelota que sea, por pura salud democrática haríamos bien en recordarle que la pelota ya no es completamente suya.

Finalmente, ni me meto con lo cínico que es bajarle las cuentas a Trump solo después de que sus disparates pasaron a ser un probable problema legal y no antes. Disparates que Twitter y Facebook difundieron durante años sin hacerse el menor problema y sin dejar de hacer abundante caja con ellos. Tratándose del hombre color zanahoria, maldita la gracia que hace tener que escribir esto.