Nº 2215 - 2 al 8 de Marzo de 2023
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáHace unos días un amigo, muy progresista, se preguntaba cómo era que el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, había eliminado a 60.000 pandilleros en tiempo récord y había convertido a su país en una suerte de paraíso libre de violencia. Al contestarle que, en caso de que sus datos fueran exactos, Bukele había logrado eso apelando a la tortura, a toda clase de ilegalidades y terminando en el proceso con el Estado de derecho, resultó claro que su pregunta era meramente retórica. Mi amigo estaba del todo fascinado por la autoridad expeditiva del líder carismático, como fascinada está la gran mayoría de los salvadoreños con su presidente. La idea de que Bukele podría estar reemplazando la violencia y prepotencia de las maras por la violencia y prepotencia del Estado a mi amigo le parecía una especie de mal menor, algo así como un precio justo a pagar por la seguridad.
Estoy seguro, porque se lo he leído, que mi amigo es un antipunitivista en todo lo demás. O, mejor dicho, que es un antipunitivista en todo lo que le parece correcto serlo. Pero que no tiene problemas, también se lo he leído, en apoyar el incremento de penas si la causa le parece justa. En ese sentido, mi amigo es incapaz de detectar la contradicción que existe en tener “convicciones de autor”, esto es, que se adapten según las preferencias de uno y no a los acuerdos colectivos existentes. Tampoco detecta el peligro que implica esa discrecionalidad a la hora de la convivencia y de las decisiones sobre qué hacer y no dentro del marco legal existente. Intentaré explicarme.
Más allá de la legalidad y de los marcos formales de convivencia que tenemos, existen comunidades diferenciadas en el interior de esa comunidad mayor que sería la nación. Esto es que, dentro del grupo delimitado por las fronteras nacionales y por la ciudadanía, los ciudadanos son diversos y a veces piensan cosas distintas sobre los mismos asuntos. Por eso algunos votan A y otros votan B, por eso algunos toman la posición X sobre un asunto mientras otros toman la posición Y. Todo esto dentro de los marcos que democráticamente nos hemos dado como colectivo. Unos marcos que suelen ir redefiniéndose a medida que vamos profundizando en nuestra experiencia como sociedad abierta.
De ahí, de esa constante redefinición de los límites, es que surgió, por ejemplo, la llamada “nueva agenda de derechos”. Lo que era considerado una enfermedad o algo ilegal en el pasado hoy ya no lo es. Al mismo tiempo, ese proceso de cambio, que podemos llamar “progresista”, es acompañado por un proceso que podemos llamar “conservador”. Esto significa que, cuando nos ponemos a experimentar con los límites de lo que se puede y lo que no, solemos hacerlo conservando el acervo, aquello que nos trajo hasta aquí. Hasta el punto en que, como sociedad democrática (más o menos) madura que somos, nos paramos sólidamente sobre esas bases que nos hemos dado y nos atrevemos a mirar más allá. “Conservador” porque se trata, en sentido estricto, de conservar lo bueno y perseverar en hacerlo mejor.
Esos acuerdos que pasan a la ley son una suerte de mínimos. Se trata de aquellos asuntos sobre los que existe un amplio consenso en torno al sentido de legislar sobre ellos y también sobre su “bondad” para el colectivo. Por eso las constituciones suelen ser más bien breves: resumen aquello que consideramos esencial para la convivencia del colectivo. El respeto a esas normas, a las que están obligados todos los ciudadanos, incluidos los legisladores y el presidente, es la base de la convivencia y de lo que conocemos como Estado de derecho: las leyes que organizan la vida común y establecen cuáles son los límites legales de toda acción fueron aprobadas por el Legislativo y son de público conocimiento. Aunque muchos no las conozcan ni se interesen por ellas, igual nos rigen. Esas leyes nacionales se van conectando, además, con los acuerdos internacionales que se suscriben en las diferentes materias.
Ahora, ¿qué ocurre cuando en nombre de un “bien mayor” la autoridad decide obviar todo este andamiaje legal y de acuerdos? Ocurre que el Estado de derecho, ese donde rige la ley, se desvanece y lo que aflora es una dictadura. Ese fue el ejemplo que le expuse a mi amigo admirador de Bukele y sus métodos: en algún momento de 1972, una mayoría de los militares uruguayos decidió, ante sí y para sí, fuera del marco legal vigente, que su papel era no solo terminar con la llamada “sedición” sino convertirse en la reserva moral de las instituciones. Y así fue como se produjo el golpe de Estado de 1973: cuando un grupo de poderosos con armas y el monopolio de la violencia estatal decidió que el bien mayor era terminar con todo el sistema político partidario y con todas las libertades y garantías democráticas del país.
Obviamente, cuando usé este ejemplo mi amigo me contestó lo que todo progresista contestaría: que son realidades diferentes y que no es lo mismo las maras que el MLN. Y desde su perspectiva ideológica eso parece evidente: no se puede comparar la violencia revolucionaria con la violencia sin más. El problema que tiene esa respuesta es que los militares de 1972 sí creyeron que estaba justificado reventar el Estado de derecho. Y que esa ruptura fue lo que abrió paso al terrorismo de Estado que vino después y que se ejerció contra gente que no tenía la menor vinculación con el MLN y sus acciones armadas. Tal como ocurre en El Salvador de Bukele, en donde, además de las acusaciones de haber negociado con las pandillas sin eliminarlas, organismos de DD.HH. señalan que miles de detenidos y un número indeterminado de muertos no tienen ni tenían la menor relación con las maras.
En El Salvador el Estado de derecho ya estaba vulnerado desde antes, argumentó mi amigo, con razón. Pero el camino para mejorar esa situación tremendamente negativa no puede ser tirar las garantías al tacho y sustituir el terrorismo de las maras por el terrorismo de Estado. En la diversidad de ideas que existen en las sociedades democráticas siempre hay espacio para gente que cree que matar a alguien en nombre de un bien mayor, definido por esa misma gente ante sí y para sí, es algo aceptable y razonable. El dique que tenemos para que eso no se convierta en algo completamente discrecional es, precisamente, el respeto al Estado de derecho. De lo contrario lo que hacemos es cambiar la férula de la violencia ejercida por privados por la férula del terror estatal.
Todo esto me recordó aquel chiste: “¿Qué es un conservador? Un progresista al que ya asaltaron tres veces”. Mi amigo cree ser progresista cuando hace rato que es conservador. Y no un conservador que quiere conservar la legalidad vigente y mejorarla de forma de solucionar los problemas que esta tiene. Es un conservador asustado, que prefiere creer en soluciones rápidas, demagógicas, casi mágicas, simplemente porque su miedo le impide calibrar el tamaño de problema en que nos mete su urgencia. A veces soñar con monstruos termina atrayéndolos a nuestra vida diurna.