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    Una mala señal para el país

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2250 - 9 al 15 de Noviembre de 2023

    Se ha venido hablando mucho sobre si la crisis que se ha precipitado en el gobierno y que lo ha hecho perder dos ministros en ministerios clave, además de provocar una serie de renuncias en las más altas jerarquías, es solo una crisis política o es también una crisis institucional. Que es lo primero no hay la menor duda: el gobierno ha sufrido una recomposición de emergencia, no deseada y en el marco de una eventual sospecha de corrupción al más alto nivel. Que sea además lo segundo viene siendo un poco más discutido: que sí lo es porque las instituciones fueron usadas para fines ajenos a sus cometidos, que no lo es porque, más allá de la evidente crisis política y de gobierno, las instituciones siguen funcionando de manera aceptable. En mi modesto entender, la crisis que se ha generado tiene altas probabilidades de ir más allá y transformarse en una crisis de confianza ciudadana, algo que tiene un impacto más profundo para todo el sistema.

    Y es que, aunque a veces no lo parezca, lo que hace funcionar a nuestro sistema democrático es algo tan tenue como la confianza que tenemos en él. Esa confianza, la de que nuestras democracias liberales son el mejor marco que nos hemos logrado dar para resolver nuestros diferendos de manera pacífica, se basa en dos cosas. Por un lado, en su capacidad de que efectivamente estos diferendos se gestionen, esto es, obtener buenos resultados. Por otro, la confianza en que quienes van a conducir esas democracias efectivamente tienen su palabra empeñada en hacerlo, son honestos y por tanto van a cumplir lo prometido. Esa confianza en resultados y liderazgos son el motor que nos hace aceptar el sistema de partidos y la idea de tener unos políticos dedicados profesionalmente a gobernar.

    En un hilo de X, publicado el 2 de noviembre, Conrado Ramos resumía distintos aspectos de esta crisis. Por un lado, el director de la Oficina Nacional del Servicio Civil (ONSC) reclamaba ir “hasta el hueso en la determinación de las responsabilidades”, agregando que la responsabilidad de tomar las decisiones políticas le compete al presidente, quien las tomó (al menos en parte) al aceptar las renuncias del ministro del Interior Luis Alberto Heber, el subsecretario Guillermo Maciel y su asesor en comunicación Roberto Lafluf. Esas renuncias se suman a la del ministro de Relaciones Exteriores Francisco Bustillo. Por otro, Ramos decía que será “la Justicia quien determinará si hay responsabilidades penales y si las instituciones fueron o no vulneradas” y que “es imprescindible e impostergable que el Parlamento apruebe de una buena vez el proyecto de financiación de los partidos políticos que se viene discutiendo desde hace años” como forma de “evitar a futuro crisis institucionales y aventar una potencial influencia del narcotráfico sobre el sistema de partidos”.

    Aunque Ramos colocaba el problema en el futuro, la cantidad de huecos que viene dejando el caso Marset, vuelve lícito preguntarse si el problema que señala el director de la ONSC no está ya instalado. Esta es la clase de pregunta que la opinión pública suele hacerse cuando la información sobre asuntos espinosos como este se viene dando con cuentagotas. Un asunto tan espinoso como que un ministro de Relaciones Exteriores sugiera a su segunda de bordo que “pierda” el celular como forma de esconder o eliminar información que podría perjudicar al gobierno. Y, al mismo tiempo, sostener que lo que se hizo es completamente legal. En la mejor de las hipótesis, pareciera que el gobierno creyera que al darle el pasaporte a Marcet hizo algo feíto pero legal. Y que como es feíto y eso lo puede perjudicar ante el electorado, monta un operativo de borrado de pistas que, ese sí, termina horadando todos los límites de la legalidad institucional.

    La peor de las hipótesis es la que completa los huecos que surgen de las explicaciones parciales que viene ofreciendo el gobierno. Contiene la pregunta que hoy se hacen muchos en Uruguay y que parecería estar implícita en el comentario de Ramos sobre la financiación partidaria: ¿existe un vínculo entre Marset, su entorno y el gobierno que explique la celeridad del pasaporte y el operativo de cobertura posterior? Por cierto, es una simpleza culpar a los periodistas por no hacer las (cuatro) preguntas adecuadas al presidente Luis Lacalle Pou, en su comparecencia ante los medios. La responsabilidad de la transparencia y de dar respuestas claras es de quien está al frente de la gestión, aunque sea por mero interés electoral: para ser votado nuevamente necesitas la confianza de la ciudadanía.

    Como suele ocurrir en Uruguay, no parece haber demasiada gente preocupada por los impactos que toda esta nefasta situación tiene más allá de lo electoral y lo partidario. Por eso la inmensa mayoría de quienes comentan la situación en prensa y redes lo hace con la calculadora de las elecciones de 2024 en la mano. Y, sin embargo, el peligro de todo lo no dicho y sabido en este caso podría ser más profundo y derivar en una creciente pérdida de confianza en la democracia representativa. Es el peligro de que se potencie el “todos son iguales” y el “que se vayan todos”, fenómenos que siempre tienen como contrapartida la irresistible ascensión del Arturo Ui de turno. O, si se quieren referencias más cercanas en el tiempo, del Pablo Iglesias o el Javier Milei de turno.

    En Uruguay somos distintos, solemos decir, sacando pecho frente a los personajes que empiezan a poblar la política regional. Acá los partidos son fuertes y sanos, se afirma a menudo. Y esos partidos suelen capturar a los díscolos y los convierten en insiders, los diluyen en su seno. Sin embargo, en el marco general de deterioro de la confianza en el sistema democrático representativo, un problema que va mucho más allá de Uruguay, sumado al marco regional en donde comienzan a pulular los outsiders como Milei, parece claro que no existe una vacuna que garantice inmunidad al respecto. Ese camino que ya empezaron a caminar muchas democracias en otras latitudes, en donde los outsiders a izquierda y derecha hablan de los demás políticos como “la casta” (antes Iglesias en España, hoy Milei en Argentina), podría no estar tan lejos como creemos. Ese es el camino que aparece en el horizonte cuando la ciudadanía pierde la confianza en los insiders, en los actores establecidos. Y eso es lo que ocurre cuando se tensan los mimbres del Estado de derecho, cuando se hacen operativos de encubrimiento en las más altas esferas, en donde los ministros recomiendan “perder” celulares.

    Nos costó un disparate convencer al suficiente número de personas de las bondades de la democracia liberal. La opacidad y las explicaciones a medias abren la puerta a que ese número deje de ser suficiente y terminemos en manos de un populista, un outsider, al que no le interesen ni la convivencia pacífica entre distintos ni la estabilidad del sistema que la habilita. Más allá del chisporroteo político, una crisis como esta vuelve muy difícil convencer al votante de que el sistema que nos hemos dado es el menos malo y lo deja expuesto a los cantos de sirena del demagogo profesional. Y esa sí que es una mala señal para el país.