Nº 2101 - 10 al 16 de Diciembre de 2020
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáHay batallas ideológicas que son evidentes y cercanas. Hay otras que no. Por lo general, las que se encuentran en el primer grupo son aquellas que son promovidas con generosidad e interés por los partidos. Si se trata de temas que, por ejemplo, condicionan o pueden condicionar la permanencia de un partido en el poder, es seguro que ese partido se prodigará en generar una discusión sobre ese asunto. Por regla general, ese partido intentará plantear el tema en términos morales de forma tal que quien no esté de acuerdo no sea solo alguien que está equivocado, sino también un inmoral y un malvado. Y es que desplazando el problema de su centro racional y convirtiéndolo en una bomba de moralina es más fácil imponer unos puntos de vista.
Ahora, hay temas que pertenecen al segundo grupo, los que nos suenan lejanos y nos parecen propios de otras latitudes, de otras culturas, que de ninguna manera nos incumben. Temas que nos suenan abstractos, que parecen pertenecer más a la nebulosa de ideas que a los problemas reales y acuciantes que nos rodean. Esa sensación se ve especialmente reforzada en tiempos extraños y extremos como el que estamos viviendo, en donde todo lo que no sea un conteo de casos suena a algo de ciencia ficción. El problema es justo al revés: nuestro presente parece de ciencia ficción, pero la vida, más allá de la angustia del instante, sigue su curso y seguirá después. Y esos temas permanecerán en la charla pública mucho tiempo.
Uno de esos temas que puede parecer lejano y ajeno al instante en que estamos es el de la libertad de expresión. Especialmente en los términos en que el debate sobre sus límites se viene llevando a cabo en Francia. Y en los países musulmanes en los que ha estallado una suerte de francofobia tras las declaraciones del presidente Emmanuel Macron sobre la prevalencia de ese derecho por encima de la ofensa religiosa. Es decir, sobre la existencia del derecho a la blasfemia en sociedades laicas como las occidentales, en las que la religión ya no es prescriptiva para nadie y es un asunto personal, no público.
Hace pocos días, en un encuentro con Emmanuel Macron, el general Abdel Fattah Al Sisi, presidente de Egipto, declaraba que los preceptos religiosos deben tener una “supremacía sobre los valores humanos”. A lo que el presidente francés contestaba que, al menos en Francia, “nada puede estar por encima del hombre y del respeto a la dignidad de la persona humana”. El mandatario francés recordó que “esta es la contribución de la filosofía de la Ilustración” y que, si bien se puede debatir sobre cómo esta libertad afecta las relaciones entre las personas, “ninguna religión que sea objeto de burla tiene derecho a declarar la guerra”.
Por extraño que parezca y pese a haber recibido toda clase de amenazas de radicales del mundo islámico, Macron viene jugando esta mano prácticamente solo. Su posición, humanista e ilustrada, no ha sido apoyada de manera contundente por ningún otro presidente europeo. Apenas unas tibias palmaditas en la espalda cuando Erdogan, el presidente turco, dijo que Macron sufría de “problemas mentales”. En todo caso, nada que tenga que ver con la libertad de expresión. Esa que, según cada vez más gente (y no todos radicales islámicos), debería verse recortada si así lo dispone quien se siente ofendido por su ejercicio.
Un observador desprevenido podría pensar que quizá Occidente está abandonando los valores ilustrados en pro de un relativismo cultural discrecional: es aceptable que si me siento ofendido por tus palabras (o tus caricaturas) yo pueda terminar con tu vida gracias a un derecho divino. En esta mirada, incluso los derechos humanos, que fueron concebidos como herramienta universal, serían una imposición occidental y por ello la única forma de que no ocurra lo natural, por ejemplo, ser ametrallado en una sala de conciertos de París, es recortando algunos aspectos “conflictivos” de esos derechos. Por ejemplo, el derecho a expresarse de manera libre en la charla pública.
Sin embargo, y a pesar de lo que puede parecer, el asunto de la libertad de expresión no es solo un conflicto entre Macron y un grupo de extremistas religiosos. De hecho, es un asunto muy cercano, un debate que se libra en distintos ámbitos también en Uruguay. Por supuesto, la coartada usada por los censuradores uruguayos no puede ser religiosa. Aquí un Erdogan ni pica en las elecciones y hasta los religiosos son especialmente moderados cuando se trata de hacer política (cubramos a Verónica Alonso y sus evangélicos con un piadoso manto). Pero eso no implica que no existan intentos de censurar opiniones públicas.
La diferencia es que esos intentos en Uruguay (y también en buena parte de Occidente) se manifiestan bajo la forma de anatemas laicos. Esto es, buscando la “condena moral, prohibición o persecución que se hace de una persona o de una cosa (actitud, ideología, etc.) que se considera perjudicial”. Aquí no hace falta un general egipcio para saber que ciertas ideas han alcanzado la estatura de dogma religioso y que quienes las promueven alimentan la idea de que cualquier argumento que se oponga debe desaparecer de la charla.
¿Cómo se empuja eso en una sociedad que ha separado religión y Estado? Preparando, por ejemplo, el caldo de linchamiento en redes sociales al señalar individuos con nombre y apellido en lugar de discutir sus ideas. También declarando que sus ideas son “obtusas”, “obsoletas” e “ingenuas”, sin aportar la menor explicación, apelando exclusivamente al argumento ad novitatem, es decir, que una idea (la propia) es mejor que otras (la de los inmorales que “atrasan”) por el simple hecho de ser más nueva. Calculo que en su momento ese fue el argumento que usaron los fabricantes de jeans para imponer los nevados. Así nos fue.
Ya en serio, la apelación a la novedad es insostenible desde el punto de vista lógico: algo puede ser nuevo y obtener resultados peores de los que había antes. Por eso lo que debería importar son los resultados, no el discurso sobre la bondad de las herramientas. Insostenible como descalificar todas las políticas públicas exitosas conocidas llamándolas universalismo abstracto, sin más. Y es justo ahí, en esa vuelta a la irracionalidad, en ese uso jabonoso y livianito de las categorías, en donde los censuradores se paran para intentar borrar de la charla las ideas que les incomodan. A medio paso de fundar una nueva teología y, casi como de bobera, ponerse a instrumentar políticas públicas desde ese altarcito.
Así que no, la defensa de la libertad de expresión no es un problema entre franceses republicanos y musulmanes cabreados. Entre el malvado burgués Macron y el bondadoso presidente golpista egipcio. Es un problema que de distintas formas está instalado en nuestra sociedad y que suele meterse de contrabando en el debate ideológico. Un debate en donde una de las posiciones se maneja en términos tan dogmáticos que, como haría cualquier radical religioso, demanda la eliminación de cualquier idea que no le gusta. Eso sí, en su discurso antirracional hay algo muy cierto: para este viaje a la miseria intelectual no hacían falta las alforjas de la ilustración.