Nº 2192 - 22 al 28 de Setiembre de 2022
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáCuando uno es joven y tiene poco tiempo en este planeta, tiende a entender el tiempo de manera distinta. Todo es inmediato, todo es urgente, queremos que los plazos sean breves y que todo ocurra ya. Al mismo tiempo, se tiene la sensación de vivir en una suerte de presente constante, en donde no existe algo que podemos llamar pasado ni demasiada conciencia de que, si tenemos suerte, tendremos algo así como un futuro. “Saber que Horacio y Raulito están siempre ahí, / que la vieja quinta está inalterada, / y que junto a vos están los mayores / y que el futuro no importa nada”, escribió Fernando Cabrera, resumiendo en cuatro líneas perfectas lo que a mí me va a costar tres párrafos de poco brillo.
Por ejemplo, yo no recuerdo haber tenido conciencia clara del paso del tiempo hasta cumplidos los 17 o 18 años. En un sentido llano sí me daba cuenta de que el tiempo pasaba desde siempre, especialmente desde comienzos de la adolescencia. Pero eso que llamamos tiempo me resultaba algo chicloso, sin un principio ni un fin, una goma que se estiraba o no en función de mis poco claras necesidades. Digamos que no tenía una idea compartida de tiempo, del tiempo que uno tiene y que pasa con los otros.
Entendí exactamente qué era el tiempo cuando falleció mi primer abuelo y las cosas reales tuvieron un plazo y un fin. Quizá por eso es en la posadolescencia que uno comienza a sentir ese apretón temporal de manera más nítida y, sabiendo que hay plazos, suele quererlo todo ya. Y cree de corazón que todo debe hacerse de inmediato, porque si no se nos va el tren. Es justo esa la edad en la que uno suele mirar por arriba del hombro a los mayores, creyéndolos “tibios”, “blandos” o “poco jugados”. Algunos de hecho se convierten en mayores y siguen mirando alrededor suyo de esa misma forma.
Con el paso del tiempo, esto es, con la acumulación de experiencias en el pasado, con un mayor tránsito por la vida, se aprende a identificar aquellas cosas que cambiaron, aunque parecía que no lo hacían. O que lo hacían de manera apenas perceptible para nuestra juvenil necesidad de velocidad. Cosas que se han sedimentado en nuestro entorno o incluso en nosotros mismos. Algunas puede que nos gusten (vivir en sociedades más justas y más libres, por ejemplo) y otras no (envejecer y saber que nunca vas a ser arquero de primera división). Creo que esta forma de entender los procesos como una acumulación de experiencia que luego resulta en la capacidad de matizar, construir y apreciar hace tiempo que está en crisis en una sociedad dominada por la tecnología, el consumismo y por la pulsión de satisfacción inmediata, a la carta, de nuestros deseos materiales y espirituales.
Desde hace ya unos cuantos años los adultos parecemos haber renunciado a las posibilidades de nuestra propia adultez, a nuestra experiencia como fuente de saber de alguna clase. Así como antes las tribus seguían a pies juntillas la palabra de los ancianos, hoy despreciamos esa palabra o esos saberes de manera casi absoluta. La lentitud de los procesos nos parece un problema (por eso vivimos puteando a la Justicia, que es lenta por naturaleza) y también es un problema que la satisfacción de nuestros deseos y necesidades no sea inmediata. La acumulación de experiencias y conocimientos sobre nosotros y los demás parecen una nadería frente a la posibilidad de “deconstruirnos” a voluntad, según lo que dicte la moda más reciente del grupo social al que pertenecemos.
Desde al menos finales de los sesenta (Mayo del 68, Woodstock e ainda mais) se viene extendiendo el culto a todo lo que huela a juvenil, que sería bueno y sano por sí mismo. Así, la figura más visible de la denuncia de los problemas climáticos del planeta es una adolescente que no terminó el liceo y que, más allá de su mejor voluntad, solo puede decir generalidades sobre el asunto. De lo que sí es capaz, y eso es lo que importa, es de ofenderse y rezongar al mundo adulto por todas las cosas que este ha hecho mal. Y el mundo adulto, que hace rato viene braceando entre el fetiche de la ofensa, la victimización y la espiritualidad low cost, no hace otra cosa que asentir avergonzado.
De alguna forma, el más reciente proceso de infantilización de los adultos parece ser la fase superior del culto a la juventud de las últimas décadas. Ya no es que los adultos seamos unos tontos incapaces de resolver los problemas que se nos plantean. Ahora necesitamos que adolescentes en proceso de definir quiénes son como personas nos den instrucciones sobre cómo guiarnos en ese mundo del que poco saben. Ojo, esto es perfectamente coherente con un mundo cada vez más tecnológico en donde la experiencia y la tradición tienen un valor cada vez más reducido y quien sabe operar (no entender, que es otra cosa) los artilugios tecnológicos corre con ventaja sobre el resto. Desde la perspectiva de la oferta social, esto es, el menú que se nos ofrece en tanto ciudadanos, saber manejar una pantalla táctil vale más que 20 años de experiencia laboral en un empleo que ya no existe.
Se nos dice que un niño de seis años es capaz de decidir de manera cabal y segura su identidad sexual para toda la vida y al mismo tiempo se construye la imagen de las mujeres adultas como víctimas inconscientes de un mandato superior que domina todos sus actos y que cubre como un manto casi eterno todas nuestras relaciones interpersonales. Se atiende a la “necesidad” de que estudiantes universitarios no se sientan ofendidos por aquello que aprenden, como si esto no implicara una reducción brutal de sus conocimientos y de su capacidad de lidiar con el disenso. Y además todo esto debe ser hecho de manera veloz, sencilla, clara, adolescente.
En un cuento formidable, Viaje a la semilla, el escritor cubano Alejo Carpentier imagina una vida que comienza por la muerte y termina en la concepción. Así, el protagonista, Don Marcial, marqués de Capellanías, se levanta de su lecho de muerte y de inmediato comienza a sentirse mejor. El resto del relato vive asaltado por la sensación de que los relojes van hacia atrás, marcando primero las cinco, luego las cuatro y media, luego las tres. Tras haber perdido el lenguaje que lo comunica con los demás, logra desarrollar un balbuceo propio y único. Finalmente entra en el cuerpo de su madre, que estaba muriendo en el parto, y con su presencia la vuelve a la vida.
De alguna forma, la actual infantilización de los adultos nos viene arrastrando a una suerte de regreso a la semilla, en donde cada vez más preferimos los balbuceos adolescentes a la evidencia. En donde ansiamos respuesta inmediata a nuestras necesidades y nos ofende que los procesos sociales no sigan nuestra lógica de vida. En donde el narcisismo a la carta viene avasallando la reflexión común. Quizá sea bueno recordarnos que Horacio y Raulito no siempre van a estar ahí y que hace rato que los mayores somos nosotros.