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    El go: jugar a la guerra para olvidarla

    El objetivo es controlar una zona, extenderse y rodear al adversario; miles de años de humanidad y de reflexión cultural no han podido contra ese instinto, y empezamos a sospechar que un fracaso tan milenario como el juego mismo llevará a la aniquilación de la especie.

    Columnista de Búsqueda

    Se considera el go el juego de estrategia más antiguo del mundo. Podría haber nacido incluso antes que la escritura, hace miles de años. Pese a su longevidad, hoy lo siguen jugando más de 40 millones de personas, la mayoría en Asia. La genialidad del go consiste en crear una metáfora de la guerra, y por extensión de la realidad, en una simple cuadrícula de 19 por 19 centímetros. Hay 361 posiciones en disputa. Los jugadores dependen de sus habilidades para construir el territorio, ese insignificante mundo de fichas redondas, blancas y negras que al pasar el tiempo se asoman al infinito. El azar no cuenta. Un puñado de reglas simples le ponen marco a la partida; el resto es libertad y creación personal. Jorge Luis Borges (¿quién si no?) le dedicó un poema que dice así:

    Es más antiguo que la más antigua escritura

    y el tablero es un mapa del universo.

    Sus variaciones negras y blancas

    agotarán el tiempo.

    En él pueden perderse los hombres

    como en el amor y en el día.

    El objetivo del juego capta uno de los intereses más básicos de los seres humanos: controlar una zona, extenderse y rodear al adversario. Miles de años de humanidad y de reflexión cultural no han podido contra ese instinto, y empezamos a sospechar que un fracaso tan milenario como el juego mismo llevará a la aniquilación de la especie.

    En Uruguay cerca de 40 personas lo juegan y forman parte de la Federación Uruguaya de Go (Fugo), unas pocas son mujeres. Las plataformas digitales permiten ahora partidas virtuales y eso ha estimulado a los fans uruguayos a practicar un juego bastante alejado de la idiosincrasia nacional. Curiosamente, en el país ni siquiera hay negocios que vendan tableros de go. Algunos integrantes de la federación se reúnen miércoles y domingos en el Centro Cultural Goes en Montevideo y allí ofrecen talleres para quienes desean iniciarse en este juego-arte que promueve la reflexión. Apurados y atropellados, abstenerse.

    El juego parece exigir una serenidad que es el reverso del actual espíritu volátil y desasosegado. El presidente de la Fugo, Guillermo Reyes, hace hincapié en el concepto de “rodear” por su aplicación tanto en el partido como en la vida cotidiana. Es que el go tiene una vocación permanente de escurrirse del tablero. “Ante un problema, si quiero resolverlo —dice Reyes—, tengo que rodearlo, atacarlo desde distintos ángulos. Eso es parte del juego: se aplica a cuestiones de la vida diaria. En China durante la dinastía Han, el período de oro del imperio, se consideraba el go una de las cuatro artes de enseñanza obligatoria en las escuelas, junto con la caligrafía, la música y la pintura”.

    Reflexión y pasión no funcionan como antítesis en este caso. En la novela El maestro de go, Yasunari Kawabata relata la última partida de Shüsai Honnimbo, que comenzó el 26 de junio de 1938 en Tokio y culminó casi siete meses después, el 4 de diciembre, en Ito, en la posada Danköen. En el medio hubo un receso de tres meses porque el maestro enfermó de gravedad. Aun así, siguió jugando hasta el último aliento y hasta la derrota. “Podría decirse que, finalmente, junto con el juego se apagó la vida del maestro. No se recuperó y transcurrido poco más de un año estaba muerto”, escribe el sutil Kawabata, premio Nobel de Literatura en 1968. Hubiera sido comprensible que el contrincante victorioso festejara con algarabía su triunfo. Sin embargo, Kawabata lo describe taciturno y a punto de sollozar unos minutos después de terminada la partida. “Miraba al piso. Su actitud allí en el espacioso y frío jardín, en la proximidad del crepúsculo de finales de otoño, sugería una profunda meditación”, escribió.

    Y si los antiguos maestros dejaban la vida en una partida, los del presente también cometen locuras. En 2016 el surcoreano Lee Sedol, 18 veces campeón, se enfrentó durante cinco partidas a AlphaGo, un software desarrollado por la empresa DeepMind. Sedol confiaba plenamente en su creatividad para vencer a la inteligencia artificial (IA). De las cinco partidas, solo ganó una. Fue un momento culminante para la IA, un desafío mayor. El programa tuvo que buscar entre millones de movidas posibles en cuestión de segundos para abatir al campeón. Tres años después, Sedol anunció su retiro. Les ganaba a los humanos, pero se sintió humillado cuando comprendió que su derrota ante las máquinas sería para siempre. “No estoy en la cima, incluso si me convierto en el número uno (…). Hay una entidad que no puede ser derrotada”, se lamentó. Y simplemente se fue.

    La riqueza espiritual del go ha quedado registrada en proverbios y poemas de los maestros. Esos proverbios en su sentido literal se relacionan con ciertas jugadas o posiciones de las fichas, pero cualquier lego los saca de contexto para aplicarlos a la vida. “Grupo grande nunca muere”, “No se arrastre más de lo que deba hacerlo”, “No haga un solo territorio gigante”, “Deje las piedras sin valor”, “Sacrifique poco para ganar mucho”, “Si jugó alto en un lado, debe jugar bajo en otro”, “El punto vital de mi enemigo es vital para mí”, “Cuando usted esté ganando, haga el partido simple”. Esas son algunas de las frases que leídas con intención servirían para andar más precavidos.

    Los estudiosos del go dicen que el juego premia los equilibrios y castiga los excesos, tanto las conductas muy ambiciosas como las muy conservadoras; que no se debe actuar con rigidez, insistiendo en ideas que pierden sentido al cambiar las posiciones; y que la armonía se recompensa. Pocas veces, dicen, conviene usar la fuerza bruta.

    Cuando se leen los aforismos del go, uno siente el impulso casi infantil de andar repartiendo tableros por el mundo. Un verdadero contrasentido porque, como se ha dicho, el juego no premia los arrebatos.