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    Las babas del diablo

    La vida es una sucesión de imágenes, actos fallidos y casualidades (el reino de la suerte), de necesidades y concesiones, que se explican y teorizan con palabras

    Columnista de Búsqueda

    En 1966 Michelangelo Antonioni gana la Palma de Oro en el Festival de Cine de Cannes con Blow-Up, obra de arte sin tiempo, una película que, lejos de agotarse y diluirse hasta perderse en catálogos, regresa como un remordimiento, amplificando los primeros síntomas de las miserias humanas que terminan decantando en períodos de oscuridad, caos y autodestrucción. Blow-Up es una adaptación muy libre de un cuento de Julio Cortázar, La babas del diablo, con la ciudad de Londres de los años 60 como fondo, musicalizada por Herbie Hancock, con momentos memorables, como la escena de un concierto de los Yardbirds, el grupo que reunió a dos de los tres mejores guitarristas de la historia del rock, Jeff Beck y Jimmy Page (el trío lo completa Jimi Hendrix). El hilo conductor de la narración son los días de un fotógrafo que, en el intento de financiar su sueño de fotografiar la durísima vida de los obreros ingleses, vendía sus servicios al superficial mundo de la moda. ¡Superficial pero muy bien pagado!

    Nada que no hayan hecho fenómenos como Vittorio De Sica. Películas como Ladrón de bicicletas, Umberto D. y El jardín de los Finzi-Contini fueron financiadas con comedias a la italiana que el gran Vittorio filmaba, sin culpa ni complejos, para ganarse la libertad como un gladiador y obtener los recursos económicos que le permitiesen evidenciar con su arte los desequilibrios y las injusticias sociales de su tiempo. Dedicarse a las “artes menores”, la comedia, le proveyó dinero para que “las artes mayores” lo premiaran con la fama y la gloria eterna.

    Como el gigante de las letras de Estados Unidos, William Faulkner, que para sobrevivir y permitirse escribir maravillas como Luz de agosto, ¡Absalón, Absalón! o Mientras agonizo escribía guiones para películas en Hollywood. O Jorge Luis Borges, que daba charlas porque de la literatura no se vive, como solía decir. O Charlie Watts, que para poder pagarse sus noches de baterista de jazz vivía de lo que ganaba con su grupo, unos tales Rolling Stones. Y podríamos escribir una enciclopedia (eso que existía antes que llegase la maravillosa Wikipedia, a la cual soy adicto) con ejemplos como estos o sobre las eternas disputas entre lo que se entiende por arte de autor y arte comercial, por arte cultura y cultura popular, y sobre la influencia que cada uno de ellos tiene sobre las personas, las civilizaciones y la memoria.

    Muchas de las obras de escultores y pintores del pasado, esas que hoy calificamos como capolavori y veneramos en espacios como el Louvre (y todos sus parientes), no eran más que obras renegadas por los propios artistas, que las sufrieron como momentos de vergüenza, creadas en circunstancias difíciles, en las que, acorralados por la necesidad o para asegurarse trabajo y comida en el futuro, se acomodaban a los caprichos de los grandes señores de su tiempo y dedicaban su arte a pintar retratos de familia; algo así como contratar a Miguel Ángel, a Velázquez, a Rembrandt o a Caravaggio para que saquen fotos con celulares y que los CEO de las grandes corporaciones las suban a sus redes. Literal, era lo que se hacía, solo que el tiempo pulió las aristas incómodas y solo nos llega la genialidad de los maestros de la Belleza.

    Pero volviendo a Antonioni y a su Blow-Up, sería oportuno detenernos en el corazón de la trama: una mañana, mientras el fotógrafo se encuentra recorriendo un parque y tomando diversas fotos de los paisajes de la zona, comienza a fotografiar a una pareja que casualmente estaba en el lugar (y la cosa sigue pero no voy a spoilear; aclaro que este último párrafo se lo robé a Wikipedia). Cuando en el cuarto oscuro comienza a revelar las fotos, algo que lleva tiempo y oficio, dos conceptos que nuestra cultura de la inmediatez tienden a eliminar, ve que algo siniestro se escondía detrás de esas imágenes que él había querido retratar. Ya no una pareja en un bellísimo parque de una mañana soleada en Londres, fijada por el ojo de un gran artista, el fotógrafo, sino un homicidio, que se negaba a la clandestinidad e irrumpía de esa manera en la superficie.

    La vida es una sucesión de imágenes, actos fallidos y casualidades (el reino de la suerte), de necesidades y concesiones, que se explican y teorizan con palabras. Pero los detalles de la historia, los gestos sutiles que varían el devenir de la humanidad se evidencian en las imágenes y adquieren espesor cuando nos detenemos ante ellas, el tiempo que ellas requieran.

    El mundo parece haber perdido la cordura. No se encuentran explicaciones ni teorías que expliquen el delirio de violencia y vulgaridad en el que hemos caído y del cual parecería no haber escapatoria. Hace unos días le pregunté a un brillante profesor de Ciencias Políticas en la Argentina si él podía encontrarle una lógica a gobiernos como los de Milei y Trump, y me dio una respuesta que me iluminó (no es poco en tiempos tan oscuros): en un mundo atomizado, poblado por ciudadanos frustrados, engañados con necesidad de venganza, no hace falta un líder con una propuesta política, sino una plataforma apta para sustentar cualquier tipo de manifestación de la rabia acumulada. Son plataformas de lanzamiento de todo lo que tenga que ver con cualquier versión del rompan todo. Ese es el hilo conductor de un relato sin palabras, sin conceptos, del elogio de la espontaneidad de la furia, de un mundo reducido al instante, como una foto.

    La cultura es un fenómeno históricamente transitorio, escribía Thomas Mann en Doctor Faustus, epítome del hundimiento de la Alemania nazi. Quizás deberíamos hacer como el fotógrafo de Blow-Up, como De Sica, como los pintores del Renacimiento, y prostituir nuestros ideales de alta cultura, y dedicarnos un poco más a las historias cubiertas de barro, esas que se narran con selfies, no con grandes ensayos, ni artículos como el que acabo de escribir, que finalmente no son más que historias mudas que se cuentan a una sociedad que, de tan rápido que va, solo tiene tiempo para mirar y fotografiar. De lo contrario, tendríamos que seguir lamiéndonos las heridas con los falsos recuerdos de un mundo mejor que fue devastado por la barbarie. No hay mayor barbarie que el primero de los pecados capitales: la soberbia. El pecado de los grandes pensadores, el que tanto temía Dante para sí mismo. Con tanta abstracción, se nos escapó que el mundo se iba al carajo, y hoy estamos todos en la misma plataforma de lanzamiento.