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    La muerte, el enojo y la mismísima chingada

    Los mexicanos tienen más de 100 palabras para nombrar a la muerte sin nombrar a la muerte, saben cómo representarla y cómo festejarla; ¿los uruguayos negamos la muerte?, ¿de qué forma la simbolizamos para darle algún sentido?, ¿cómo la han representado los artistas?

    Noviembre comienza celebrando la muerte. Por lo menos así es en México con su fiesta popular el Día de Muertos, cuando las almas de los que murieron regresan al mundo de los vivos para ser agasajadas por sus seres queridos, quienes las reciben con altares coloridos llenos de calaveras, panes, papel picado, flores y fotografías. “Nuestro culto a la muerte es culto a la vida”, escribió en El laberinto de la soledad Octavio Paz (Ciudad de México, 1914-1988), uno de los ensayistas que mejor analizó el espíritu mexicano.

    En Uruguay el Día de los Difuntos es feriado y las calles están más silenciosas de lo habitual. Algunas personas llevan flores a las tumbas de sus muertos; las más religiosas tal vez vayan a misa, mientras que otras siguen con su vida normal porque a los muertos se los recuerda en el interior de cada uno sin exuberancias.

    ¿Será como escribió Octavio Paz que una civilización que niega la muerte acaba por negar la vida? ¿Los uruguayos negamos la muerte? ¿De qué forma la representamos para darle algún sentido? ¿Cómo la han representado los artistas?

    Me gustaría poder escribir esta newsletter con el humor con que los mexicanos enfrentan a la muerte, pero solo me salen lugares comunes o palabras de enojo. Estuve leyendo sobre el Día de Muertos y encontré una larga lista de nombres ingeniosos, más de 100, con los que en México llaman a la muerte sin decir la palabra muerte, porque saben cómo representarla en el habla popular, en el arte, en la artesanía, en las canciones. Acá van algunos de los nombres: la Democrática, la Pelona, la Calaca, la Hedionda, la Jodida, la Malquerida, la Cabezona, la Descarnada, la Parca, la Cruel, la Muda, la Catrina y, por supuesto, no podía faltar la Chingada, palabra que tiene varios significados, en general no muy favorables. Si te dicen que se viene una chingada o te mandan a la chingada, agarrate fuerte porque no es nada bueno.

    A comienzos de agosto murió en un accidente el hijo de Julio, el portero de mi edificio. Apenas me enteré traté de recordar el rostro de ese muchacho que a veces hacía suplencias en la portería, pero no pude. Lo recordaba alto y joven, pero nada más. Tampoco supe ponerle nombre a esa muerte que ahora pienso que podría ser la mismísima Chingada. Cuando lo vi a Julio después de unos días estaba mirando fijo hacia la puerta. A falta de palabras, le di un abrazo y me fui a trabajar con un nudo en el estómago. Si pudiera representar la tristeza que trae la muerte, sería la mirada sin mirar de Julio.

    Los uruguayos somos un tanto pacatos, sobre todo con la muerte. Pero por suerte está el arte. Si tuviera que elegir una obra irreverente que la simbolizara, sería La muerte gorda, de Hugo Longa (1934-1990). Es una figura femenina (porque la muerte siempre es mujer, qué castigo), regordeta, feísima, con una calavera en la mano y otras en su cabeza. No es para despertarse de noche y toparse con este cuadro, pero es una muerte colorida, burlona y provocadora.

    La-muerte-gorda.jpg

    Recuerdo ahora otra obra uruguaya que se burla de la muerte. Proviene del folclore popular latinoamericano, pero tuvo su expresión nacional en una obra de teatro escrita por Jorge Curi y Mercedes Rein que se estrenó en 1981 en el Teatro Circular y se llamó El herrero y la muerte. Con varios reestrenos, fue una de las obras más exitosas y divertidas del teatro uruguayo. Miseria, el herrero (que interpretó con mucho humor durante años Walter Reyno), es un gaucho pobre, astuto y haragán que logra vencer no solo a los poderes terrenales (con el gobernador a la cabeza), sino también al propio Hijo de Dios y a su ayudante San Pedro y hasta a la Muerte, atrapada en un árbol. Me reí mucho con esta obra, que también hace pensar en qué pasaría si no existiera la muerte.

    El-triunfo-de-la-muerte.jpg

    Seguramente Pieter Brueghel, el Viejo, no pensó en qué pasaría si no existiera la muerte. Las guerras y las pestes le dieron material suficiente como para decir “bueno, ya alcanza como muestra”. Entonces pintó en 1562 una obra maestra: El triunfo de la muerte. Desde entonces, allí sigue tan lúcida, bella y a la vez atroz esta pintura con su ejército de calaveras que todo la arrasa. En el pincel de Brueghel no se salvó nadie: ni los enamorados ni los trabajadores ni los bravos combatientes ni los eclesiásticos ni los niños. Cuanto más nos detenemos a mirarla, más horror vemos. Y lo importante está en los detalles. Un genio el viejo Brueghel, que también tenía su sarcasmo. Se ve, por ejemplo, en este detalle: una calavera le muestra al emperador un reloj de arena y parece decirle con una sonrisa (se sabe qué terrible es la sonrisa de una calavera): “Su majestad, a usted también le toca”. Mientras tanto, otra calavera le roba su oro. Nada más parecido a la vida que este cuadro lleno de muerte.

    Autobiografias-ajenas.jpg

    El escritor italiano Antonio Tabucchi (1943-2012) publicó en 2003 un libro titulado Autobiografías ajenas, una especie de memorias o reflexiones sobre variados temas. No sé si es un libro que leería de nuevo porque sinceramente me aburrió. Pero siempre me quedó en el recuerdo un capítulo en el que Tabucchi habla de la muerte de su padre a través del recuerdo de su voz. Dice en un momento: “¡Si fuera posible traducir en palabras las emociones que suscitaron en nosotros las voces de aquellos a quienes amamos en el curso de nuestras vidas! (…) Las palabras que escribimos sobre el papel están sordas: persiguen en vano esas voces sin llegar jamás a captar su timbre. Estamos en el plano de la abstracción, y la abstracción no es traducible”. Me puse a pensar si recuerdo la voz de las personas cercanas que he perdido y Tabucchi tiene razón, la voz se sigue escuchando.

    Tintin.jpg

    La semana pasada murió sorpresivamente Gabriel, un colega periodista que colaboraba con las páginas de Cultura de Búsqueda. Recibí la noticia en un mensaje de audio de un familiar y sentí la conmoción física de lo terrible e inesperado. En una nota, varios periodistas lo recordamos con la palabra escrita, pero estoy segura de que a todos nos quedó su voz y su forma de hablar seria y serena para pronunciar los juicios más duros o los chistes que solo se dicen entre gente de confianza. No me atrevo ahora a escuchar sus mensajes de audio, pero todavía su voz hace eco en mi cabeza. En sus redes sociales él no tenía una foto con su rostro, una lástima, porque su barba larga y canosa le daba presencia, como una especie de Santa Claus amargado. En cambio, él se representaba con una viñeta de la historieta Tintín en la que aparecía destacado el capitán Haddock, un personaje honrado pero de sarcasmo brutal y a veces grosero frente al idealismo de Tintín. Si tuviera que representar la muerte de Gabriel, le pondría su voz a una viñeta del capitán Haddock.

    Embed - Danny Yount - Six Feet Under (Opening)

    Los estadounidenses no suelen hablar mucho sobre la muerte, pero la reflejan muy bien en el cine que nos ha mostrado sus velatorios en las casas, con mucha comida que llevan los vecinos, y en las ceremonias con una foto enorme junto al ataúd. Los cementerios siempre son luminosos y arbolados en las películas, con el pastito muy verde y recién cortado. A los muertos suelen maquillarlos o embalsamarlos, pero esto no lo puedo asegurar, solo lo sé por Six feet under, una de las mejores series que he visto desde que existen las series.

    Se podría definir como una comedia dramática en torno a la familia Fisher, dueña de una funeraria. La muerte moldeó la vida de sus integrantes, tal vez por eso han tratado de esconder su angustia. Cuando muere el señor Fisher, todo empieza a desmoronarse o a salir lo que estaba oculto. Entonces se desatan con fuerza la ironía y el absurdo con las brillantes actuaciones de todo el elenco. Incluso de los muertos. Hace poco vi de nuevo esta serie, que está completa en Netflix (seis capítulos), y me volví a reír (no a carcajadas porque es más bien un humor amargo, como los chistes de velorio), a sufrir con el destino de algunos personajes y a maravillarme con su final digno del mejor cine. También me hizo pensar en el sentido de la muerte que cae sin avisar. Así comienza cada capítulo, con una muerte repentina, a veces tan tonta que asusta.

    arbol-Isabel.jpg

    En julio murió mi amiga Isabel. No fue una muerte repentina, todos quienes la conocíamos y queríamos sabíamos que iba a morir. Ella también y no quería ni velorio ni entierro. Quería ser cremada y que se esparcieran sus cenizas en un parque al que iba de niña con su padre. Unos días después de su muerte, acompañamos a su familia al parque. Hasta que llegamos, yo iba pensando en que nos podía pasar como en la escena de El gran Lebowski, cuando tiran las cenizas al mar de un amigo y el viento se las devuelve a la cara. Pensé que podía ser la última broma de Isabel, que era ingeniosa, chistosa, inteligente. Pero por suerte ese sábado soleado de invierno no hubo viento. Su hermana eligió un árbol y esparcimos sus cenizas en un ritual sin estridencias ni desbordes emotivos. Una amiga leyó un poema brevísimo de Emily Dickinson. Lloramos en silencio y estoy segura de que todos recordamos alguna situación graciosa vivida con Isabel. Eso ocurre al final de El gran pez, otra de mis películas favoritas, cuando al protagonista lo recuerdan los personajes de sus anécdotas disparatadas reunidos en su sepelio. Si tuviera que representar la muerte de Isabel, sería con el árbol que guarda sus cenizas en las raíces.

    Embed - Big Fish (2003) Ending Scene

    Hay una pregunta sencilla que le hace una mujer en pleno duelo a uno de los personajes de Six feet under: “¿Por qué la gente tiene que morir?”. El joven funebrero piensa un minuto y le responde: “Para que la vida sea importante”. No es una gran reflexión, al estilo de Bergman en El séptimo sello, pero me parece una buena respuesta. Igual sigo enojada y con ganas de repetir muchas veces “la mismísima chingada”.

    Antes de despedirme, te recomiendo la nota que hizo Pablo Staricco de la película El aprendiz sobre Donald Trump, el otra vez presidente de Estados Unidos que la detestó; y por si no la leíste, también te recomiendo la nota de Javier Alfonso sobre una muestra en el Museo Zorrilla de Osvaldo Reyno, gran escenógrafo, entre otras obras, de El herrero y la muerte.