Una madre desaparece. El día de la muerte de Diana ya se había cumplido un año de su divorcio del hoy rey Charles III. Los niños y su padre estaban de vacaciones en el Castillo de Balmoral, el famoso caserón escocés a donde la reina Elizabeth II solía escapar cada vez que tenía oportunidad. Allí “todo era antiguo o estaba hecho para parecerlo”, cuenta Harry. Hasta el agua corriente parecía haber tenido ya algún uso: era “parduzca hasta el punto de recordar a un té flojo”, y a menudo “espantaba a los invitados”.
Harry recuerda el momento en que caminó detrás del ataúd de su madre como uno de los de mayor miedo, “hiperconciencia” y “vulnerabilidad” de su vida.
De los 50 dormitorios de Balmoral uno había sido dividido en dos para los hermanos: “Willy (como Harry se refiere a su hermano) se había quedado con la mitad más grande”.
La noche anterior a la muerte de Diana cenaron con su niñera Mabel. Su padre pasó a verlos cuando se dirigía a cenar con los adultos. “Llegaba tarde, pero con cierta teatralidad levantó una de las tapas de plata —’¡Ñam, ñam, ojalá yo cenara esto!— y olisqueó con delectación. Siempre olía las cosas. La comida, las rosas, nuestro pelo”, relata su hijo en el libro. “Mamá ha resultado gravemente herida y la han llevado al hospital, mi querido hijo (...). Me temo que ya no se ha recuperado”, le diría horas más tarde. Harry tenía 12 años.
La princesa Diana y Harry en las conmemoraciones del Día VJ (Día de la Victoria sobre Japón) en agosto de 1995. En su libro, Harry se refiere a la debilidad de su madre por la música, la ropa, los dulces y sus hijos.
Contra todo sentido común, el niño y después el adolescente se convenció de que aquella abrupta desaparición había sido una jugada de su madre para librarse de los paparazzi y que en un tiempo, cuando estuviera establecida en otro sitio, volvería por sus hijos. Le llevó años entender que su partida era definitiva.
Ha olvidado muchas cosas de ella, dice, pero lo que “milagrosamente” retiene es: “su sonrisa irresistible, sus ojos vulnerables, su amor infantil por el cine, la música, la ropa y los dulces… y por nosotros”. Seguramente pocos sepan que Lady Di hacía concursos de eructos con sus hijos, que por las mañanas en el Palacio de Kensington iban al dormitorio de ella a desayunar y saltaban en la cama de agua. Que la flor favorita de Diana era la nomeolvides y el perfume el First, de Van Cleef & Arpels.
Un padre solo. Tal vez un dato innecesario —entre algunos otros cuestionables— sea que Charles sobrevivió al bullying que sufrió en el internado de Gordonstoun cuando era un niño con “la cabeza gacha y agarrado a su oso de peluche, que todavía conservaba años más tarde”. “Teddy acompañaba a mi padre a todas partes”, escribe Harry, y no queda claro si todavía es así, porque el libro entero está narrado en pasado. Como si sus protagonistas —su padre, su hermano— hubieran muerto.
Sobre el vínculo con Charles, cuenta que si bien “siempre había dado la impresión de no estar del todo preparado para la paternidad”, nunca olvidó que al niño no le gustaba la oscuridad. “Me hacía suaves cosquillas en la cara hasta que me dormía. Tengo recuerdos muy afectuosos de sus manos en las mejillas, en la frente”. Pero, luego, le costaba comunicarse, escuchar y “mantener cualquier contacto íntimo cara a cara”.
Charles con sus hijos, William y Harry, sobre las cataratas de Muick en los campos del Castillo de Balmoral, Escocia, días antes de morir Diana.
Que el matrimonio de él con Diana lo formaban tres personas ya lo había dicho ella en aquella célebre entrevista con la BBC, pero Harry se lo recuerda a sus lectores. Se refiere a Camilla como la “Otra Mujer” y dice que Charles, pese a tener total libertad para verla a su antojo, quería hacerla “partícipe de la opinión pública”. Sus hijos le pidieron que no se casara con ella, pero Camilla ya habría empezado “a desarrollar su estrategia a largo plazo, una campaña dirigida al matrimonio y, con el tiempo, la Corona”. A la nueva reina consorte no solo le achaca esto —y que convirtiera su antiguo dormitorio en Clarence House en vestidor—; también afirma que en un momento en que se estaba por publicar un artículo que dejaba a Harry como un adicto a las drogas (que sí admite haber consumido pero no la adicción), su padre no hizo nada por evitarlo. Al parecer, el nuevo asesor que había contratado la pareja opinó que lo mejor era no salir a desmentirlo. Después del divorcio y la muerte de Lady Di, los índices de aprobación de Charles por los británicos eran “de un solo dígito”, así que consideraron que, frente a esa noticia, ya no se vería más como el marido infiel: “el mundo lo vería como el pobre padre abrumado que tenía que batallar a solas con un hijo consumido por las drogas”.
Un lugar en el mundo. En la primera parte del libro Harry se muestra como un chico que no sabe muy bien quién es y que va saltando de sitio en sitio sin encontrar su lugar: la finca de una vieja amiga de su madre en Australia, a donde va a trabajar como aprendiz un verano; una pareja de documentalistas africanos que lo reciben en su casa de Botsuana cada vez que necesita contención.
“Ser un Windsor significaba (...) absorber y asimilar los parámetros básicos de la propia identidad, saber de manera instintiva quién eras, lo cual era, siempre, un subproducto de quién no eras”. No era futuro rey; eso, al menos, lo tenía claro.
Cuando aprobó con honores el examen de ingreso a la Real Academia Militar de Sandhurst fue tal vez la primera vez que logró encajar. El entrenamiento era exigente; pero “sabía que no podían romperme. Me pregunté si sería porque ya estaba roto”.
El príncipe Harry en un desfile en la Royal Military Academy Sandhurst, en Surrey, en junio de 2005. Años después sirvió como piloto en la guerra de Afganistán.
La tradición de caza que caracterizaba a su familia lo hacía un tirador experimentado, un plus para ese camino que había elegido seguir: “había estado disparando a conejos, palomas y ardillas con una carabina de calibre 22 desde que tenía doce años”, recuerda. Cuando consiguió la insignia de las alas, se la colocó su padre como coronel jefe del Ejército del Aire. “Cada vez manejaba mejor el (helicóptero) Apache y mis misiles eran más letales”, cuenta. En un episodio que narra sobre cuando estaba prestando servicio en la guerra de Afganistán, en el que atacaron su base y le tocó contraatacar, dice: “Coloqué el pulgar sobre el cursor, contemplé la pantalla y esperé. ‘¡Ahí!’. Apreté el gatillo para disparar el designador láser y otro para lanzar el misil. La palanca con la que acababa de disparar era sorprendentemente parecida a la del mando de la PlayStation con el que había estado jugando hacía nada”. Esa misma comparación (de la guerra con un videojuego) había generado un pequeño escándalo al salir publicada en su momento en un tabloide; aun así, no evita el comentario en su autobiografía.
Tal vez porque estaba “desesperado” por ir a la guerra, no recuerda haber vuelto “traumatizado” por las muertes del enemigo. “Aquellas eran malas personas que hacían cosas malas a nuestros muchachos. Hacían cosas malas al mundo”. Entre lo que aprendió en las Fuerzas Armadas, dice, está rendir cuentas de sus actos. Y entonces lanza una declaración de las que más revuelo ha causado: “Así pues, mi número: veinticinco”, refiriéndose a la cantidad de personas que mató.
Willy y Harold. Para William, Harry era Harold. Así se dirigía a él incluso en sus épocas de más complicidad. Cuando Harry conoció a Kate decidió que la nueva novia de su hermano —esa chica que había pasado un año sabático en Florencia, aficionada a la fotografía y al arte y fascinada por la moda— le caía bien. “Era muy natural, cariñosa y amable”. Por eso no le molestó que terminara en la mano de ella el anillo de compromiso de su madre. “Adoraba a mi cuñada. Es más, para mí era como la hermana que nunca había tenido, y me alegraba saber que siempre iba a estar al lado de Willy”.
La pareja se casó en abril de 2011 en la Abadía de Westminster, en donde había tenido lugar el funeral de Lady Di, y por algún motivo Harry entendió que desde ese día el vínculo con su hermano, en algún aspecto, también había muerto. “No hay duda de que las bodas son momentos felices, pero también son funerales velados, porque lo normal es que la gente desaparezca después de decir los votos”.
Mientras tanto, él mismo buscaba el amor. Después de Chelsy, su primera novia, vino Florence, algo más fugaz, y al tiempo Cressida, con quien estuvo tres años en secreto hasta que la noticia del noviazgo salió a la luz.
Con su primera novia, Chelsy Davy, en un partido de la ICC World Cup Cricket en abril de 2007.
Pero otra lucha tenía lugar en simultáneo y se libraba en su cabeza. “Para finales de 2013, pasaba por un mal momento, alternando entre rachas de letargo debilitante y ataques de pánico terrorífico”: secuelas de la guerra. El pánico empezaba cuando se ponía el traje por la mañana, previo a hacer una aparición pública. “Empecé a quedarme en casa. Día tras día, noche tras noche, me apoltronaba, pedía comida y veía 24 o Friends”.
Su segunda relación seria fue con la socialité Cressida Bonas. En la foto se los ve en un partido de la Six Nations International rugby Union en marzo de 2014.
Sin saber a dónde ni a quién recurrir, finalmente le contó sobre su ansiedad a su padre, que lo mandó a un médico general. La ayuda especializada no estuvo sobre la mesa hasta bastante tiempo después. Estaba a punto de cumplir 30 y eso significaba que recibiría una “abultada suma de dinero” que le había dejado su madre, pero también sentía que vivía “los últimos coletazos de su juventud” y eso acentuaba los síntomas.
Le llevó un buen tiempo empezar terapia. Tan transformador fue el proceso que menciona a su psicóloga en los agradecimientos: “por ayudarme a desenmarañar años de trauma sin resolver”, escribe.
Meghan. “Nunca había visto a una mujer tan guapa”, pensó cuando vio por primera vez a Meghan Markle en un video que había compartido en Instagram una amiga suya. Después de un intercambio profuso de mensajes que comenzó el 1 de julio de 2016, día en que Diana habría cumplido 55 años (Harry presta una especial atención a ese tipo de coincidencias), quedaron en verse en Soho House, un restaurante de Londres. Cuando él llegó, media hora tarde a causa del tráfico, la encontró tomando una cerveza IPA y con un atuendo relajado. “Ella llevaba puesto un jersey negro, unos tejanos y unos zapatos de tacón. Yo no tenía idea de ropa, pero supe que iba elegante”.
Los duques de Sussex se casaron el 19 de mayo de 2018 en la Capilla de San Jorge.
El sueño de Harry era, según cuenta, que el día que tuviera una pareja formaran un cuarteto con William y Kate. Así es que cuando les contó la noticia y supo que ellos eran fans de Suits (la serie en la que actuaba Meghan) sintió que su novia tenía más chances de aprobación. Pero el encuentro con William, cuando finalmente se dio, fue algo incómodo: ella lo abrazó, y el “choque cultural Estados Unidos/Reino Unido” lo dejó “pasmado”.
La presentación en sociedad de Meghan fue en la segunda edición de los juegos Invictus, en Toronto, en setiembre de 2017. Aunque la criticaron por sus jeans rotos, cada prenda había sido previamente aprobada por la Casa Real.
Cuando la prensa británica se enteró del noviazgo, los tabloides más conservadores iniciaron una campaña de discriminación contra Meghan. El Mail tituló: “Si es cierta su supuesta unión con el príncipe Harry, los Windsor enriquecerán su aguada sangre azul, la pálida piel de los Spencer y el cabello pelirrojo con algún ADN contundente y exótico”. Y ese fue apenas uno. “Había infectado a Meg, y a su madre, con mi enfermedad contagiosa, también conocida como ‘mi vida”, escribe Harry.
Archie Harrison Mountbatten-Windsor, el primogénito, nació el 6 de mayo de 2019 y la pareja lo presentó en sociedad dos días después.
Los cuatro fabulosos. Para estar con Harry, Meghan tuvo que renunciar a Suits — además de por el asunto obvio de la distancia, porque se filmaba en Toronto, el gabinete de Comunicación de la Casa Real cada vez intervenía más para que los guionistas cambiaran algunas líneas del personaje de Meghan— y cerrar su web y sus redes sociales.
Kate, William, Harry y Meghan caminaron juntos hacia el Castillo de Windsor al día siguiente de morir la reina, cuando Charles III ofreció su discurso inaugural como rey. Los dos matrimonios, sin embargo, ya estaban distanciados según el libro.
Harry, por su parte, no solo tuvo que pedirle autorización a la reina para casarse, también tuvo que hacerlo para poder llevar barba en la ceremonia. La barba “me proporcionaba tranquilidad, y quería estar lo más tranquilo posible el día de mi boda”, cuenta. La reina respondió afirmativamente.
Charles ayudó a seleccionar la música para la ceremonia, que tuvo lugar en la Capilla de San Jorge en mayo de 2018. A pedido de los novios, a diferencia de otras bodas reales, ningún medio tuvo acceso al interior de la capilla. Lo que sí hubo, también a diferencia de otras bodas reales, fueron francotiradores apostados a la salida debido a la “cantidad inaudita de amenazas” que habían recibido.
Charles y Camilla Parker se casaron en 2005. En el libro, Harry dice que su madrastra habría llevado a cabo una “campaña dirigida al matrimonio y, con el tiempo, la Corona”
La competencia entre Kate y Meghan estaba en marcha ya desde antes. Según Harry, la facilidad con que se le daba a Meghan su nuevo rol se convirtió en un problema. Y algo entre los hermanos se había roto desde el momento en que Harry no eligió a William como padrino de bodas (como sí había hecho el mayor a la inversa en su propio casamiento), sino a su amigo Charlie. Harry llega a hablar del equipo de Cambridge contra el equipo de Sussex: “rivalidad, celos, agendas encontradas”. Relata, incluso, una situación en la que William lo agarró por el cuello de la camisa y lo tiró al suelo. Ambos matrimonios dejaron de compartir oficina poco después. “Los Cuatro Fabulosos…, finito”.
Adiós, vida de príncipes. Como por arte de magia, de un momento a otro empezaron a circular rumores de que la duquesa era “difícil”, refiriéndose a Meghan: un relato que instaló la prensa, según el príncipe, con ayuda de la Casa Real.
Al ver que la familia no solo no paliaba sino que alimentaba los rumores, la pareja decidió demandar, por su cuenta, a tres tabloides: “Si bien esta acción podría no ser la más segura, es la correcta, porque mi mayor miedo es que la historia se repita… perdí a mi madre en el pasado y ahora veo a mi mujer ser víctima de las mismas fuerzas poderosas”, decía el comunicado.
Pero era como tener al enemigo en casa, porque el futuro rey consideraba que esas acciones volvían la relación de la familia con los medios “más complicada”.
Se barajaron cinco opciones de distanciamiento de los duques de Sussex. La mayoría (menos Harry) votó por un corte total del vínculo en el que el matrimonio perdía hasta a su servicio de seguridad. La declaración definitiva se publicó en enero de 2020 y la transición llevaría un año. Al cabo de ese tiempo estarían “solos”.
Los duques de Sussex ya vivían en Los Angeles cuando supieron que Charles les iba a “cerrar el grifo”. Se da cuenta, Harry, lo ridículo que es quejarse de esto a los treinta y tantos, pero se explica: “Cerrarme el grifo implicaba despedirme sin indemnización y lanzarme al vacío después de toda una vida de servicio. Es más, después de toda una vida de incapacitarme como trabajador”. Habla de esa “condición surrealista” como un “show de Truman interminable”: “nunca llevaba dinero encima, ni tenía coche propio ni llaves de casa; (...) nunca compraba nada por internet, ni recibía paquetes de Amazon, ni cogía el metro”.
Las cosas, como era de esperar, se acomodaron para Harry y Meghan. Finalmente no tuvieron que abandonar ese estilo de vida lleno de cócteles, alfombras mullidas y escapadas transoceánicas fugaces del que da cuenta el libro. Aunque es probable que Harry conserve el hobby de comprar su ropa informal en tiendas de descuento. Si Meghan lo deja.
Si algo es seguro es que tendrán que lidiar con las repercusiones del libro, que ha sacudido a los británicos con fuerza, al punto de que, según la encuesta del Reino Unida, la población mayor de 65 años tiene una visión más negativa de Harry que del príncipe Andrew, acusado de pedofilia y abuso sexual. Emanciparse, por lo visto, sigue teniendo un alto precio.