La primera vez fue a los 20 años, en un taller mecánico, donde se tenía que encargar del papeleo. Para ir a la oficina del dueño, una década mayor, el tipo necesariamente tenía que pasar por detrás del escritorio de Laura. “Pasaba, saludaba y me tocaba la nuca. Un día me la sopló. ‘No te me acerques más porque te denuncio’, le dijo. Me contestó que era una broma y por un tiempo no hizo más nada. Pero más adelante, cuando yo estaba haciendo el balance en la zona de repuestos, se metió en la pieza, la cerró y me quiso agarrar. Yo salí corriendo a los gritos, sabía que el tipo tenía un bate de béisbol cerca de su oficina, lo agarré y le dije: ‘Me tocás y te mato’, bien para que escucharan todos los mecánicos. Fue un escándalo. Me fui y ni pensé entonces en hacer una denuncia. No sabía cómo tocar el tema. Desde ahí me empecé a cuestionar si yo no hacía algo que causara eso…”. Aún hoy se cuestiona si el problema es ella.
Y ellas, su ropa, su simpatía, su cuerpo o su necesidad de trabajar, no son el problema. La Ley 18.561 de 2009 define al acoso sexual en el ámbito laboral como “todo comportamiento de naturaleza sexual, realizado por persona de igual o distinto sexo, no deseado por la persona a la que va dirigido y cuyo rechazo le produzca o amenace con producirle un perjuicio en su situación laboral o en su relación docente, o que cree un ambiente de trabajo intimidatorio, hostil o humillante para quien lo recibe”. La norma es neutra desde la perspectiva de género, pero la inmensa mayoría de las víctimas son mujeres. Y no hay excusa, forma de ser o vestimenta que valga.
En Uruguay hay cada vez más preocupación por estos casos. No se trata de un fenómeno nuevo. Lorenzi destaca que las primeras sentencias en todo el mundo surgieron en la década de 1970 en Estados Unidos, aunque recién en los 90 llegaron a esta parte del mundo, pero la suerte que corrían las víctimas en los estrados tiraba a escasa. Juega mucho lo cultural: si la sociedad es machista —y si lo es la actual, vale imaginarse 30 y 40 años atrás—, las denuncias son pocas porque el contrato social así lo avala. “Ahora hay toda una política basada en la prevención, control y sanción, que son los tres pilares de esa ley. La prevención tiene que ver con la educación y se le imponen acciones proactivas al empleador, como armar un protocolo de actuación y difundirlo en el trabajo”, agrega la abogada. Las denuncias se pueden hacer ante el empleador, el sindicato o la Inspección General del Trabajo del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social (MTSS), destino final siempre de estas acciones.
La ley de 2009 se reglamentó por decreto en 2017, señalando que todas las empresas, públicas y privadas, tienen que confeccionar protocolos de actuación. Los organismos públicos cuentan con ellos y los privados se siguen sumando: en diciembre de 2021, la Sociedad Uruguaya de Actores (SUA) aprobó su “Protocolo para casos de violencia y acoso en el ámbito laboral y educativo de las artes escénicas y las producciones audiovisuales”, informó Búsqueda la semana pasada. Según datos oficiales del MTSS, entre 2019 y 2021 se registraron 108 denuncias; 48 en 2019, 33 en 2020 y 27 en 2021. La influencia de la pandemia y el home office es notoria en la merma de las acusaciones.
El subregistro de las situaciones, algo que se da por sentado, es una muestra del camino a recorrer; lo otro es que, según reconocieron a Galería autoridades de ese ministerio, no se tiene conocimiento estadístico sobre en qué sector de producción es más común que el acoso sexual ocurra, si es más frecuente en el ámbito público que en el privado, en cuántas ocasiones el acosador es un superior jerárquico o cuántos varones han sido acosados (son minoría, pero los ha habido); tampoco saben cuántas empresas no cuentan con protocolos. Falta mucho aún.
“Tener un protocolo es obligatorio por ley, pero nadie te fiscaliza”, señala sobre este punto María Noel Burghi, CFO de Moove It. Esta compañía de software, con base en Uruguay, presente en siete países y con 250 empleados, de los cuales 20% son mujeres, confeccionó uno propio a mediados del año pasado. Para Burghi, fue fundamental dejar las cosas claras en una firma con personas de distintos países y culturas trabajando juntas. “No toleramos la discriminación de ningún tipo ni meterse con ningún compañero o compañera de ninguna forma inapropiada; los chistes sobre el cuerpo y la ropa no son bien recibidos”.
La culpa no es de una. Es común que las mujeres se culpabilicen ellas mismas de episodios en los que no son responsables. Cuando trabajaba en la producción de un programa televisivo, Luciana (31) debía estar junto al director de cámaras. Era común que el hombre le agarrara la mano, le toqueteara el brazo o jugara con su pelo. “Yo nunca le dije nada. Era incómodo porque yo estaba en pareja y nunca le había dado ‘entrada’ para que hiciera eso. Pensaba que lo hacía de ‘cariñoso’ y que yo, que soy medio ‘asquerosita’ agrandaba las cosas. No pasó más de eso, pero hoy pienso que tendría que haber frenado las cosas. Él tenía un lugar importante en el programa, era indispensable, y yo no. Pero hoy veo que le tendría que haber puesto un freno… la que manejó mal las cosas fui yo”.
En 2010, Laura tuvo un episodio similar al relatado al inicio, también en otro taller. Trabajaba como administrativa en la oficina mano a mano con el dueño, un hombre que pasaba los sesenta años. Recién se había aprobado la ley. “Te parecés a Penélope Cruz, ¿sabés?”, fue lo primero. A lo largo de los escasos tres meses que duró el vínculo laboral, las frases —cuya intención era evidente para cualquier persona capaz de cruzar la calle por sí mismo— fueron in crescendo hasta llegar a la lascivia: “¿Vos sabés que tengo un dedo cortado, no? Igual, no sabés las cosas que hago con ese dedo…”. “Me invadió el asco en un segundo”, cuenta Laura. Ya había llegado a un punto en el que no se levantaba de la silla para que no la mirara, había adelgazado, se ponía ropa holgada, iba desarreglada. “Te culpás a vos misma y te dañás a vos misma. Nada justifica que tengas que ir a la calle a almorzar para no comer delante de él, ni tu ropa, ni tu simpatía ni nada. Él sabía que yo precisaba trabajar, pero eso no le da derecho a nada”. Algo había cambiado. Al menos fue a denunciarlo al MTSS. Los tiempos también habían cambiado, pero no tanto: “Me dijeron que tenía que tener una filmación como prueba. Al final, quedó en la nada…”.
Las pruebas son, justamente, una parte sensible de este proceso. El acoso suele ocurrir sin testigos y el acosador, llegada la denuncia, niega todo. Según la norma, la investigación se debe hacer en reserva, “recibiendo garantías respecto a eventuales represalias y con protección para los testigos” que puedan avalar comportamientos impropios, destaca Lorenzi. De confirmarse el caso, el resarcimiento puede incluir daño moral o indemnización por despido. Esta ley ampara a trabajadores tercerizados de una empresa y a servicios dependientes.
En Itaú, hace “varios años” que tienen un protocolo para prevenir acoso sexual en el ámbito laboral, que incluye jornadas de capacitación para sus empleados, tal como se desprende de la reglamentación de la ley, dice a Galería la directora del Área de Personas de la filial uruguaya de ese banco, Alejandra Dalla Rosa. En los últimos 15 años, agrega, hubo dos casos que así pueden ser encuadrados. Uno fue a partir de una empleada que se sintió incómoda por el comentario “de un par de su equipo”, que finalmente fue sancionado luego de haberse escuchado a las partes involucradas y a todo el personal de ese sector. “El denunciado manifestó firmemente que el comentario lo hizo en tono de broma y pidió disculpas, pero recordemos que aunque puede no haber intención expresa de incomodar, es importante prestar atención a cómo se reciben los comentarios, cómo se sienten las personas a los que van dirigidos”. Esto último, tan sencillo como que la ofensa la mide el ofendido y que si te molesta es acoso, es clave en estos casos. Clave y difícil de probar: en la otra situación ocurrida, agrega Dalla Rosa, fue tan difícil constatar que los comentarios “de índole sexual” que un compañero decía recibir de otro fueran inadecuados, que se decidió por un cambio de sector para “volver a un ambiente cómodo y seguro”.
“Los contextos laborales más proclives a que ocurran estas situaciones son aquellos en donde hay más desigualdades, donde no hay políticas de inclusión”, dice por su lado la psicóloga Fernanda Brignoni, gerenta de Capital Humano y Comunicación de Scotiabank. El sector financiero, donde hay mayoría de hombres, es un lugar a trabajar, agrega. Este banco, cuya casa central está en Canadá, instrumentó políticas en tal sentido antes que en Uruguay se exigiera la existencia de protocolos, incluyendo códigos de conducta que los empleados deben seguir a rajatabla. “Para que las que se sientan acosadas —porque la inmensa mayoría son mujeres— perciban que tienen una opción de denunciar, la confidencialidad tiene que ser una norma. Tenemos un canal directo, no solo a los respectivos jefes de área sino a los departamentos de recursos humanos locales. La persona tiene que sentirse amparada y ser escuchada por alguien de su propio género. Pero si aun así no se siente segura para exponerse, tenemos un canal llamado Whistleblower (‘soplón’), en el que la denuncia anónima llega directamente a la sede de Toronto, donde comienza a plantearse y analizarse la situación”. En su órbita, ha notado más situaciones entre compañeros de una misma área e igual jerarquía, con clientes y con proveedores.
El mundo cambia. La Justicia, de a poco, está inclinando la balanza hacia el lado de las víctimas. Basta colocar el número de la ley en el buscador del site del Centro de Información Oficial (IMPO) para darse cuenta de la cantidad de historias de mujeres que dijeron basta, que se cansaron de llorar, de recibir mensajes y de temer compartir un mismo ambiente con ese jefe, ese compañero o ese proveedor. En 2019, el responsable de una importante empresa de Durazno le debió pagar casi 500.000 pesos, incluyendo daños y perjuicios, a una muchacha de 19 años que en mayo de 2018 fue “manoseada, acorralada, acosada física y sexualmente” por uno de sus asesores. Mensajes de WhatsApp y testimonios de compañeros de la muchacha daban credibilidad a esta denuncia que, por supuesto, el demandado negaba, al punto de apelar la sentencia en primera instancia (el Tribunal de Apelaciones confirmó el fallo inicial). El dictamen judicial incluyó que el empresario le había ofrecido a la acosada un cheque en blanco para obtener (comprar) su silencio.
“El sujeto activo, el acosador, no necesariamente es el empleador, el superior o el jerarca de la empresa. El acosador puede ser, además de un compañero de trabajo, el empleado de una firma tercerizada, un cliente, un proveedor o un familiar del empleador. Esto aplica tanto al ámbito privado o público”, detalla Lorenzi sobre los alcances de esta ley. Claro que dependiendo de esa relación laboral, cambiará si al daño moral se le incluyen indemnizaciones por despido o no.
Un exnovio de Laura era de la idea de que ella tenía su parte de responsabilidad en que a sus jefes les pareciera bien decirle algún que otro disparate. En 2018, trabajando en una automotora, comenzó un largo e incómodo periplo con uno de sus gerentes. Primero fue el tema de los uniformes: “A vos te quedaría bien con portaligas”, intentó bromear; luego recibió selfies desde la playa, sin sentido, aviso ni mensaje; y ya con los uniformes confeccionados, llegaron los comentarios indeseados: “Qué bien te queda, cómo te marca el cuerpo”. Un día que no precisaba usar el uniforme, fue de solera: “Qué lindo para levantarte eso y ver qué hay debajo”.
Hasta ahí llegó la mujer. “Me indigné, le reproché el comentario y me puse a llorar. Ya era enorme el nivel de rechazo. Me daba asco que, además, nunca hubiera testigos para estas cosas. Entonces lo empecé a comentar con mis compañeros, para que supieran”. Como si fuera un pretendiente despechado, el ejecutivo —un esposo y padre de familia que andaba por los 65 años— comenzó a cambiar actitudes: prohibiéndole que se juntara en el descanso con sus compañeros y revisándole la mensajería interna, para saber “si andaba” con alguno de ellos. “Yo con mis compañeros nunca tuve ningún problema y con los clientes tampoco, era todo con él”.
La suerte de Laura en esa empresa, una de las más importantes de plaza, terminó en 2020 con la crisis laboral provocada por la pandemia. Lamenta no haberlo denunciado. Ya dejó pasar ese tren. “En su momento, lo que más me angustió fue perder el trabajo. Una vez más fría, pensé en lo que me había hecho y denunciarlo a Recursos Humanos, más que nada para que no le pase a otra. Pero luego… ¿qué ganaba yo estando afuera? Capaz que alguien pensaba que era un tema de despecho, me iba a meter en un circo en el cual iba a resultar más afectada yo que este tipo”, reflexiona. Poco tiempo después de ser una exempleada, el hombre le pidió seguirla por Instagram.