Si a Kiana Malek le preguntan qué es lo que extraña de Irán, se le ilumina la cara como por un sol persa. “Extraño todo… no sé cómo explicarlo”, dice entrecerrando unos ojos de un azabache imposible. No sabe pero lo intenta: siete años de vivir en este país le han dado un castellano bastante funcional, salpicado de variaciones cómicas y uruguayismos tales como “ni a palos”, “ver qué onda” e incluso “me chupa un huevo”. Tras pensar unos segundos, larga: “Todo… En sí extraño todo, no sé cómo explicarlo. Irán es un olor conocido, el olor a comida rica, a naturaleza, a gente muy amable, una vida simple con familiares y amigos. Extraño sentir lo que sentía cuando era chica, más allá de todos los problemas”.
En busca de otros aires. El apellido de Kiana no es Malek, como ella se ha presentado. Lo cambió por dos razones: “Primero, porque mi apellido es muy largo (sonríe). Y luego por la seguridad de mi familia, para que sea más difícil detectarlos allá”. En Teherán, a la que volvió de visita una vez hace dos años, quedan sus padres, dos de sus tres hermanas, sobrinos y amigos.
Las publicaciones de Kiana en Twitter e Instagram, con denuncias y acusaciones fuertes contra el régimen no le han resultado inocuas. “El gobierno les paga a personas para que hagan vigilancia en las redes. Si alguien sube algo que no es de su agrado… si yo pongo algo antigobierno empiezan a putearme, a amenazarme, a hacer un ataque psicológico. ¿Si me da miedo? Por mí, no tanto, pero por mi familia sí, me moriría si les pasara algo…”.
Kiana dice que siempre fue un poco rebelde. Varias veces, cuenta, fue detenida por la Policía Moral iraní en la calle. Siendo adolescente tenía el pelo largo, enrulado, teñido de rojo. Tuvo más suerte que Mahsa. “En el último año que viví ahí, a los 19, ya me quería ir. No quería vivir tan controlada. Una vez casi me lleva la policía a ‘educarme’ (hace el signo de comillas), y tuve que pedir perdón, así, reamable, que había sido un error, cuando no había hecho nada malo”.
Al revés de lo que pasa en todo el mundo, Kiana sintió más libertad en su casa que en las calles. “Con mi familia y con mis amigos lo pasaba rebién. En Irán tomar alcohol está prohibido, pero yo tomaba, ¡obvio! (se ríe). Era todo casero. La diversión la teníamos en nuestras casas y a la hora de salir, ¡una santa!”. Su padre, cuenta, sabía hacer buena cerveza y buen vino casero.
Para vivir algo parecido a la libertad, decidió irse de Irán. Ella tenía dos opciones: Francia y Uruguay. Su madre había conocido Uruguay de joven y eso pesó. No fue lo único: “En Francia hay muchos extranjeros y yo quería ser parte de una cultura lo más distinta posible a la mía. En 2016 me vine con mi madre, en principio por tres meses, a ver qué onda”.
Al año, ella, que nunca había viajado por su propia cuenta a ningún lado, se quedó sola en un país muy distinto. Tuvo que aprender español de la nada, ayudándose para todo con Internet. Su inglés tampoco era muy fluido. “Fue un primer año muy difícil, pero por suerte vivía en una residencia estudiantil con mucha gente del interior, que fueron reamables conmigo”. Consiguió trabajo en el mundo informático y ahora cursa primer año de Psicología. Le llevará un tiempo, admite: si bien se hace entender en una conversación, leer en español ya es otro precio y escribirlo ni hablar.
“De Uruguay me gustó que está lejos del mundo”, admite sonriendo, en algo que puede ser tanto un elogio como todo lo contrario. “No tiene los mismos problemas que los países grandes, es un lugar seguro. En Irán yo tenía todo, menos la seguridad. Acá la gente además es muy amable, siempre me recibieron muy bien, jamás tuve un problema por ser extranjera. Eso sí, es rebajón que todos los medios enfoquen solo al mundo occidental. Por eso es que me metí en las redes, para que se sepan las cosas que están pasando”.
Su última y única visita a Teherán tuvo sabor agrio. “Fui hace dos años, extrañaba mucho, era como una etapa no cerrada… Yo sentía que en Uruguay me faltaba algo, pero cuando volví a Irán… ya no era mi casa, aunque estuviera en mi casa, no fue lo mismo. De verdad, fue algo doloroso”.
Efervescencia, viaje, desilusión. No es fácil ser mujer en Irán. Su padre, asegura Kiana, siempre apoyó sus sueños y los de sus hermanas, una de las cuales vive en Estados Unidos. Es una conversión que le resulta fascinante, ya que este hombre celebró y acompañó la Revolución islámica de 1979 (la que derrocó al sha Reza Palevi, cabeza de un gobierno monárquico apuntalado por Estados Unidos y el Reino Unido): “En su momento tuvo pensamientos machistas, pero luego se dio cuenta de todas las cosas malas que siguieron. Yo puedo decir que en mi casa me respetaron, mi padre me dijo que no cometiera el error de casarme temprano. Pero cuando salís de tu casa, la sociedad iraní tiene otras expectativas con vos: sos mujer y por más que hayas estudiado, tenés que ir a la cocina, no podés mostrar nada de piel en la calle porque sos propiedad de un hombre, es como si un martillo te dejara clavada en el piso. Yo allá terminé la secundaria, hice biología. En sí, las mujeres pueden ir a la universidad. Mis amigas todas terminaron una carrera, pero están todas casadas, con hijos y sin trabajar”.
De niña, Kiana recibió educación religiosa. Hoy está alejada de la fe. Y usa el hiyab para ir a la playa o abrigarse el cuello si hace frío. “Es como un pañuelo”.
La muerte de Mahsa Amini —en un país donde las mujeres no pueden acceder a un pasaporte si no lo autoriza su padre o marido, donde en algunas zonas menos urbanizadas hay niñas que a los nueve años ya son consideradas adultas y por lo tanto casaderas, el aborto y las relaciones extramatrimoniales son duramente castigadas, en los casos de violación hay una notoria indulgencia hacia los hombres, y la militancia feminista o lgbtqi+ se puede pagar con cárcel o sangre— hizo que muchas mujeres salieran a las calles de Irán a protestar sin sus velos, en manifestaciones que solo en cuatro meses dejaron unos 500 muertos por la represión. Todo el mundo puso sus ojos en Irán.
“Cuando todo comenzó yo me sentí muy impotente. El régimen había cortado Internet y no sabía nada de mi familia y amigos. Entonces decidí hacer algo por mi cuenta. Como no podía estar en la calle luchando junto a mis hermanas, decidí cumplir con lo mío informando a través de mis redes todo lo que estaba pasando”. Ahí nació su faceta activista. “Me sentí orgullosa de lo que pasó con mi gente. Cuando alguien se levanta contra el gobierno de allá realmente está arriesgando su vida. Pero para ellos fue todo un… me chupa un huevo (sic). Yo me sentí orgullosa, ¡qué viaje! ¡La gente se está levantando al fin!”.
Las revueltas en Irán, empero, no son nuevas. Kiana recuerda que hace cuatro años también hubo manifestaciones por el incremento del valor de los combustibles, fundamentales porque este país de Asia occidental es el decimoséptimo de mayor superficie del mundo. “Vos allá te manifestás, como te manifestás acá, y te matan. El gobierno cortó Internet (en aquel momento), sacó su gente a la calle y murieron 1.500 personas. Es un régimen asesino”.
La efervescencia por la muerte de Mahsa en setiembre siguió varias semanas más. En su debut en el Mundial de Catar, la selección de Irán permaneció callada mientras se ejecutaba el himno de su país. Eso fue el 21 de noviembre, ante Inglaterra. Fue considerado un gesto valiente de rechazo a lo que pasaba en su país: el himno nacional iraní actual es de 1990, ya con el régimen de los ayatolás consolidado, y dice en su parte final: “Duradera, continua, eterna: / República Islámica de Irán”. Cuatro días después, ante Gales, sí lo cantaron. “Se ve que los amenazaron”, opina Kiana. “Se sabe que se les pagó a indios y paquistaníes para que fueran a los estadios a alentar a Irán. En nuestro pueblo no había entusiasmo por la selección”.
Pero la efervescencia ya llegó a su fin, sin que se percibieran mejoras. “¿Si algo cambió para bien después de todo? No, ni a palos. Hasta te diría que empeoró. Ahora se instalaron cámaras que se fijan si tenés el hiyab en tu propio auto. Y si no lo tenés, te paran y te lo dan vuelta al auto. En Irán, matar a alguien tiene un costo, ¿no? ¡Pero no llevar el hiyab tiene un costo apenas menor! Es ilógico”. Estos tiempos últimos han generado una cierta decepción en la gente que se lanzó a las calles reclamando libertades para las mujeres. “Se habían ilusionado mucho con toda la repercusión que hubo en el extranjero. Algunos hasta pensaron que el régimen podía llegar a su fin. Pero vino la represión y no pasó más nada. Yo trato de no (decepcionarme), pero al ver que no hubo avances… quedás un poco, sí”.
Días atrás, Kiana anunció en Instagram, uno de sus canales, que daba de baja todas sus cuentas en redes (Ig: _stellarvore_; Tw:@kianamalek2) por unos días. “Honestamente, fue algo temporal, por una semana. No es fácil ver todo lo que veo”, desliza. “Me pone muy sensible ver todo lo que me llega de Irán, muertes de adultos, de niños. Terminé llorando, estos días no lo pude manejar”. Cumplió. Ahora ya está de vuelta subiendo contenidos, entre cosas habituales de jóvenes de su edad denuncia lo que pasa en su país.
Su familia está al tanto de lo que ella hace en las redes. “Mi padre está orgulloso”, dice y sonríe de nuevo. “Él estuvo de acuerdo con la Revolución y siente que cometió un error. Y ahora ve cómo hay gente que está queriendo cambiar al país de nuevo”. Quién dijo que todo está perdido.