En noviembre de 1998, un político conservador francés de tercer orden llamado Florent Longuepée tuvo sus 15 minutos de fama. ¿El motivo? Hizo pública una misiva que le enviara al primer ministro británico, Tony Blair, que en ese momento estaba en su cúspide de popularidad. La carta incluía una solicitud, una molestia, una queja, un pedido insólito: el ferrocarril Eurostar, el que cruzaba bajo el canal de la Mancha, el que comunicaba a la capital del Reino Unido con París y, con ella, al resto de Europa, la puerta que la imperial Londres le ofrecía al continente, era su majestuosa Estación Waterloo, lo que le resultaba molesto. Claro, hay poca cosa que le caiga menos simpática a un francés patriota que el recuerdo de la debacle de Napoleón.
“Usted entenderá, estoy seguro, el desagrado que los franceses han de sentir llegando a la Estación Waterloo luego de haber cruzado el túnel del canal de la Mancha, el cual es un símbolo de la coordinación y cooperación entre nuestras dos naciones”, escribió este concejal parisino en una carta abierta, lo que lo convirtió en el hazmerreír de los ingleses, siempre proclives a burlarse de los franceses. “Siendo este un tiempo de integración europea, me parece oportuno que Inglaterra le dé otro nombre a esa estación”.
La Estación Waterloo, que el 11 de julio cumplió 175 años, todo un acontecimiento, fue inaugurada apenas 33 años después de que el duque de Wellington venciera categóricamente al emperador francés en el suelo belga que lleva ese nombre. No solo era la puerta de entrada desde Europa, ya que recibió al Eurostar entre 1994 y 2007; también es la mayor estación ferroviaria del Reino Unido en superficie y en número de andenes (24), así como la de mayor circulación, con 41,4 millones de pasajeros partiendo y arribando por año, según la última medición (en tiempos prepandémicos se llegaba casi a los cien millones).
Y eso que en sus inicios, apenas llamada Puente de Waterloo, no había sido pensada para ser un eje de tal importancia; de hecho, apenas tenía 14 servicios diarios, entre llegadas y salidas, en sus primeros tiempos.
Volviendo a la misiva de Longuepée, con la que los medios ingleses se hicieron un pícnic, el político llegó al extremo de deslizar que si Londres no aceptaba su gentil recomendación, su gobierno podría cambiar el nombre de la terminal parisina del Eurostar, Gare du Nord, por el de Gare de Fontenoy, en homenaje a una batalla de 1745, también acontecida sobre suelo belga, en que los franceses les propinaron una dura derrota a los hijos de “la Pérfida Albion”. Ese argumento rompió el infantilómetro.
Foto: Nicolas Economou, AFP Por supuesto, la idea fue desestimada. En su momento, The New York Times indicó que un vocero del gobierno británico dijo que no había respuesta porque “la carta llegó hace un día” y “había que traducirla”, siendo que ya todo el mundo sabía de su contenido (era abierta, vale recordar) y que Blair manejaba muy bien el francés. Ninguna autoridad francesa, por su parte, se hizo eco de semejante disparate.
La Estación Waterloo, con su nombre recordando la victoria ante las tropas napoleónicas y su arco de ingreso rememorando el éxito británico en la Primera Guerra Mundial, luego de su reconstrucción culminada en 1922, siguió recibiendo al Eurostar durante nueve años más, cuando fue sustituida en esa función por su par de San Pancracio.
Foto: Mattes Rene, AFP Inicio y reinicio. Cuando terminaba la primera mitad de la década de 1840, la London and South Western Railway (L&SWR) precisaba una nueva parada para su tráfico de cercanías en el centro de la metrópolis y de paso alivianar a la estación Nine Elms. Así, como un mojón más, se inauguró en 1848 la estación Puente de Waterloo, con cuatro andenes. Hubo que confiscar y demoler 700 viviendas para ello. Recién en 1882 sería Waterloo a secas.
Por la fuerza de los hechos, Waterloo fue transformándose en terminal. El aumento en la afluencia de pasajeros trajo más plataformas (16 con el nuevo siglo) y extensiones, que no solo conectaban con los distritos cercanos, sino que alcanzaban distancias más lejanas. Las crónicas históricas hablan de un crecimiento irregular, casi como si fuera un Frankenstein, con anexos pobremente marcados e incluso duplicados, lo que le aparejó más críticas que respetos. Varios folletines y números de music hall se basaron en lo difícil de saber qué tren salía por qué vía, hacia dónde y por dónde llegaban exactamente los convoys.
Foto: Pierre Verdy, AFP La gran reconstrucción, la que llevó a la Estación Waterloo a ser lo que ha sido hasta hoy, comenzó con el cambio de siglo. En 1898 se inauguró una línea subterránea y al año siguiente se aprobó una ampliación en más de dos hectáreas y media que significó la demolición de varias viviendas cercanas, con el consiguiente realojo de sus casi dos mil habitantes. Como si no pudiera sacarse el sino de Frankenstein, la estación fue inaugurada por etapas. El inicio de la Primera Guerra Mundial (por entonces la Gran Guerra) marcó su etapa heroica: la terminal fue un importante puerto de partida para militares de infantería y también de la Royal Army, gracias a su conexión con Southampton. Las reseñas históricas también destacan su función como punto de partida y llegada de vagones ambulancia y de correo. Como daños, solo sufrió la explosión en una de sus líneas; nada si se compara los daños sufridos por todo Londres en la Segunda Guerra Mundial por los bombardeos nazis. Sí murieron en la contienda 585 de sus empleados.
Por ello, no fue casualidad que en su gran reinauguración hace 101 años, el 21 de marzo de 1922, ya con 21 andenes, tuviera al Arco de la Victoria como principal entrada para peatones, con estatuas de las diosas romanas Pax y Bellona flanqueando el ingreso. Esa entrada aún hoy es uno de los atractivos turísticos de Londres.
El aumento en la afluencia de pasajeros trajo más plataformas y extensiones a la Estación de Waterloo, que la fueron convirtiendo en una especie de Frankenstein, según crónicas históricas. El 9 de julio de 1967, cuando ya se vivía el reinado de The Beatles e Inglaterra era campeona mundial de fútbol, de Waterloo partía el último tren a vapor rumbo a Bournemouth. Ya era una terminal privada y electrificada. El último gran hito ocurrió con los trenes internacionales, que comenzaron a operar el 6 de mayo de 1994, poco después de culminado el túnel del canal de la Mancha. A la inauguración asistieron la reina Elizabeth II y el presidente francés François Mitterrand, un estadista al que la denominación de la terminal no le movía un pelo. Otra curiosidad histórica: así como no estaba previsto en un principio que Waterloo fuera una terminal sino una estación más, tampoco se pensó en ella como primera opción para los trenes continentales; sin embargo, era la que estaba en mejores condiciones para albergarlos con una mínima remodelación, al menos de manera provisoria. Claro que la situación terminó durando trece años.
Ícono cultural. La influencia de la Estación Waterloo en la cultura popular es casi tan notoria como su atractivo turístico. Los jóvenes londinenses suelen escoger como punto de encuentro para una cita el área debajo de su reloj. Es un aparato colgante de cuatro caras de 1,68 metros de diámetro, que gobierna el hall principal desde la gran reconstrucción. La comedia de la BBC Only Fools And Horses, la película Man Up y la canción Waterloo Sunset, de la banda The Kinks, han tomando buena cuenta de esa romántica característica.
El príncipe William, durante la inauguración del Monumento Nacional Windrush en la estación de Waterloo, en junio de 2022. Foto: John Sibley, AFP El vínculo con el mundo audiovisual también fue físico. Desde 1934 y por 36 años funcionó un cine próximo al primer andén. La última exhibición fue una película de Alfred Hitchcock.
La novela Tres hombres en un bote (Three Men In A Boat), escrita por Jerome K. Jerome en 1889, pretendía ser un relato de viajes humorístico por Gran Bretaña. El capítulo dedicado a la Estación Waterloo refiere a las dificultades que había por entonces al encontrar el tren correcto, tal la confusión generada por el crecimiento irregular de la terminal.
Una azafata da indicaciones a un pasajero antes de partir de la estación de Waterloo hacia París a través del túnel del canal de la Mancha, en 1994. Foto: Gerry Penny, AFP
Algunas asistentes a la carrera de Ascot, con sus clásicos sombreros, reunidas en el vestíbulo de la estación de Waterloo en junio de 2006. Foto: John D. McHugh, AFP En música, además de la ya citada canción de The Kinks, hay un rumor de que Ticket To Ride, uno de los grandes éxitos de The Beatles de 1965, también habla de una chica que se tomó el tren en esa estación. En 1992, la banda británica de heavy metal Iron Maiden tocó en Montevideo en la Estación Artigas; dos de sus integrantes, el bajista Steve Harris y el cantante Bruce Dickinson, quedaron muy impresionados por el lugar, de notoria influencia inglesa; se dice, pero tampoco pasa de una suposición, que se refirieron a ella como una Waterloo chica.
La reina Elizabeth II llega a la estación de Waterloo, en julio de 2007, para abordar un tren Eurostar a Bruselas para una visita oficial a Bélgica. Foto: Chris Young, AFP El ferrocarril en Gran Bretaña ha ambientado grandes historias, ficticias y reales. Entre estas últimas, pocas más famosas que el asalto al tren postal entre Glasgow y Londres, ocurrido el 8 de agosto de 1963 a 65 kilómetros de su destino en la capital inglesa. El botín fue estimado en 2,6 millones de libras (unas 40 millones hoy), de las cuales la mayoría no fue recuperada. Fue llamado “el robo del siglo”. Uno de los integrantes de la banda que planificó y actuó en ese delito, Buster Edwards, huyó a México primero, negoció con las autoridades su regreso después y pasó nueve años en prisión. Cuando salió, en 1975, puso un puesto de flores en la Estación Waterloo; fue un final tan irónico como acertado.