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    “La única certeza de la verdad es que es una mentira”

    Con 15 versiones de sus textos interpretados en este momento en tres continentes, el dramaturgo uruguayo radicado en París Sergio Blanco es una de las voces del teatro nacional más relevantes dentro y fuera del fronteras; el jueves 10 estrena en Montevideo El bramido de Düsseldorf, que sigue trabajando la autoficción como género teatral

    Hoy jueves, al igual que ayer, antes de ayer y el día anterior, Sergio Blanco amaneció a las cinco de la mañana. Tomó, como es habitual, un café con leche soluble y un comprimido con vitaminas y se dispuso durante dos horas a trabajar en el abanico de proyectos que forman parte de su vida como dramaturgo, director, investigador y docente.

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    Blanco es extremadamente ordenado. Se nota en sus rutinas diarias, con jornadas compartimentadas según las tareas. Así, por ejemplo, 30 minutos están destinados a responder mails y mensajes que le llegan a sus redes sociales. El orden también se ve en su manera de disponer el material de trabajo en los ensayos. No hay nada fuera del lugar que él decidió otorgarle. El texto de la pieza a estrenarse, la computadora, los tres resaltadores (fucsia, amarillo, verde), el iPhone; todo dispuesto casi geométricamente. A Blanco  le gusta decir que tiene una disciplina augusta, por Augusto, su emperador favorito desde niño. “Es una disciplina que se mezcla con el rigor jesuita que se combina con la meticulosidad de lo francés”, agrega.

    Blanco —45 años, radicado en París desde hace más de dos décadas, mochila siempre en las espaldas, camperas y zapatillas de colores fuertes— llegó a Montevideo hace dos meses para estrenar su obra más reciente, El bramido de Düsseldorf.

     

    Es un viernes de julio a la una de la tarde. Uno de esos días de invierno que repentinamente pasan a ser de primavera. En una sala de Agadu, en la calle Canelones, se oyen aplausos. El aire acondicionado está prendido, hace más calor que a la intemperie. Blanco dice: “Fue una pasada preciosa”. El día número 40 de ensayo acaba de terminar. Los actores Gustavo Saffores, Soledad Frugone y Walter Rey y el asistente de dirección Juan Martín Scabino juntan sus cosas. La interacción seguirá en su versión virtual a través de los dos grupos de WhastApp que tiene el equipo de la obra. Blanco continuará con sus horarios rigurosos hasta la noche. A las nueve, máximo a las 10, ya estará durmiendo, no sin antes haber leído durante una hora el último libro de la trilogía Vernon Subutex, de la francesa Virginie Despentes, que acaba de editarse en París.

     

    ¿Cómo vive los días de ensayos?

    Con mucha intensidad. Trato de estar disponible para lo que es una fase de creación colectiva. El mecanismo es muy distinto a cuando estoy escribiendo. Ahí es un trabajo que hago solo. Acá son 15 personas con creatividades, temperamentos, propuestas distintas y la búsqueda es que todos puedan encontrar su lugar y algo para decir. Es un momento de mucha intensidad, concentración y felicidad. El proceso de ensayo nunca me genera angustia ni estrés, siempre es de encuentro extraordinario.

    Saffores y Blanco trabajaron juntos en Tebas Land. Un día, sobre fines de 2012, Blanco le escribió por Messenger que quería que trabajara en su nueva puesta en escena. No le adelantó mucho, pues el texto tenía complejidades. El 2 de agosto de 2013, Tebas Land se estrenó en la Zavala Muniz del Teatro Solís. Hacía más de diez años que Blanco no dirigía en Uruguay. Su creación se convirtió en la pieza más relevante de su carrera. Cuatro años después de Tebas Land, Saffores y Blanco vuelven a encontrarse.

    —Sergio tiene la capacidad de estar ensayando y montando la obra sin que te des cuenta. En un momento, cuando entran todos los rubros técnicos, ya está puesta la obra. Él se toma una hora y media antes de empezar el ensayo para hablar de cualquier cosa y ahí ya está comenzando el trabajo. A él no le importa el detalle del texto, de la letra, lo que quiere es que fluya y que los actores se vinculen todo el tiempo. Con eso le alcanza. Muchos piensan que es muy riguroso porque es muy preciso, pero lo que necesita es generar el mejor ambiente de trabajo posible—dice Saffores.

    De Blanco no debería ser necesario explicar mucho más. Bastaría con decir que en este momento en 3 continentes (América Latina, América del Norte, Asia y Europa) y 15 países, una de sus obras en cartel. Se representan en español, francés, portugués, italiano e inglés, los cinco idiomas que habla. Aunque dice que se emociona cuando ve una de sus piezas en lenguas que no entiende, como el noruego. Al dramaturgo le gusta no entender. No es casualidad que su mito favorito (sí, siempre los mitos) de la Biblia sea el de la torre de Babel. Tampoco es eventual que haya elegido vivir en el barrio parisino La Goutte d’Or, donde, cuenta, en un kilómetro cuadrado se pueden escuchar más de 80 dialectos.

    Su carrera —destacada internacionalmente— tiene mucho que ver con París. Pero la historia empezó cuando tenía 18 años y decidió hacer una puesta de Ricardo III en el castillito del Parque Rodó. Después trabajó junto al director brasilero Aderbal Freire-Filho, mientras estaba en Uruguay; como asistente de cátedra de Nelly Goitiño en la Escuela Municipal de Arte Dramático. Hasta que ganó el Premio Florencio Revelación en 1993 y obtuvo una beca para la escuela de la Comédie-Française en París. Sus piezas. 45’ y Kiev forman parte del repertorio de la Comedia Nacional, con la que volverá a trabajar en 2018. Entre sus creaciones más destacadas están Ostia (que interpreta junto a su hermana, la actriz Roxana Blanco), La ira de Narciso y Tebas Land, en la que trabaja con la autoficción como género teatral.

    Blanco, además, forma parte, junto a Gabriel Calderón, de la compañía uruguaya de artes escénicas Complot. Trabajaron juntos en La ira de Narciso, con dirección de Blanco, y también en Kassandra, dirigido por Calderón con texto del dramaturgo. “Sergio elevó la vara de la calidad, la teatralidad y la erudición en nuestra dramaturgia”, dice Calderón. “No solo se reinventó totalmente con la autoficción, usando y concentrando lo mejor de su dramaturgia anterior, sino que nos exige como espectadores una mirada fina y quirúrgica sobre nuestra realidad, volviéndonos universales al atravesarnos con los mitos y las tradiciones de las que somos portantes. Es el último erudito nacional, es una máquina creativa, es sumamente teatral, es generoso con su saber”.

    En la autoficción hay un coqueteo entre lo que es y no es verdad, entre cuándo es usted dramaturgo y cuándo no. ¿Cómo definiría su noción de lo verdadero?   

    La única certeza de la verdad es que es una mentira. En términos más técnicos, la autoficción es este coqueteo entre relatos verídicos y ficticios. No hay un pacto. No tengo un acuerdo de verdad como sí debo tener en la autobiografía, pero yo sí pacto que te voy a mentir. Esto toca los fundamentos básicos del arte y de la representación artística. El arte siempre se preguntó cuál es la frontera entre lo verdadero y lo falso. Desde Sócrates, el arte nunca dejó de reflexionar sobre eso. ¿Pero qué es el arte? Antropológicamente, es un espacio en un mundo real donde se proponen mentiras, ficciones, reproducciones de la realidad. La autoficción fascina por eso, porque está tocando la médula de lo que es el procedimiento artístico. Me siento muy cómodo en ese dispositivo de mentir la verdad.

    En sus puestas en escena siempre hay una fuerte presencia de las artes plásticas y de la cultura popular. En el afiche de El bramido de Düsseldorf eso es notorio.

    Me gusta mucho buscar en la contemporaneidad y en los mitos pop esas formas de belleza. Me gusta mostrar cómo se juntan. En Tebas podía ir Mozart con Nike, Adidas, RayBan y Zidane. Todo puede convivir porque me interesa el mito como relato. Lo que supuestamente es tan distinto y tan ajeno, no lo es tanto. Por eso este afiche tiene mucho de (Gustave) Courbet y El origen del mundo pero también están los abdominales de Cristiano Ronaldo.

    ¿De qué manera esa imagen funciona como puerta de entrada a la obra?

    Sintetiza muchas cosas de la obra. Allí hay una estética gay de toda una época, está la noción de la belleza, del dolor, de la pornografía. Sobre todo es una gráfica que activa cierto deseo. Este texto plantea que, pese al horror, pese a la violencia, puede haber belleza.Hay una presencia de algunos temas universales, entonces.

    Siempre cuento la anécdota de Medina Vidal, que fue profesor mío en Humanidades. Él decía: “Muchachos, no busquen más temas. El arte siempre habló de dos cosas: ‘Estoy enamorado’ y ‘tengo miedo de morirme’”. Entonces sí, esta es una obra que habla esencialmente de la muerte, que es la muerte del padre de este personaje en Düsseldorf. Y no sabemos por qué el personaje de Sergio Blanco está allí. Si es por una exposición de Peter Kürten, que fue un asesino en serie alemán. Si es porque está escribiendo guiones para una productora pornográfica. O si es porque está en su camino de conversión al judaísmo y llega hasta allí para ir a la sinagoga par circuncidarse. Allí se activan tres temas: la violencia, el erotismo y la sexualidad, y Dios. También la muerte; entonces la obra está entre esos cuatro puntos cardinales y los recorre durante una hora y media.

    En Tebas Land, el personaje de Sergio Blanco es interpretado por Gustavo Saffores; en La Ira de Narciso, por Gabriel Calderón, y ahora regresa al primer actor. ¿Por qué tomó esa decisión?

    Necesitaba encarnar ese personaje en ese cuerpo, en esa voz. Es como cuando tenés un vínculo con alguien y querés volver a verlo. Quería volver a estar dos meses, todas las mañanas, trabajando con Saffores. Él es un creador maravilloso, una persona fascinante. Él toma las palabras que le das y produce una alquimia que pocas veces vi en alguien.

    Tebas Land se interpretó en muchos países y siempre con críticas maravillosas y premios, como el del Off West End de Londres. ¿Cómo explica lo que sucede con esa pieza?

    Lo que pasa con Tebas tiene que ver con tres cosas. En primer lugar es una obra que cuenta la historia de un encuentro y siempre es muy gratificante en un mundo de desencuentros, fracturas y muros que se levantan, que se paute el encuentro de dos mundos muy distintos. Y reivindica de una forma muy tierna y simple que el otro es fundamental en la construcción de la persona y que cuanto más distinto es ese otro, cuanto más me separo de ese otro y más grande el abismo intelectual, económico, cultural, religioso, más rico es el encuentro.

    También cuenta la construcción de una obra de teatro con este sistema en donde el actor va contando cómo la va escribiendo. Y eso pone al espectador en dos lugares. En el de voyeurista, de estar viendo lo que no se ve. Pero también en un lugar activo en el que tiene que participar en la construcción de lo que está viendo. No considero que el espectador es un agente pasivo que se sienta a mirar, sino que es alguien que está trabajando en la construcción del espectáculo. Es tan importante como el escenógrafo, el actor, el dramaturgo. El espectador es un eje esencial, por eso los hombres y las mujeres de teatro tenemos que entender durante la escritura misma que el espectador está allí y que va a construir con nosotros. En ese sentido le debemos respeto. Y, por último, es una obra que es una maquinita de jugar donde los actores pueden lucirse mucho. Eso hace que esté pasando esto con Tebas y que funcione. Ahora se traduce al japonés. Pienso que es extraño, pero después entiendo que toca principios universales.   

    ¿Todo este movimiento se genera a partir de la publicación de la obra?

    La publicación es un momento muy importante para un dramaturgo. Los dramaturgos tenemos ese status híbrido, porque somos hombres de letras, el teatro se lee y se publica, está en una biblioteca; pero al mismo tiempo la obra no está concluida porque siempre está en otro lugar. Lo que favorece el recorrido de Tebas es que los tres primeros años giró mucho en festivales de Latinoamérica y Europa. Mis representantes me dijeron que no diera los derechos durante esos primeros años, y fue inteligente porque así giró mucho. Cuando habilité los derechos me la empezaron a pedir. Alemania fue el primer lugar.

    ¿Cómo toma la decisión de cuándo dar los derechos?

    Siempre la tomo en base a un encuentro que tengo con el director o la directora y mi único medidor es el grado de pasión que tiene con el texto.

    ¿Se junta con cada uno de los directores?

    En lo posible. Y si no es posible lo hacemos por Skype o por escrito. Siempre la pregunta es “¿qué tenés ganas de decir tú con este texto?” No me importa qué se va a hacer, qué se va a respetar, si se va a cortar. La palabra en el teatro es un resorte que empuja para que suceda la acción. A veces yo veía que Saffores y Bruno (Pereyra) lo hacían y ahí yo decía: “Sacá ese texto, ya está, con ese gesto alcanza”. Y en esa hora y media me doy cuenta de en qué medida esa persona se enamoró del texto y en qué medida yo me enamoro de esa persona. Si se da ese mecanismo, lo habilito. Hace diez o quince años que lo hago así. A veces no se da.

    Los productores miran otras cosas. Si es oficial, off, de bajo presupuesto, amateur, profesional; yo eso no lo miro tanto, no me interesa. Trato de ver el grado de pasión más que con la lectura racional.

    Integra varias cátedras en Europa y en la región. ¿Qué tan importante es ser parte de la Academia?

    Es una razón puramente egoísta. Lo que sucede con la academia es que piensa el mundo, y los artistas lo creamos. Son mundos casi que enemigos. Por eso siempre me opongo a que las artes estén dentro de las academias. Tienen que estar en escuelas, talleres; el mundo de los artistas es otro. Me gustan esas dos zonas. Pasar de una a la otra. No es nada altruista para dar y devolver. Cuando estoy en un seminario, o con mis equipos de investigación que dirijo en Madrid y en París, lo que hago es soñar en voz alta mi investigación y necesito que haya otros en ese sueño. No adhiero a eso de que el maestro sabe y el alumno no. No es demagogia, ni falsa humildad, de hecho, no soy una persona en lo más mínimo humilde. Soy soberbio y arrogante. A la Academia voy a vampirizar.

    Cuando regresa a Uruguay es habitual que vuelva a poner en escena una única vez Ostia, que interpreta junto a su hermana Roxana. ¿No se queda con ganas de más?

    No tengo un mecanismo de exceso. Para mí las cosas que son preciadas, preciosas y perfectas me gusta dosificarlas. Ahí está la belleza. Sería incapaz de comerme más de cuatro cerezas o medio melón, que son dos de mis frutas preferidas. Prefiero que sea concentrado y poquito. Me pasa con Saffores, con Roxana, con la isla de Sifnos en el Mediterráneo, con los Coquelicots de Monet, con acariciar un ciervo. La forma de eternizarlas es con la brevedad. Para mí, la brevedad es un instante de eternidad. 

    El bramido de Düsseldorf en la Sala Zavala Muniz del Teatro Solís (Buenos Aires s/n, tel. 1950 3323). Estreno jueves 10 a las 21 horas. Funciones martes, miércoles y jueves de agosto a las 21 horas. Entradas a 500 pesos, en venta en Tickantel y boletería del teatro.