N° 1979 - 26 de Julio al 01 de Agosto de 2018
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáUn amigo dice que la entrada y el plato principal son solo la excusa para llegar al postre. Y agrega que un postre sin chocolate no es un postre. Cuando compra helado o masitas es casi seguro que el color marrón será el dominante y no hay que sorprenderse si, al abrir el pote o desenvolver el paquete, uno se encuentra con una desproporcionada cantidad de variedades achocolatadas en detrimento de las frutales o de crema. Por si esto no fuera suficiente, mi amigo desconfía de cualquier persona a la que el chocolate no le guste o le sea indiferente. Dice que hay allí una anomalía inexplicable que puede ser indicio de patologías mayores. Y que habría que estudiar esos casos y hasta hacer estadísticas. Nos reímos al escucharlo y lo llamamos exagerado, pero él habla en serio.
La verdad es que no sé de qué me sorprendo. El chocolate es para mí uno de los placeres de la vida. Lo consumo con felicidad y sin el menor remordimiento. Nunca en grandes cantidades. Prefiero el disfrute moderado y lento que no satura ni aburre. De tanto probar aquí y allá, he desarrollado una suerte de sensibilidad catadora bastante afinada. Si mi memoria gustativa no me falla, me atrevo a decir que mi preferido es el belga. Aunque, por supuesto, el suizo y el inglés merecen mis respetos.
En casa siempre ha habido chocolate y nunca por demasiado tiempo. Cuando mis hijas eran chicas, nos lo disputábamos a la par, sin consideración de edad ni jerarquías. Yo era una niña más y ellas se divertían al verme pelear por el último cuadradito de una tableta. Cultivábamos la solidaridad lógica de las personas que se quieren, pero el chocolate nos volvía seres bastante egoístas y llegábamos a esconderlo en lugares imposibles. Más de una vez encontramos un bombón derretido entre la ropa interior o en el cajón de las herramientas.
“Con el chocolate no se juega”, nos gustaba decir y todavía lo repetimos como una de esas marcas de identidad que unen para siempre a los integrantes de una familia. Eso significaba que quien lo encontraba tenía derecho a comérselo sin miramientos. Al diablo la generosidad y los buenos modales. El chocolate era, para nosotros, algo así como el límite entre la civilización y la barbarie. Los almuerzos domingueros todavía ponen de manifiesto esta singular dicotomía, para espanto de mi madre, que se pregunta en voz alta de dónde habremos salido tan maleducadas, aunque creo que en el fondo se divierte cuando nos ve transformadas ante una caja de bombones.
Todo esto me recuerda una anécdota que mi abuela contaba de sus tempranos días en el campo, allá a comienzos de los veinte. El chocolate era un artículo de lujo, por entonces, y si bien en la casa nada faltaba, era una excentricidad de la capital, una rareza. Tendría unos cuatro o cinco años cuando lo probó por vez primera. Lo había llevado una ocasional visita a modo de cortesía. A mi abuela le tocó un pedacito que demoró en la boca cuanto pudo y luego buscó prolongar en el goce siempre insuficiente del recuerdo. Vencida la vergüenza, se atrevió a pedir más. Como era de esperar, se ganó un rezongo de antología y la mandaron en penitencia, pero entonces intercedió la falsa piedad de la visita. Quizá para sacarse de encima a la criatura pedigüeña o de puro perversa, le dijo que no se preocupara porque el chocolate crecía bajo la tierra.
Mi abuela contaba que apenas le dieron los piecitos para llegar a la huerta y que se pasó buena parte de la tarde arañando la tierra. Antes de marcharse, la visita fue a despedirse y le preguntó entre risas qué estaba haciendo. No sé si mi abuela llegó a darle una respuesta o si sus palabras quedaron ahogadas por las carcajadas de los adultos que encontraron de lo más gracioso el hecho. La niña que fue mi abuela tenía las uñas destrozadas y la dignidad demolida. Siete décadas más tarde aún era visible el dolor cuando recordaba.
Alguna vez narré esta anécdota entreverada con los hechos ficticios de una novela y recibí unos cuantos mensajes de lectores que tenían una particular relación con el chocolate. Casi todos se regodeaban en la descripción de las sensaciones y algunos lo hacían con la pasión de los enamorados. Pero, además, recibí otros mensajes de lectores que se habían sentido identificados con la pequeña tragedia de mi abuela y me contaban sus propias humillaciones domésticas, las burlas a las que algún amigo o pariente los había sometido, las vergüenzas disimuladas durante largo tiempo, la incomprensión ajena, el irritante consuelo de los lugares comunes ?lo que no te mata te fortalece, por ejemplo?, la desesperante soledad del que sufre en silencio.
Cada vez estoy más convencida de que los hechos que en su momento nos marcan son los que acaban por modular nuestro carácter y definir nuestra manera de enfrentar la vida. A veces son hechos que para otros pasan inadvertidos o ni siquiera tienen entidad suficiente como para merecer un lugar en el recuerdo. Pero para quien los experimenta, goza o padece pueden resultar una marca imborrable, el molde en el que vamos tomando forma, nos vamos construyendo.
Desde que empecé a pedir perdones, abandoné los reproches. Trato de entender en la misma medida en que necesito que me entiendan. Al final del balance, espero tener la sabiduría para aceptar que las personas hacemos lo que podemos. Estoy en paz con mi abuela. Y, ahora que lo escribo, se me ocurre que quizá sus traumas más profundos y la razón para algunos de sus comportamientos sin lógica aparente estuvieran en aquella tardecita cuando buscó y no encontró chocolate bajo la tierra.