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    Editorial

    N° 1943 - 09 al 15 de Noviembre de 2017

    Madres que se comen trocitos de la placenta después del parto de sus hijos. Madres que dan de mamar hasta que el niño tiene cuatro o cinco años. Parejas que duermen con su hijo sistemáticamente y como forma de vida, colechando.

    Maternidad extrema se titula la nota de Elena Risso que publicamos en este número. Algunos de esos actos pueden parecer demasiado alejados de la realidad de muchos de nuestros lectores. Aunque todos tenemos amigos o familiares que transitan esos caminos. Hay integrantes de mi familia política que han tenido sus hijos en casa. Es algo que creo nos lleva a ampliar nuestra tolerancia y nuestra flexibilidad ante otras realidades. A conocer, aprender y aceptar que hay muchos caminos.

    Lo que sí me parece preocupante son las pequeñas maternidades extremas en las que todas las madres caemos. Hoy, ser madre implica integrar por lo menos tres grupos de WhatsApp, ir a clases abiertas de gimnasia/natación/karate a las tres de la tarde, organizar cumpleaños hiperelaborados donde hasta la confección de la sorpresita insume un nivel desproporcionado de trabajo, tiempo y energía y —según el canon imperante hoy, lo que nos haría aún “mejores madres”— hecha por nosotras mismas. Ahora que también hay una obsesión con la salud, se espera que a los niños les mandemos merienda saludable y comida casera. Que la madre cocine caserito para la familia es algo que hoy está muy bien visto. Nuestras madres la tuvieron mucho más fácil. 

    Detesto la frase “todo tiempo pasado fue mejor”. No lo fue. Nunca lo es. En el pasado, para empezar, los padres nos pegaban. Coincido con un montón de aspectos sobre estas nuevas formas de maternidad, en la cual la idea es que la madre pierda la noción del tiempo y el espacio y se dedique a su bebé, y lo tenga en brazos y lo mime. Así fui yo y di pecho muchos meses a mis hijos.

    Pero creo que lo que dice la francesa Elisabeth Badinter es muy cierto: en esta nueva forma de maternidad, la que termina pagando el pato es la mujer. Vuelven los pañales de tela porque son más ecológicos. Ok. ¿Quién los lava? La mujer. ¿Quién cocina caserito? La mujer. Hay un gran esnobismo detrás de muchas de estas nuevas olas. Tal como están dadas las circunstancias hoy, es muy difícil para una mujer dar de mamar y trabajar fuera de su hogar. No ayudan las empresas, ni el Estado, ni nadie. Dice Badinter que, con aval de biólogos y neurocientíficos, hay un discurso retrógrado que viene disfrazado de argumento científico: “El apelar a todo lo natural glorifica un anticuado concepto del instinto maternal, aplaudiendo el masoquismo y el sacrificio”. Y esto es una amenaza a la igualdad sexual de la mujer. 

    Conozco una cantidad de mujeres profesionales capaces —se reciben más mujeres que hombres en Uruguay y estudian más años— que empiezan sus carreras con vigor, tienen un hijo, y cuando llega el segundo, dejan de trabajar. O una variante es que eligen áreas menos competitivas, que exigen menor carga horaria. ¿Quién puede tener una carrera vigorosa si hay 200 cosas de los niños en tu cabeza, muchas de ellas bastante inútiles?

    Hay cosas de las cuales se habla poco. El dinero sigue siendo tabú en nuestra sociedad. La mujer debe generar dinero, e incluso puede ser muy ambiciosa, aunque eso todavía, culturalmente, está mal visto. La mujer que no aporta al hogar pierde importancia. Por eso, las agta de las Filipinas salen a cazar aun estando embarazadas. Su estatus como cazadoras las empodera; hay que volcar al grupo familiar parte de lo que se come. Como dice la antropóloga Wednesday Martin: “Si no traés a casa tubérculos y raíces de sha, si no ganás plata, tu poder en el matrimonio disminuye. Y en el mundo. Punto”.

    No hay evidencia concluyente, pero algunos estudios indican que en las sociedades donde la mujer gana más plata, disminuyen la violencia y los crímenes sexuales contra ellas. Si ellas generan ingresos propios, decrece el machismo y todo lo horroroso que este trae. 

    A nuestras hijas digámosles que hay que ser buena madre y que es una de las experiencias más maravillosas que te pueden pasar. Pero hay que dar la batalla, y trabajar afuera de casa, y dormir poco, y estar siempre un poco angustiada porque de algo te debés estar olvidando. Esa cursilería de encontrar el equilibrio no da ni para comentarla. Las mujeres que trabajan fuera de su hogar saben que es duro. Pero, al menos por ahora, es la mejor opción.

    ?? Lea el editorial anterior