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    El bovarismo: un mal de nuestros días

    NOBLEZA OBLIGA

    El 9 de febrero de 1857, un tribunal francés absolvió a Gustave Flaubert de los cargos imputados por el fiscal Ernest Pinard a raíz de la publicación unos meses antes en “La Revue de Paris” de Madame Bovary, acaso la obra más importante del autor, cuya vigencia la convierte en un clásico. La acusación por “delitos de ultraje a la moral pública y religiosa y a las buenas costumbres” abarcaba también a Léon Laurent Pichat y a Auguste Alexis Pillet, editor e impresor, respectivamente. Desborda el espacio de esta columna narrar los pormenores de la sentencia, pero baste decir que es un derroche de conservadurismo similar al tremendo alegato del fiscal, que solo la inteligencia del abogado defensor logró capitalizar a favor de sus patrocinados.

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    A ciento sesenta años de la primera aparición del texto —no en formato libro, sino en entregas periódicas— la lectura de esta novela desafía los prejuicios éticos y estéticos actuales y ofrece —más allá de alguna densidad propia del estilo de época— una mirada lúcida sobre el mundo interior de los personajes. La traza fina con que el autor diseñó la bonhomía de Charles Bovary o el cinismo de Monsieur Homais es muestra de una observación rigurosa de los caracteres y de una excepcional maestría para trasladarlos a las bellas letras. Aquella obsesión de Flaubert por encontrar “le mot juste” no solo se aprecia en la musicalidad del original en francés, sino además en su pulso de orfebre para labrar con los recursos que ofrece la lengua una verdadera obra de arte.

    El despliegue de virtuosismo alcanza niveles de excelencia en la composición de Emma Bovary, uno de los personajes más complejos que ha dado la literatura. Me consta que muchos lectores sienten rechazo hacia esa mujer que no corresponde el amor de su marido, incumple los deberes de la maternidad, derrocha el presupuesto familiar y transita el adulterio sin remordimientos. Otros amplían su mirada y procuran no justificar, aunque sí entender sus motivos. Un tercer grupo, tan extremo como el primero, no vacila en declararse admirador de Emma.

    En el estupendo ensayo titulado La orgía perpetua, Mario Vargas Llosa confiesa que desde su primer encuentro con la novela supo que “hasta la muerte viviría enamorado de Emma Bovary”. El flechazo fue en 1959. En un conversatorio realizado tres años atrás, el Nobel peruano reafirmó este amor literario. A decir verdad, el sentimiento expresado por Vargas Llosa no parece una exageración, por cuanto, si el lector resiste la primera tentación del juicio rápido y se atreve a aventurarse en las propias debilidades, encontrará un personaje de honda raigambre humana en cuyas pasiones, miedos y egoísmos quizá pueda verse reflejado.

    Emma es una joven mujer que, nacida en un medio social chato y acicateada por sus lecturas, desarrolla el deseo de una vida distinta, basada en la fantasía y no en sus posibilidades. El estímulo que le proporcionan sus heroínas de ficción la hace perder contacto con la realidad y le crea la ilusión de una existencia glamorosa cuyos límites no es capaz de definir. De ahí que su ideal no sea claro y esté siempre un poco más lejos. La ilusión de Emma consiste en ser lo que no es. Cuando cree alcanzar algún aspecto de ese estado que ansía, el horizonte de sus expectativas se desplaza y le provoca una insatisfacción desesperante.

    Así, una vez logrado su primer objetivo —el matrimonio—, pronto deviene la decepción: su marido no es el médico brillante que ella esperaba, sino un hombre mediocre que se siente pleno con la familia que ha formado y con su modesto desempeño profesional. Luego —durante un baile— Emma conoce los placeres de la aristocracia y se cree con derecho a gozar de esas mieles. A partir de entonces buscará en otros el príncipe azul que su marido nunca será. Y comenzará a comprar ropa, muebles, adornos y objetos varios que se convertirán en un alivio pasajero a su hambre de lujo desproporcionada con los magros ingresos del hogar.

    Ese comportamiento de Emma dio nombre a una patología conocida como bovarismo. El bovarismo es un agujero negro, un deseo condenado al eterno incumplimiento y, por tanto, a la frustración. Es el querer ser a través del tener, una locura consumista, una carrera sin fin hacia la nada, porque apenas satisfecho ese deseo, surge uno nuevo, fortalecido, potenciado, alimento de otra ansiedad que conduce a un desasosiego permanente y aleja a quien lo padece de cualquier atisbo de felicidad.El final de Emma es trágico y se parece bastante a un castigo. Alguno podrá pensar que se hizo justicia. Otro creerá que la pecadora merecía una segunda oportunidad. En cualquier caso, todos nos sentiremos rozados por su dolor, desnudados por la exposición de sus miserias, interpelados por su humanidad descarnada que nos enfrenta a la nuestra. Y al cerrar el libro, lejos de poner una lápida sobre la tumba de Emma, se nos abrirá un abanico de preguntas que, en esta era de consumismo, soledad e insatisfacción se condensan en una: ¿somos tan distintos a ella?