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    El emperador y su milanesa

    N° 1957 - 15 al 21 de Febrero de 2018

    El niño tendrá unos siete años. Está en un restaurante junto a su familia —padre, madre y abuela—. Se niega a comer el menú infantil que la carta ofrece. El problema no es el tipo de comida, sino el tamaño. El niño dice que ya es grande y exige una porción como las de los adultos. La madre le explica que las milanesas de los adultos son iguales a las milanesas de los niños, pero demasiado abundantes para él. El niño insiste. La madre encuentra una solución maravillosa. Segura de cuán ingeniosa está siendo, anuncia que, en lugar de la pasta que había elegido, va a pedir una milanesa con papas fritas. De ese modo, si el niño se queda con hambre, podrá comer del plato de ella.

    ¡No, no y no! La consigna parece ser “milanesa grande o muerte” y el niño se aferra a ella convencido de que la victoria es el premio a los resistentes. Levanta la voz y se pone colorado. Los padres intentan calmarlo con palabras suaves. La abuela le extiende un trocito de pan que el niño rechaza. La batalla lleva un par de minutos eternos. El mozo espera junto a la mesa y ensaya una sonrisa comprensiva, aunque ya empieza a desear con fastidio que alguien le calce los puntos al malcriado ese.  

    La abuela siente vergüenza ante el mozo e intercede. Le explica al niño que cuando ella era chica no había menú infantil, que era un lujo comer en restaurantes, que hay niños que pasan hambre, que con la comida no se juega... El padre —el hijo de la abuela— se harta de escuchar los mismos lugares comunes de su infancia y la hace callar con un gesto de contrariedad. La abuela se repliega. 

    El niño se ha cruzado de brazos y patea algo que resulta ser la pierna de la abuela. Luego toma el tenedor e inicia una fabulosa obra de arte sobre la madera rústica de la mesa. El mozo mira los surcos paralelos y se pregunta si nadie más se da cuenta. A esa altura, la abuela ha pasado a retiro temporal y se llama a silencio. El padre y la madre discuten sus estrategias. 

    El mozo intenta adivinar quién manda en esa familia, pero los rangos parecen ser intercambiables conforme la discusión avanza. El padre ha elegido un atajo y está a punto de imponerse. Prefiere complacer al hijo con tal de terminar de una vez con la escena. La madre se mantiene firme. Se inicia una escaramuza de la que el mozo no quiere ser parte. Dice que vuelve enseguida y se aleja. 

    La discusión comienza con precisiones acerca del tamaño de la milanesa y deriva hacia un peligroso campo minado. El padre habla del horario de un partido de fútbol y del excesivo control que la madre pretende ejercer sobre todos. La madre cita frases extraídas de un libro que enseña a criar hijos saludables en cuerpo y mente. El padre resopla. Ella le recuerda que, si fuera más seguido a las reuniones del colegio, habría escuchado a una educadora que les dio pautas para evitar esos berrinches. Él le dice que no va a las reuniones porque no puede y agrega que alguien tiene que trabajar en esa casa. Ella retruca que también trabaja. Él dispara un “sí, claro” cargado de sorna. 

    La abuela intenta distraer al niño y le dice que va a contarle un cuento. El niño la mira con asco y le pide el celular. La abuela se decepciona un poco y se lo da. Asombrada, ve que el niño conoce la clave de seguridad y desbloquea el celular con la mayor frescura. El niño se pierde en las imágenes, indiferente a la batalla que se libra a su lado. La batalla de la milanesa. 

    La verdad es que no tiene apetito. Si le vienen ganas, sabe que comerá más tarde, lo que sea y a cualquier hora. En el fondo no entiende por qué discuten tanto por una milanesa. La comida es lo de menos. Ni qué hablar del aburrimiento de los encuentros familiares. A quién le importa eso. Conforme vaya creciendo comprenderá que nadie quiere estar allí y se preguntará a santo de qué habrán hecho, domingo a domingo, tanto esfuerzo. 

    El mozo regresa. Los adultos pactan una tregua y miden sus fuerzas. El niño continúa absorto en la pantalla. El padre toma la decisión y pide para todos un brasero completo, ensalada y bebidas. Entonces el niño parece resurgir de un largo aturdimiento y reclama su milanesa “igual a la de los grandes”. El padre le dice que habrá asado y pollo y… El niño exige la milanesa. El padre consulta el reloj, aprieta los labios y consiente. Está bien, que le traigan la milanesa y terminemos con el maldito almuerzo. La madre pone cara de asesina y dice que no va a comer. El padre busca una ventana y mira hacia la calle, con el anhelo de los presos. La abuela se angustia. 

    El almuerzo transcurre sin palabras ni postre. Cada tanto, un sonidito avisa que alguien ha recibido un mensaje en su celular y, por un instante, el mundo exterior irrumpe en el pequeño escenario bélico. Ni aun cuando el celular de la abuela suena, el pequeño emperador lo devuelve. Nadie le dice que debe devolverlo. Ha ganado la batalla de la milanesa y continuará ejerciendo su tiranía. Seguro de ser el centro del mundo, se sentirá con derecho a pedir lo que sea y no sabrá cómo manejar la frustración cuando no lo tenga. Demandará la atención que, según le han enseñado, merece. No tendrá culpa ni mostrará empatía. Se autojustificará siempre. 

    Mientras tanto, los padres harán lo que puedan. En algunos casos proyectarán en su hijo las propias frustraciones y gozarán viendo cómo crece disfrutando de lo que ellos no tuvieron. En otros casos, lavarán culpas y cederán a la manipulación emocional del pequeño emperador que sabe bien cuáles teclas apretar para obtener cuanto quiere. Algunos intentarán evitarle todo tipo de obstáculos, quitar las piedras del camino para que jamás tropiece. Otros —aunque ni siquiera lo admitan a su conciencia— se lamentarán de haber cedido al mandato cultural de tener hijos y, si pudieran, con gusto volverían atrás unos cuantos años para enmendar lo que ya no tiene remedio.

    Vista desde una mesa vecina, la batalla de la milanesa resulta indignante y de inmediato surge la crítica o la receta. Pero quienes tenemos hijos sabemos que no es sencilla la tarea. El juicio rápido es fácil cuando la milanesa es ajena.

    ?? El buey solo