En la naturaleza misma de un affaire está la búsqueda de un riesgo, de peligro, de transgresión, pero el disparador de esa búsqueda es variable. “Algunos affaires son actos de resistencia. Otros suceden cuando no ofrecemos resistencia. Una persona puede cruzar la frontera por un impulso, mientras otros están buscando emigrar. Algunas infidelidades son pequeñas rebeliones, encendidas por una sensación de tedio, un deseo de novedad, o la necesidad de saber que todavía se tiene el poder de atraer a otra persona. Otros develan un sentimiento nunca antes conocido: un tipo de amor sobrecogedor que no se puede ignorar”.
No siempre involucran sexo y en muchos casos no pasan de un sentimiento platónico. Suele estar presente una necesidad de sentirse deseados, especiales, de tener atención, de conectar nuevamente con alguien diferente, que los vea con otros ojos. Pero todos tienen sin falta un componente erótico —aunque no pase del pensamiento a la acción—, “que nos hace sentir vivos, renovados, recargados. Es más sobre la energía que sobre el acto, más sobre el embeleso que sobre la relación sexual”.
El matrimonio hoy. Aunque mantiene algunas de sus convenciones iniciales, el matrimonio no es lo que era. Lo que solía ser un arreglo pragmático que buscaba la seguridad económica, la estabilidad de sus miembros y la descendencia, en el que “el amor podía darse, pero ciertamente no era esencial”, y estaba enmarcado en un sistema en el que “la inequidad de género estaba legalmente instalada y codificada en el ADN cultural”, tuvo una paulatina evolución. Con el paso del tiempo pasó a ser “un compromiso de libre elección entre dos individuos, basado no en el deber y la obligación, sino en el amor y el afecto”. Sin embargo, todavía mantenía algunas de sus características estructurales: debía durar toda la vida y las mujeres eran dependientes de sus maridos (económica y legalmente). En ese entonces, el divorcio era la última de las opciones.Hoy, los futuros esposos tienen otras expectativas de su unión. Tal vez demasiado ambiciosas, según Perel; contradictorias en algún punto. “Queremos que nuestro elegido nos ofrezca estabilidad, seguridad y predecibilidad. (…) Y queremos que esa misma persona nos maraville y nos dé misterio, aventura. Nos dé confort y riesgo. Familiaridad y novedad. Continuidad y sorpresa. Los amantes de hoy buscan tener bajo el mismo techo deseos que siempre han vivido separados”. Hay tanta expectativa allí depositada que no sorprende que algunas de aquellas ilusiones se derrumben, y no tarden demasiado en hacerlo. Sobre todo en tiempos que no se caracterizan por la espera o la paciencia; en que la gratificación debe ser inmediata y total. “Ya no nos divorciamos porque somos infelices, sino porque podríamos ser más felices”, escribe Perel. Creemos merecer todo. Elegimos a la persona que consideramos ideal para nosotros y, al hacerlo, tememos estar perdiéndonos de algo. “Las restricciones de la monogamia pueden generar pánico. En un mundo de opciones interminables, luchamos con lo que los millennials llaman FOMO (Fear Of Missing Out) (Miedo a perderse algo). (…) La eterna búsqueda de algo mejor”.
Y entonces, lo que podría haber sido solo una tentación se vuelve una posibilidad real. Entra en escena la infidelidad, ya no para amenazar nuestra seguridad económica (como en la vieja concepción del matrimonio), para algo mucho peor: amenazar la seguridad emocional.
Ser infiel hoy. “Los idealistas del amor moderno, (…) cuando hemos encontrado a ‘la o el indicada/o’, creemos que no debería haber necesidad ni deseo ni atracción hacia nadie más”, escribe Perel. Por eso, la caída es estrepitosa cuando descubrimos que nuestra media naranja ha sido capaz de fijarse en otro/a y de pisotear la promesa aquella del amor eterno. “La monogamia es la vaca sagrada del ideal romántico, pues confirma que somos especiales. La infidelidad dice ‘No eres tan especial después de todo’. Destruye la gran ambición del amor”, escribe. Por eso asegura que la infidelidad moderna es, más que dolorosa, traumática.
La cifras de infidelidad tienen un margen de error muy amplio, porque ¿quién declararía abiertamente haber cometido adulterio solo para ser parte de una estadística? En Estados Unidos, habría entre 26 y 70% de mujeres infieles, y entre 33 y 75% de hombres infieles. Estos últimos se han mantenido dentro del mismo porcentaje, pero en las mujeres el número creció en el último tiempo.
Perel cita una línea de la novela de Jonathan Safran Foer Extremely Loud and Incredibly Close: “A veces puedo sentir mis huesos aplastarse por el peso de todas las vidas que no estoy viviendo”. Son esas vidas no vividas las que acechan cuando la existencia parece haberse vuelto monótona. “¿De qué otras historias podría haber sido parte? Los amoríos nos ofrecen una mirada a esas otras vidas, un acceso al desconocido en nuestro interior”, dice Perel. Y entonces surge la pregunta: “¿Qué pasaría si el affaire no tuviera nada que ver con el otro miembro de la pareja?”. Porque si pasa también en los matrimonios felices, como la autora sostiene, no puede verse únicamente como el síntoma de que algo no anda bien.
Según la investigación de Perel, muchos infieles buscan “sentirse vivos”; así es como algunos resumen su impulso. Quieren volver a sentir la electricidad al contacto con otro, quiere “poder, validación, confianza y libertad”. Y en el contacto con el otro encuentran también otro ingrediente adictivo: el “elixir del amor”, que muchas veces va ligado a un redespertar sexual.
Más que una forma de escapar, los affaires son una forma de autodescubrimiento, una “experiencia expansiva”. “No estamos buscando tanto otro amante sino una nueva versión de nosotros mismos”, explica Perel, que ha escuchado la confesión de cientos de infieles.
La chispa perdida. “Un matrimonio agrega cosas a tu vida y también te quita cosas. La constancia quita la alegría; la alegría mata la seguridad; la seguridad mata el deseo; el deseo mata la estabilidad; la estabilidad mata la lujuria. Recibes algo; concedes algo. Es algo de lo que puedes prescindir, o no. Y tal vez sea difícil saber antes del matrimonio de qué parte de ti mismo puedes desprenderte… y cuál es parte de tu espíritu”, escribe la historiadora y ensayista Pamela Haag en un texto sobre “parejas semifelices” que cita Perel en The State of Affairs.
Eso que vamos resignando, las cosas que quedan en el camino, son a veces demasiado importantes como para prescindir de ellas, aunque no sepamos verlo a tiempo. “En el camino al compromiso, felizmente cambiamos un poco de pasión por un poco más de certeza, algo de excitación por algo de estabilidad. Lo que no anticipamos es que el precio escondido que tenemos que pagar es la vitalidad erótica de nuestra relación”.
Esa vitalidad erótica sería, según Perel, casi un antónimo de la rutina de pareja, del vínculo confiable, del conocimiento absoluto del otro. Las parejas que logran mantener la chispa suelen trabajar duro en sus fantasías, en alimentar el misterio, y suelen tener secretos, preservar una parte de ellos solo para sí. Al mismo tiempo, no se sienten dueños de la sexualidad del otro. “¿Esperamos que el ser erótico de nuestra pareja nos pertenezca enteramente a nosotros? Estoy hablando de pensamientos, fantasías, sueños y recuerdos, y también de la excitación, la atracción y el placer personal”. Esta es una conversación y una negociación que cada pareja debería tener, que refiere a la independencia erótica. “El fuego necesita aire”, dice Perel.
Contradictoriamente, los celos —que bien podrían ser una reacción de alguna de las partes a esta independiente erótica— pueden ser también, según la autora, “la última brasa de Eros en una relación que de otra manera estaría desgastada: y por lo tanto es también el medio de volver a encender el fuego”. Según la historiadora y filósofa Giulia Sissa, los celos son —cuando no llegan al punto de consumir al celoso— una “furia erótica”, un “sentimiento honesto” que “acarrea con coraje su sufrimiento y tiene la humilde dignidad de reconocer su propia vulnerabilidad”. Según Perel, “los celos tienen que ver con algo que tienes pero temes perder”, y pueden “dar a las personas algo por lo que luchar, en lugar de quedar estancados en la victimización”.
La revelación. El momento de la revelación suele ser traumático. Está el sentimiento de rechazo y la traición, pero también está esa sensación de “¿cómo no lo pude ver?”. En este punto, la pareja se compone de “dos personas que lidian con el hecho de que han estado viviendo en realidades diferentes y solo uno de ellos lo sabía”. El miembro fiel de la pareja se siente, en el mejor de los casos, ingenuo, y en el peor, ciego, poco perceptivo, o directamente estúpido. “Es humano aferrarse a nuestro sentido de la realidad, resistirse a su derrumbe aún frente a evidencia irrefutable”, explica Perel; para ella es un recurso que ponemos en uso cuando tenemos mucho que perder.
“La infidelidad es un ataque directo sobre una de las más importantes estructuras de la psiquis: nuestros recuerdos del pasado”, escribe Perel. “Estamos dispuestos a aceptar que el futuro sea impredecible, pero esperamos que nuestro pasado sea confiable”. Eso lleva a una crisis de identidad y a un impulso imparable de hacer preguntas. “No es que no me quiera, es que no me siento querible”, le ha dicho la pareja de algún infiel a la psicóloga. Es también descubrir de que para el otro ya no somos el “elegido”, que no seremos su último amor.
Y entonces toca levantar los pedazos y ver qué se hace con ellos. Con los restos de esa relación y con los restos de uno mismo. “Se le puede quitar todo a un hombre menos una cosa, la última de las libertades humanas: elegir la actitud que toma frente a determinadas circunstancias”, escribe la autora citando al sobreviviente del Holocausto Viktor Frankl. Es lo que queda, y es lo más importante. Una mujer que una vez consultó a Perel le contó que, después de que la abandonara el novio por el que había relegado a sus amistades, hizo una lista de las personas que quería que volvieran a su vida y, en un viaje de dos semanas, se propuso reencontrarse con ellas y recuperar esas partes de ella misma. “Al hacer eso, separó la herida de su propia esencia”.
Después del affaire. A veces de manera impulsiva, otras en una decisión más premeditada, pero la infidelidad sigue a la orden del día. “El poder de la transgresión reside en arriesgar las cosas que son más importantes para nosotros”, dice Perel. El que engaña sabe que tiene mucho que perder, pero prioriza el escape y el sabor del peligro. Su intención seguramente sea conservar ambas vidas.
Para los nacidos antes de los 70, divorciarse estaba mal visto. Ahora, la vergüenza parece ser elegir quedarse y perdonar. Aunque la autora reconoce que una infidelidad descubierta suele terminar en ruptura, sostiene que es sabio destinar un tiempo a meditarlo, porque una infidelidad puede también tomarse como la alarma que se hace oír y obliga a prestar atención a la pareja. “El apuro por divorciarse no admite el error, la fragilidad humana. Tampoco da la posibilidad de reparación, de resiliencia, de recuperación”. Si se decide perdonar y tomar esa crisis como una oportunidad de comenzar de nuevo, es importante la forma en que se procesa el episodio. “Cómo metabolicen el affaire determinará el futuro de la relación y de sus vidas”.
Con la expectativa de vida actual y los nuevos patrones de comportamiento en lo que refiere a los vínculos sentimentales, se estima que en Occidente cada persona tendrá entre dos y tres relaciones significativas a lo largo de su vida, y puede que dos sean con la misma persona. Con esa información sobre la mesa, Perel les dice a sus pacientes: “Su primer matrimonio se terminó. ¿Les gustaría crear un segundo juntos?”. Será diferente, tiene que serlo. Perel va un paso más allá y sugiere plantearse un nuevo desafío: encontrar la forma de transgredir los límites autoimpuestos y experimentar con la propia pareja. Cada uno sabe qué reglas romper para salir de la zona de confort. “La muerte doméstica es a menudo una crisis de imaginación”, dice la autora, y ahí parece estar la clave.
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