—¿Se crió en Punta Carretas?
—¿Se crió en Punta Carretas?
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acá—Sí. Incluso también mis abuelos son de Punta Carretas. Mi abuelo paterno, que se llamaba igual que yo, fundó el Club (Atlético) Defensor y fue de los campeones olímpicos del 24. El club surgió de un cuadro de la fábrica de vidrio que había donde ahora está la escuela Francia, donde yo estudié. Viví en el barrio hasta los 23, cuando me fui al exterior, después estuve otro tramo y hace poco volví. La casa donde vivo era de unos amigos de la infancia, siempre jugaba ahí.
—¿De su abuelo heredó algún gen deportivo?
—Sí, pero la habilidad que él tenía en los pies la heredé en las manos (risas). Hice natación desde los 5 años y, aunque ya dejé, soy feliz cuando me hago un tiempito para hacer gimnasia en casa.
—¿Es cierto que de niño construía ciudades de cartón?
—Desde que tengo memoria lo hago. Recuerdo que con un amigo de la escuela jugábamos a eso. Habíamos descubierto cómo desarmando cajas de pasta de dientes o remedios podíamos armar nuestros propios volúmenes. Y ese juego fue evolucionando y tornándose más sofisticado, al punto que las ciudades terminaban teniendo órganos de prensa, edificios públicos y comercios distribuidos por todos los barrios. Jugábamos a ser arquitectos y urbanistas; armábamos la escenografía y después los habitantes eran imaginarios. Nos sentábamos a mirar la ciudad armada y ahí ocurrían las cosas.
—¿A qué edad se fue de Montevideo y por qué decidió hacerlo?
—No terminé ninguna de las carreras que estudié, ni Bellas Artes, ni Cine ni Arquitectura, por muchos motivos, sobre todo por problemas con la autoridad (risas) y porque había que destinarles muchísimos años. Entonces, a los 23 con un amigo nos fuimos a probar suerte al mundo y el dinero que teníamos nos dio para comprar un pasaje a San Pablo. Ahí nos quedamos dos años que fueron equivalentes a un posgrado, empecé a trabajar al toque en un estudio de Arquitectura y al mes me dieron mi primer cliente: un español que quería proyectar una ciudad ecológica en el Planalto Central. Fue alucinante, me hizo volver a mi juego de niño.
—Además de San Pablo, vivió en Sofía y Venecia. ¿Qué se trajo de cada lugar?
—Cambiar de realidad es un instrumento que te ayuda a valorar o a terminar de destruir tu concepto sobre de dónde venís. En mi caso me sirvió muchísimo para valorar más mi ciudad de origen. Después de dar muchas vueltas me di cuenta de que mi lugar en el mundo estaba acá, en Montevideo. Y un día vine de vacaciones y nunca más me fui. Te diría que puntualmente de Italia me traje el espíritu de laburante.
—¿Cuál es su rincón preferido de Montevideo?
—Me gusta mucho la Ciudad Vieja, la visión de la peatonal Pérez Castellano desde 25 de Mayo o Cerrito hacia el Mercado del Puerto. Es el ejemplo perfecto de un paisaje urbano homogéneo pero en cuya homogeneidad hay riqueza en los detalles. Me gusta mucho observar cuestiones específicas, como obsesivo que soy.
—¿Qué le obsesiona?
—La lucha infructuosa contra el caos del universo. Necesito que todo tenga su lugarcito. Y eso se ve en mi trabajo. Tuve un maestro, (Ernesto) Aroztegui, que creía que la obsesión es una cantera inagotable de la creatividad: “Trabajá sobre tu obsesión”, repetía.
—Tiene muchísimas colecciones. ¿Cuál destaca?
—Para coleccionar hay que tener espacio y paciencia. Lo que hacés es quitar algo que tenía un uso concreto y agregarlo a una serie. Su importancia es esa: pertenecer a la colección y su historia, dónde lo encontraste, cuánto pagaste, cómo regateaste, quién te lo regaló. Tengo una colección de vajilla que heredé de mi familia como forma de preservar la memoria, y también una de muñecos de animales de una marca alemana que me recuerdan mucho mi infancia. El criterio es que sean terrestres o anfibios.
—¿Cuándo empezó su afinidad con los gatos?
—Tarde, al igual que con las plantas. Siempre fui un chiquilín de apartamento, somos cinco hermanos y no daba para tener mascotas. Después fui bastante gitano y tampoco tuve la oportunidad. Eso lo empecé a curtir cuando me establecí en Montevideo, a los 34. Ahora tengo dos jardines y tres gatos, Milú, Ito e Ian Roger.
—¿Recuerda la primera vez que el personaje Ghierra Intendente apareció en su cabeza?
—Sí, trabajábamos con el director Guillermo Casanova en un rodaje; hablábamos mucho de Montevideo y me empezó a decir que yo tenía que ser intendente, Ghierra Intendente. Esto fue en 2005 y recién en 2010 hicimos la primera exposición, en el Subte, con un montón de artistas proponiendo soluciones para la ciudad. Fue una parodia hecha en serio que se nos fue de las manos. Nunca imaginamos la repercusión, fijate que el sistema político asumió el personaje como si fuera un candidato más.
—Siempre manifiesta su preocupación por habitar espacios antiguos e históricos. ¿En qué espacio de la ciudad le gustaría vivir?
—Hay una casa que me encantaría salvar. Está en la calle Buenos Aires casi Alzáibar. Fue de un doctor que tenía su consultorio ahí y la hizo con un estilo románico. Otro edificio que hay que salvar es la estación de trenes, que debería volver a ser estación de trenes.