A 40 años de alcanzar el primer 10 olímpico en la historia de la gimnasia artística, la rumana Nadia Comaneci, radicada en EEUU, aún no puede creer cómo logró esa ejecución perfecta; actualmente trabaja en un gimnasio en Oklahoma, da conferencias por todo el mundo y dirige fundaciones vinculadas al deporte
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLa genética me repetía que no, que yo no podía serNadia Comaneci. Que no podía ser ni hacer un mínimo de lo que ella hacía en el aire. Que de ella lo único que podía alcanzar era el metro y medio de estatura y el largo exacto del flequillo si es que me cruzaba con un peluquero capaz de aplacar los remolinos en mi pelo. Pero la profesora de gimnasia insistía en invocarla, en mirar sus videos y tomarla como ejemplo. Y ahí estaba yo, a los 11 años, frente a la barra de equilibrio, sin equilibrio y con la flexibilidad de un yunque soldado al piso.
Entonces subía al aparato —más bien trepaba—, hacía una rutina de circo amateur que nunca era igual a la anterior y, cuando terminaba y le dejaba el terreno limpio a la mejor del grupo, venía la parte que más disfrutaba: mirar a la tribuna (tres sillas de plástico vencidas), al jurado (imaginario), y hacer una reverencia ante el público (nulo). Eran diez segundos de goce; diez segundos en los que soñaba con ser aquella niña rumana que sabía volar y que, además, lo hacía perfecto.
Hace pocos días, en la sobremesa de una cena familiar dedicada exclusivamente a los Juegos Olímpicos, su imagen diminuta volvió a aparecer. Porque este año se cumplieron cuatro décadas desde que Nadia Comaneci dinamitó el concepto de lo humanamente imposible en Montreal 1976, cuando hizo colapsar el tablero electrónico Omega —previsto para una unidad y dos decimales, con un puntaje de cuatro cifras. Hace pocos días resurgieron las grabaciones que la muestran a los 14 años consiguiendo el primer 10.00 en la historia de la gimnasia olímpica, y no solo en su especialidad, las barras asimétricas.
Su biografía, la de una adolescente que se transformó en símbolo de un país comunista, dictatorial y en guerra, que a los 28 se exilió atravesando un bosque helado, parece el guion de una fábula épica protagonizada por un héroe que cae en desgracias y renace constantemente, y es por eso que, de alguna manera, su historia siempre vuelve.
Hace unas noches, la del lunes 18 de julio, no paramos de hablar de ella. Y en esa charla descubrí que, además de la ansiedad y el gusto por el chocolate amargo, el deporte en general y las pinturas de Matisse, tengo algo más en común con mi madre y mi abuela: todas, en algún momento de la vida y con distintas modalidades, jugamos a ser Nadia Comaneci, la gimnasta de movimientos armoniosos y expresión seria e infantil que solo necesitó 19 segundos para transformarse en leyenda y trascender generaciones. Pasaron 40 años, sí, pero esa toma que muestra la mejor versión atlética de la rumana sigue generando la misma sensación de que lo utópico, a veces, sí es alcanzable por algunos elegidos.
Eso es lo que dura la perfección. La imagen muestra a Nadia Comaneci de malla Adidas blanca con tres franjas en azul, amarillo y rojo que emulan la bandera rumana, y, en el dorsal, el inolvidable número 73. La niña del flequillo dividido y concentración incorruptible se balancea y mira de reojo a su próxima presa: las barras asimétricas.
Camina despacio hasta colocarse frente al aparato, saluda a una audiencia de más de 15.000 espectadores, y de repente empieza a correr, con hambre devoradora, hacia su objetivo. Toma velocidad, después impulso, despega sus 40 kilos del piso, esquiva la primera barra y deposita toda su fuerza en la segunda. Ahí, colgada, da una vuelta, dos, tres, hace una vertical que mantiene por segundos, se deja caer y choca su abdomen contra la otra paralela. Parece estar al límite de echarlo todo a perder, pero no, su cuerpo tiene más para dar. Y sigue. Rota varias veces en su propio eje, se hamaca con sus muslos, vuela hacia la siguiente madera y, con una mínima ayuda de las manos, vuelve a dar dos giros hasta salir disparada como un águila de cara al viento, elegante, perfecta, para finalmente posar sobre la colchoneta antes de hacer su clásica reverencia con las piernas totalmente rectas y el torso curvo. Siempre seria.
El tablero de marca Omega, que solo está preparado para mostrar un puntaje de hasta 9.95, demora en reaccionar, al igual que los jueces, porque no hay forma de traducir la ejecución de la rumana a cifras electrónicas. En el estadio hay tensión. Y así la retrata la escritora francesa Lola Lafon en “La pequeña comunista que no sonreía nunca” (Anagrama, 2014): “Las compañeras del equipo rumano parecen desesperadas, Dorina junta las manos, Mariana susurra una y otra vez la misma frase, una tercera permanece echada, con los ojos cerrados; Nadia, algo apartada, con la cola de caballo torcida, no mira en ningún momento el marcador. Y es a él a quien ve primero, a Bela (Karolyi), su entrenador, de pie, los brazos hacia el cielo, la cabeza echada hacia atrás; al fin se vuelve y descubre su nota, ese terrible 1 sobre 10 que aparece en cifras luminosas frente a las cámaras del mundo entero. Uno coma cero cero. Repasa mentalmente posibles fallos, quizá la recepción del mortal atrás, no demasiado estable, ¿qué ha podido hacer para merecer eso? Bela la abraza, no te preocupes, pequeña, presentaremos una reclamación. Pero ella se fija en uno de los jueces. Porque el sueco se levanta. Porque tiene lágrimas en los ojos y la mira fijamente”. El 1.00 es un 10, el primero en gimnasia artística en la historia de los Juegos Olímpicos; y cuando Comaneci lo sabe, abraza a su entrenador y baila rodeada por sus compañeras de equipo.
En mayo de 2012, a 36 años de la hazaña, Comaneci visitó el programa de humor español “El Hormiguero”. Ahí, el presentador Pablo Motos le volvió a mostrar esos 19 segundos. Y lo que se genera es conmovedor e inquietante. Ella, a los 51, se mira, se emociona y dice que no puede creer que haya pasado tanto tiempo; que su juventud no le permitió entender in situ lo que implicó ese 10 perfecto; y que la única receta para lograr una ejecución así es entrenar duro y repetir, repetir y repetir miles de veces el mismo ejercicio.Cuando Motos le pregunta por la famosa triple tapa de revista en 1976 (en la misma semana fue portada en “Time”, “Sports Illustrated” y “Newsweek”) cuenta que en el momento no lo supo, que se enteró diez años después.
Poco antes de grabar el programa en España, la gimnasta tuvo un encuentro con la periodista y escritora uruguaya Ana LauraLissardy, que después formó parte del repertorio de perfiles del libro “Contra viento y marea” (Aguilar, 2013). Una de las preguntas de la entrevista refiere a un bloc de anotaciones que Comaneci tenía de niña, donde llevaba el registro de qué era lo próximo a mejorar; y la respuesta podría leerse como la síntesis que explica por qué llegó a lo que llegó. “Nadia, ¿cuál fue la nota que más anotaste en tu bloc?”, pregunta Lissardy. “The perfect body position. La posición perfecta del cuerpo”, responde.
Nadia nació en 1961 en un pueblo al pie de los montes Cárpatos, en Onesti, al este de Rumania. Y fue en la escuela que conoció al primer hombre que le cambió la vida, a su entrenador desde los siete años: Bela Karolyi, un excampeón de boxeo casado con la gimnasta y entrenadora de origen húngaro Marta Karolyi. Bela vio a Comaneci en el patio, jugando a hacer piruetas, dando saltos y vueltas de carro, y, con los ojos de un cazador con ansias de volver a sentir el olor del triunfo, clavó la mirada en la niña. Al poco tiempo la reclutó y la incorporó a las filas de su Escuela Experimental de Gimnasia de Onesti, donde las aspirantes practicaban siete horas por día y solo descansaban uno. En 1970, a los nueve, Comaneci empezó a competir a escala nacional, y ya a los 13 no solo ganaba medallas de oro en campeonatos europeos sino que amenazaba con romper la hegemonía soviética. Hasta que vinieron los Juegos Olímpicos de Montreal e hizo historia.
Que en su infancia estaba invadida por una fuerza de voluntad difícil de encontrar a esa edad, y que nunca lloraba cuando se caía, cuando los ejercicios no salían bien. Nunca lloraba, pero se enojaba mucho y seguía practicando en los aparatos varias horas más de lo que su entrenador le exigía, hasta que se superaba, hasta que se acercaba un poco más a esa “posición perfecta del cuerpo”. “Bela era duro conmigo, pero yo había establecido una estrategia de defensa. Por ejemplo: si sabía que podía hacer quince largos de piscina, a él le decía que me veía capaz de hacer diez; ¡así me quedaban cinco de reserva! No me pudo destrozar porque nunca supo dónde estaban mis verdaderos límites, nunca los desvelé”, escribe en su autobiografía “Cartas a una gimnasta joven”. En un pasaje de ese mismo libro, publicado en 2003, aparece la frase más terrenal de esta historia: “La perfección solo dura un instante”. Un anticipo de lo que vino después.
¿Qué pasó después de Montreal? Nadia se transformó en heroína de un país, de un régimen dictatorial dominado por Nicolae Ceausescu, y ahí empezó el declive. En 1977 la separaron de su entrenador y la mandaron a la capital, Bucarest. “Nadia empezó a crecer y a engordar: su cuerpo se desarrollaba al mismo tiempo que comía cosas que hasta ese momento tenía prohibidas. Aumentó casi nueve kilos. Y cuando logró perder la mitad, la prensa la describió como ‘terriblemente demacrada’. Periódicos del mundo hablaron de dietas severas y peligrosas, de intento de suicidio (que ella negó), y —a pesar de que ganó los Europeos tres veces consecutivas— de que su carrera estaba terminada, cuando se cayó de las asimétricas en un campeonato mundial”, escribe Lissardy.
Tres años después, en 1980, compitió en los Juegos Olímpicos de Moscú. Ganó el oro en la barra de equilibrio y en el suelo, y la plata en concurso general femenino. Aun así parece que no bastó, que para la Federación Rumana de Gimnasia fue una derrota, porque finalmente el equipo ganador fue el soviético. En 1981, Comaneci se retiró de las competencias y realizó un viaje de exhibición a Estados Unidos con sus antiguos entrenadores, Bela y Marta, que en medio de la gira desaparecieron y nunca regresaron a Rumania. Cuando volvió, sola, a su país, fue encerrada, vigilada, e incluso hay versiones de que fue violada por el hijo del dictador Ceausescu, que ella niega antes de aclarar que no quiere retomar ese fragmento del pasado.
Entonces en 1989, a los 28 y a escondidas, se fugó; caminó toda una noche con un grupo de extraños y atravesó el bosque helado del noroeste rumano para llegar a Hungría, después a Austria y así pedir asilo político en Estados Unidos.
Hasta principios de los 90 vivió en Canadá, y en 1991 se mudó a Norman, Oklahoma, por invitación del también gimnasta olímpico Bart Conner y con el fin de trabajar juntos en la Academia Conner de Gimnasia. Con él se casó, tuvo un hijo, y continúa trabajando hasta hoy. Además preside varios consejos vinculados a la salud, el deporte y la gimnasia en particular; da conferencias en distintos rincones del mapa, escribe en la revista International Gymnast Magazine; dirige la productora de televisión Perfect 10 Production y conforma fundaciones filantrópicas, como la Nadia Comaneci Foundation, que, desde Bucarest, trabaja para volcar las habilidades del deporte a la vida educativa de familias rumanas.