N° 1967 - 03 al 09 de Mayo de 2018
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáMe hizo gracia oír esta mañana cuando un niño reclamaba a su madre que le respetara su privacidad. Estábamos en una tienda de ropa y el niño —que rondaría los once o doce años? se probaba una camisa. La madre corrió la cortina del probador y se asomó hacia adentro. Fue en ese instante cuando tronó la voz ofuscada que exigía respeto. No pude reprimir una sonrisa y miré a la madre, que me devolvió un gesto de resignación. Yo también esperaba y quedamos sentadas una junto a la otra en unos cubos de madera. La incomodidad del silencio forzó una justificación innecesaria: “Se lo enseñan en la escuela”, dijo y levantó los ojos al techo. Volví a sonreír.
Iba a hacer algún comentario superficial, pero no llegué a articular palabra porque se oyó de nuevo la voz del niño, esta vez solícita y dulce. Ya con la camisa puesta, necesitaba la aprobación materna. La madre dio el visto bueno, la cortina volvió a cerrarse con un tintín metálico y al rato apareció el niño, camisa en mano, con aire triunfante. ¡Como para no sentirse así! En un santiamén había logrado tres objetivos: mantuvo su “privacidad” a salvo, dio una lección a su madre y salió con camisa nueva (que la madre pagó, por supuesto). Chapeau! Tan chiquito y con las cosas tan claras, pensé.
Más tarde, con la cabeza en otros asuntos, me descubrí recordando que, en más de una oportunidad, me había sucedido lo que al niño. Siempre me molestó la impertinencia ajena que alguna vez corrió mi cortina y me dejó a medio vestir, expuesta. Es posible que haya protestado un poco, pero podría afirmar que nunca usé la palabra privacidad para defender lo que, en efecto, estaba siendo vulnerado. Una vez más chapeau, chapeau, chapeau. Tan chiquito y con tanto carácter, pensé.
Al fin de cuentas, lo que el niño reclamaba era que se le respetara aquello que él deseaba proteger de cualquier intromisión. La madre se sentía con derecho a abrir la cortina y comprobar cómo le quedaba la camisa. Pero ese derecho estaba restringido por el límite que el niño había impuesto. La actitud podía obedecer a varias razones. Desde un simple capricho o un acto de arrogancia infantil hasta un pudor exacerbado por una cercana adolescencia. En cualquier caso, una pretensión legítima. Pero ¿era su privacidad o su intimidad lo que el niño protegía?
Intimidad y privacidad son dos conceptos que mantienen puntos de contacto y también sus divergencias. Ambos refieren a la protección de zonas que pertenecen al ámbito de lo personal. Y ambos están enmarcados en una matriz cultural de honda raigambre. Hay, sin embargo, matices que los diferencian.
La intimidad es un espacio que resguarda los aspectos más personales del individuo, allí donde se fortalecen su honor y su dignidad, y desde donde se define como el ser único que es. Su valor llega a ser tan excluyente que en algunas de sus varias facetas solo admite la participación del propio individuo. En otras, más laxas, si el individuo lo autoriza, es posible que se convide a unos pocos a compartir ese recinto casi sagrado. Este celo protector no es vano, por cuanto la intimidad constituye un blindaje espiritual que debe ser preservado a toda costa. Su vulneración suele causar daños inmensos.
La privacidad no es menos importante, pero admite otra flexibilidad en su consideración. Es un ámbito cuya protección no resulta tan evidente por su naturaleza y pide, por tanto, una cierta manifestación de la voluntad por parte de quien la reclama. Es el individuo quien, más allá de patrones culturales, determina qué hechos y circunstancias desea preservar para sí o para unos pocos, y casi siempre requiere una declaración explícita. Así, una fiesta puede no ser un hecho íntimo, aunque sí privado en la medida en que lo restrinjo a unos invitados elegidos para la ocasión. También la lectura de una carta o de un libro, un rato de buena música, unos minutos de silencio…
Hablar de estos asuntos, hoy en día, parece una antigüedad. Sin embargo, la reflexión nunca ha sido tan necesaria ni ha estado tan vigente. El avance tecnológico ?fascinante en lo bueno y despiadado en lo malo? impone una discusión seria. La exposición que cualquiera puede tener de sus momentos más íntimos o privados, en tiempo real y sin consentimiento, es un asunto demasiado serio como para tomarlo en broma.
Amante como soy de la libertad, no estoy segura acerca de la conveniencia de una regulación de las redes sociales ni sé cómo se prescindiría de la trama de mecanismos de control que supone el uso de cuentas bancarias, celulares y tarjetas. Quizá ya estemos demasiado enredados en el sistema y no sea posible vivir por fuera. Pero sí creo que podemos trabajar en valores. El morbo y la maldad nada tienen que ver con la tecnología. Están en nuestra esencia. Nuestra valía como personas se mide por lo que hacemos con ellos. Filtrarlos y ponerles freno puede hacer toda la diferencia. Si no es por empatía ante la vergüenza y el dolor ajenos, al menos que sea por miedo a ser víctimas del mismo escarnio en cualquier momento.