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En diciembre se celebró en Barcelona un concierto muy especial. Lo organizó Societat Civil Catalana, la misma entidad que en dos ocasiones logró convocar un millón de personas que querían manifestar su deseo de seguir siendo catalanes y españoles. Se rompió entonces la ley del silencio impuesta por los independentistas empeñados en hacer creer que en Cataluña no había más voz que la suya y que los que deseaban ser españoles eran apenas un insignificante puñado de fachos retrógrados.
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Tras la primera y masiva manifestación, dos personas de muy distinta edad y estrato social me contaron la misma anécdota. Tanto una como otra no querían asistir a la convocatoria. “No nos gustaba la idea” —me explicaron. “Teníamos la impresión de que podía interpretarse como que apoyábamos al gobierno del PP. Pero dadas las circunstancias, con más de doscientas empresas al día huyendo de Cataluña, con la burda manipulación de la que estábamos siendo víctimas y con la impresión de que nuestros dirigentes estaban dispuestos a tirarse —y a tirarnos— por el precipicio, decidimos asistir”. Ambas personas me contaron también cómo, una vez allí, se encontraron con amigos, e incluso parientes, personas todas cercanas con las que tenían un trato cotidiano.
Personas que nunca hubieran pensado que fueran contrarias a la independencia y que sin embargo estaban allí. “Cuando nos vimos no nos dijimos nada, solo nos abrazamos”, me comentó la más joven de mis informantes. La otra, de unos cincuenta años y casada con un artista de mucho renombre tanto en Cataluña como en el resto de España, me contó exactamente la misma situación, añadiendo que para asistir a la segunda de las dos grandes manifestaciones ya quedaron para ir todos juntos.
¿Qué hace que personas cultas, preparadas y en apariencia inmunes al adoctrinamiento secesionista no se atrevieran, hasta ese momento, a decir lo que verdaderamente pensaban? ¿Por qué intelectuales, líderes de opinión y empresarios de todos los ámbitos coquetearon con el independentismo a sabiendas de que no solo era un suicidio económico sino también imposible de implementar, puesto que no había ni un plan para el día después de la DUI? Cuando más adelante y con perspectiva histórica se estudien los acontecimientos que ahora estamos viviendo, los politólogos señalarán seguramente que unos dirigentes acosados por casos de corrupción y hostigados por sus socios antisistema decidieron emprender una loca carrera hacia la nada.
Los sociólogos por su parte hablarán de generaciones criadas y educadas en la doctrina de la supremacía catalana, mientras los psicólogos analizan la indudable eficacia del victimismo como arma política. Los analistas más equilibrados mostrarán además que nada de esto hubiera sido posible sin evidentes errores del gobierno central, pero también hablarán de la percepción por parte de los catalanes de que el resto del país o bien era indiferente a sus problemas, o bien directamente les era hostil con un “qué pesados son, si quieren irse que se vayan”.
Todo esto lo sabemos y ya tiempo habrá para analizarlo más a fondo. Como siempre, en las confrontaciones, todo el mundo tiene su parte de razón y también de culpa, incluidos los que observamos desde fuera. Pero ahora se acercan unas nuevas elecciones que serán trascendentales. Y alumbran con todos los mismos índices de surrealismo e incertidumbre que nos han traído hasta la situación actual sin que ni los partidos independentistas ni tampoco los antiindependentistas sean capaces de presentar una candidatura conjunta o ponerse al menos de acuerdo con los de su misma cuerda.
Por eso me pareció interesante la iniciativa de Societat Civil Catalana. Si anteriormente la SCV hizo salir de su círculo de silencio a los partidarios de seguir adelante unidos, en esta ocasión se propuso convocar en Barcelona a artistas relevantes de toda España para que la música hiciera lo que no son capaces de hacer los políticos: unir. No solo porque esta compone los ánimos descompuestos y aproxima los espíritus, como decía Cervantes, sino porque, como también afirmaba él, solo la música tiene la capacidad de decir lo que calla el lenguaje.