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    María Lorente

    Redactora jefa para América Latina de AFP.

    A los 20 años me fui del Uruguay a estudiar periodismo en Madrid. Al llegar, decidí que debía hacer una práctica en un medio de comunicación. Era chica y soñaba en grande. Una amiga me dio el contacto de un señor de conocida trayectoria profesional. 

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    El hombre me citó pasada la medianoche en El Sol, un bar mítico de la movida madrileña, porque él debía quedarse hasta “el cierre del periódico”. No sospeché nada extraño. Aparecí con mi flaco CV y un atuendo elegido al milímetro, demasiado formal. Instantes después, me encontraba luchando para quitarme al señor de encima. Él, obviamente, nunca había escuchado hablar de No es No.

    Cuando la gente me dice que está harta del #ME TOO y del aluvión que desató después, recuerdo con desagrado este y tantos otros episodios. En su momento, me sorprendió lo poco que caló el movimiento en Uruguay, pese a varios secretos a voces. Pero claro, como hubo pocas denuncias, quedaron en simples rumores. Lo cierto es que las mujeres nos hemos acostumbrado a ser, en muchos casos, maltratadas de forma subrepticia, camuflada, incluso por gente de buena fe.

    En medio del proceso de destitución de Dilma Rousseff, un periodista colombiano me sugirió una nota: de cómo las últimas mujeres presidentas acababan mal sus mandatos en América Latina. Como si los escándalos de corrupción de la región solo hubieran salpicado a mujeres. Y si fuera el caso, la conclusión sería: ¿mejor dejarlas en casa?

    Hace muy pocos días se reveló en Francia un escándalo de acoso contra mujeres en el que están involucrados conocidos periodistas, en su mayoría hombres, que durante años ridiculizaron a sus colegas en un grupo cerrado de Facebook al que bautizaron La Liga del LOL. Inmediatamente, el fundador del grupo, el periodista Vincent Glad, hizo un mea culpa en Twitter: “El objetivo de ese grupo no era acosar a mujeres, solo divertirse”. Ese es el punto. Que muchos aún piensan que estos comentarios son inocuos y no reflejan un comportamiento discriminatorio. 

    Sabido es también que las mujeres formamos parte de esa cultura machista que atacó y tanto daño hizo a hombres y mujeres por igual. Una periodista argentina se jactaba de que al entrar a una redacción ya podía distinguir entre las “malco” y “bienco” (gidas, claro). He visto a muchas mujeres ser exageradamente crueles con otras colegas. Sin proponérselo, parecía que imitaban a la despiadada madrastra de Blanca Nieves al pretender ser ellas la única excepción en el reino (masculino).

    Por fortuna, trabajo en una organización que alienta y promueve la carrera de mujeres. Y en mi caso, tengo una larga lista tanto de hombres como mujeres a los que agradecer.

    Mucho se ha dicho y escrito estos meses tras esta nueva ola feminista. El debate es bienvenido mientras que no se quede en una guerra entre géneros. Está claro que el mal es de todos y se necesitan muchas más voces. Y tal como pregona el lema de algunas manifestaciones feministas, que estas sean “diversas pero no dispersas”.