N° 1971 - 31 de Mayo al 06 de Junio de 2018
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáRaymond Carver es un autor que no se presta a la recomendación fácil. Quiero decir, no es obvio que a la mayoría vaya a agradarle. Es probable que más de un lector quede perplejo ante sus finales abruptos o reclame más densidad poética en sus tramas destiladas al máximo hasta la sustancia necesaria y suficiente para conformar un cuento. Por ese motivo, aunque es uno de mis escritores preferidos, siempre agrego algunas prevenciones cuando lo recomiendo.
A mis alumnos de traducción suele gustarles. Con facilidad ingresan a su mundo de intenciones escondidas tras sus calculadas palabras, y con facilidad bucean por debajo de la superficie del texto para completar con su imaginación lo que el autor les ha mezquinado. En ese esfuerzo intelectual, reflexionan y también crean. Quizá por eso insisto con Carver todos los años. Hace unas semanas, a modo de presentación de un texto que después traduciríamos, les dije que íbamos a compartir un video documental acerca de la vida de Carver. Una alumna se acercó y preguntó bajito si aparecería sangre en alguna escena. “No puedo ver sangre”, explicó, “me hace daño”.
No había sangre que temer y la clase se desarrolló sin problemas. Me quedé pensando en mi alumna y en su extraña pregunta. ¿Por qué la visión de la sangre la afectaba tanto? ¿Por qué no podía controlarse? ¿Cómo procedía cuando no tenía la posibilidad de anticiparse a ese tipo de escenas? ¿Cuán limitada estaba a la hora de ver la televisión o ir al cine? ¿Se había resignado a que siempre fuera así o intentaba superarlo de algún modo?
Al rato me descubrí trasladándome esas preguntas. También yo tengo mis limitaciones a la hora de ver televisión o cine. Elijo hasta donde me es posible lo que veo, aunque en más de una oportunidad me he sentido herida por alguna escena que, de pronto, irrumpió en la pantalla. No siempre se trata de sangre. Pueden ser escenas que para otros resultan inocuas y que a mí me hieren en lo más profundo. Un diálogo, por ejemplo. Una situación corriente que me remite a otra situación corriente en la que quizá me he visto envuelta. Cuando siento ese dolor íntimo ?difícil de compartir porque no siempre tiene una explicación racional o porque resulta desproporcionado y me da vergüenza? cierro los ojos y, más tarde, libro una batalla perdida contra la persistencia del recuerdo.
Al igual que mi alumna, evito lo que de antemano sé que va a herirme. Tal reacción de rechazo o intolerancia es una forma de protegerme. Va más allá de gustos o preferencias. Va incluso más allá de valoraciones morales. Solo se explica como una defensa instintiva ante la vulneración de la sensibilidad, eso tan difícil de definir con palabras y tan determinante de nuestros actos.
La sensibilidad tiene que ver con la capacidad de apreciar algo y experimentar una reacción emocional no siempre agradable. En su mejor versión nos vuelve receptivos y empáticos, favorece nuestra identificación con otros seres o con situaciones y estimula nuestra faceta más compasiva. Nos conecta con la belleza a niveles de exquisitez y nos habilita a gozar de detalles ínfimos que, de otro modo, pasarían inadvertidos.
En su versión menos amable, permite que el dolor nos atraviese. Cuando se exacerba y nos deja la piel finita, duele tanto que levantamos murallas de dureza. Esa dureza nos protege, pero también puede volvernos despiadados. De ahí que una persona sensible no sea por necesidad una persona buena. Quizá por esto, algunas veces quisiéramos ser menos sensibles. Para evitar el sufrimiento propio y ajeno.
Los escritores ?y, en general, los creadores? hemos encontrado en la sensibilidad una fuente de inspiración. Un día entendemos que la realidad nos afecta de una manera particular y nos entrenamos para transformarla en arte. Afinamos esa capacidad de percepción ya de emociones, ya de sensaciones o de ideas. La vestimos con los velos de nuestra poética, nuestros colores o nuestra música, y la devolvemos al mundo como una ofrenda. No otra cosa es la obra de arte. El producto creativo de una sensibilidad tocada por algún estímulo externo.
Otro escritor que no admite la recomendación liviana y cuya lectura frecuento bastante es Charles Bukowski. En su precioso poema Bluebird dice: “Hay un pájaro azul en mi corazón que / quiere salir / pero yo soy demasiado rudo para él / le digo quédate ahí dentro, no voy a dejar / que nadie te vea”. Bukowski, que había sufrido demasiado en su infancia y había optado por una apariencia de acritud, temía que algunos vieran en su interior y confundieran sensibilidad con flaqueza. Ocultó de la mirada ajena el pájaro azul que llevaba en su corazón, pero no lo dejó morir y lo convirtió en poesía. Quizá esa tensión existencial entre lo que somos y lo que aparentamos sea el gran desafío que da sentido a una vida.