N° 1966 - 26 de Abril al 02 de Mayo de 2018
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLos árboles están perplejos. Hace un mes que entró el otoño, pero la temperatura viste los días con disfraz de verano y confunde a la naturaleza. Para colmo de males, llueve poco o no llueve. En otros tiempos, a esta altura del año, mi calle ya era una alfombra de hojas secas. Hoy, esas hojas amarillean con mansedumbre en las ramas, como distraídas, dilatando todo lo posible el terrible momento en que un viento se las lleve. El jardín de al lado ofrece el impensable espectáculo de una azalea en flor, cuando todo el mundo sabe que las azaleas florecen en setiembre.
Olvido el otoño hasta que veo desfilar a unos preescolares con sus maestras. Es un paseo matinal por el barrio. Van cantando y algunos llevan orgullosos un ramito hecho con las primeras hojas secas. Recuerdo con ternura esos paseos de mi infancia y hasta puedo oír la voz de mis queridas maestras. Es otoño, sí. No caben dudas. Y vamos hacia el invierno. Un día despertaremos con frío, obligados a hacer esa rápida maniobra de cambiar sandalias por botas. Aceptaremos, por fin, la realidad y no habrá derecho a sorpresa.
Mientras tanto, la temperatura agradable invita y uno aprovecha el aire libre todo cuanto puede. Unos días atrás decidí hacer a pie un recorrido que suelo hacer en auto. No me había alejado más de unos metros cuando noté que llevaba algo en el bolsillo. Era un papel arrugado que me trajo a la memoria esas raras alegrías que se dan cuando, en lugar de un papelito cualquiera, encontramos un billete. No importa su valor. La alegría consiste en ese regalo inesperado con el que quizá no podamos comprar más que unos caramelos.
El caso es que me acerqué a un contenedor y, al abrirlo, más que ver, oí algo que venía del interior. Una bolsa se agitó. Pensé en una rata, pero no. Era un cachorrito. Un cachorro recién nacido que alguien había condenado a morir entre la basura. Ahorro a los lectores los detalles que siguieron al triste descubrimiento. El cachorro ya tiene hogar y una segunda oportunidad de supervivencia.
No intento parecer San Francisco de Asís ni quiero sonar moralista. Cada uno sacará las conclusiones que pueda. Pero cuesta imaginar de qué piedra está hecho el corazón de alguien que hace cosas como esa. ¡Y peores, claro! No escapo a la realidad de que algunos bebitos corren con la misma mala suerte de ese perro. De verdad que no lo entiendo. ¿Cómo se llega a un punto tan absoluto de anulación de cualquier empatía? ¿Cómo se justifica uno ante la conciencia? ¿Cómo se sigue con la vida después de eso?
El problema de la crueldad hacia los animales no es menor y debería mantenernos en alerta. No solo por lo que significa el sufrimiento de seres indefensos que todo esperan de nosotros, sino porque en algunos casos es la antesala para actos de crueldad hacia las personas. Nos gusten o no los animales, estemos dispuestos o no a convivir con ellos, hay un extremo de insensibilidad ante el que no deberíamos permanecer indiferentes.
La Ley 18.471 acerca de la tenencia responsable de animales refiere en su artículo 13 a los animales abandonados, en los siguientes términos: “La persona física o jurídica que abandone deliberadamente un animal del cual es tenedora, seguirá siendo responsable del mismo y de los perjuicios que este ocasionare a terceros…”. Dicha ley es bastante más amplia en su redacción y contempla desde normas generales vinculadas al bienestar animal hasta los derechos y deberes de los tenedores. Enumera, además, cuáles son las autoridades competentes y las sanciones aplicables en caso de violación de la norma.
El instrumento legal existe, pero hay que trabajar más en la autorregulación comunitaria, es decir, en la implementación de una escala de valores que nos vuelva más sensibles y nos haga actuar con decencia, incluso sin necesidad de la ley ni la amenaza del castigo. Actuar desde los afectos y la empatía que un ser vivo genera. Y, si no hay afecto, que al menos sea desde la vergüenza.
Aprovecho estas líneas para recordar que hay personas que entregan su tiempo y su dinero a la causa de los animales. Por supuesto que no esperan reconocimiento. En cada obra de bien que hacen está su recompensa. Pero no dan abasto y, a medida que los refugios se colman y los recursos disminuyen, empieza a ganar la partida el agotamiento.
Invito a los lectores a visitar algún refugio antes de comprar un gato o un perro. No digo que los animales de raza no sean buenos o no convengan. Es solo que quizá encuentren lo que buscan en uno de estos refugios y le den la posibilidad de vivir a un animal que, de otro modo, tiene pocas esperanzas. Doy fe de las virtudes que estos animales rescatados tienen. Ante todo, una lealtad ilimitada, quizá su forma de agradecimiento.
Hoy, más temprano, hablábamos con una amiga de estos asuntos y ella me dijo: “La gente tiene cosas raras, aunque esto no sería lo más raro”. Puede que tenga razón y que haya asuntos más importantes que atender, pero aun así me siento, igual que los árboles, perpleja.