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    Pongámoslo así - Editorial

    Hace dos semanas murió una mujer a la que todos los uruguayos debimos admirar y en la que pudimos (y aún podemos) inspirarnos. Por eso este no es un obituario sino el relato de una historia personal cuyos puntos más altos me gustaría relatar con la humildad, pero también con la alegría con la que fue vivida.

    Hace poco supe de su existencia y de sus enormes méritos académicos, como ciudadana civil, y humanos. Lamentablemente, nunca pude conocerla y expresarle lo que tantas mujeres pensamos de ella.

    Una amiga que la estaba entrevistando en el momento en que sufrió el accidente cerebrovascular que a los pocos meses le depararía la muerte, ofreció cederme la grabación para que contara algo de lo que allí dijo, pero no quise vulnerar esa intimidad entre ellas dos; por lo demás, lo que ya sabía sobrepasaba lo que pudiera decirse.

    “Pero mirá que me dijo que tenía que empezar una dieta porque estaba engordando demasiado y tenía un pantalón blanco que le gustaba mucho y no se lo iba a poder poner cuando llegara el verano”, me dijo mi amiga y colega, y las dos sabíamos que no se trataba de un comentario banal teniendo en cuenta a quien tenía enfrente.

    “Bueno —le dije— yo eso también lo puedo contar”.

    También me gustaría contar que ella integraba la comisión directiva del Automóvil Club del Uruguay (fue la primera y hasta ahora la única mujer en tener ese lugar) hasta que tuvo el ACV y cada vez que le preguntaba por ella a mi amigo el presidente de esa institución, Jorge Tomassi, o a su directivo el doctor Antonio Turnes, me decían: “Nos tiene a todos cortitos, no podemos seguirle el tren”. Lo mismo me decía la gente del Hospital Maciel, su director incluido, el querido doctor Álvaro Villar: “Anda todo el tiempo por acá, quiere saber todo sobre la marcha del Hospital”.

    Ella se llamaba Dinorah Castiglioni, fue primero maestra, luego médica y después cirujana. Ejerció la docencia en Cirugía durante 36 años y en una entrevista que publicó el año pasado el diario “El País”, cuando la nombraron Ciudadana Ilustre de Montevideo el 7 de mayo de 2015 (aunque tardía, afortunadamente un año justo antes de su muerte), aseguró que su profesión de maestra la había ayudado muchísimo como docente en la Facultad de Medicina.

    Ah, desde 2003 era también miembro de la Academia Nacional de Medicina.

    Por tanto, si relatáramos lo que era la vida de la Dra. Castiglioni hasta diciembre de 2015, podríamos haberla descrito como una doctora cirujana y docente jubilada que integraba la Comisión de Amigos del Hospital Maciel como miembro activo, que concurría a todas las reuniones de la Academia Nacional de Medicina, a todas las juntas directivas del Automóvil Club, que por supuesto estaba al tanto de lo que ocurría en el país y que vivía sola, puesto que era soltera (aunque, como tantas mujeres de su edad que hicieron carrera, seguro no se casó pero el amor no le debe haber sido ajeno), que integraba también la organización femenina internacional Zonta, a cuyas reuniones asimismo concurría, igual que a la de uno de los Rotary Club, en una de cuyas reuniones me la presentaron sin contarme demasiado quién era, y ella solo me dijo: “nena, es mejor que tomes vino en vez de esas gaseosas light, están llenas de porquerías, igual que los medicamentos, la mayoría no sirven para nada” (todavía no estaba la medida del alcohol cero).

    Lo sorprendente de todo esto se encuentra en su cédula de identidad: Dinorah Castiglioni tenía 97 años en el momento de morir, hace 15 días. Sí, había nacido en setiembre de 1918, se había recibido de maestra en 1936, de médica en 1950 y en algún año de esa década se convirtió en la primera cirujana del Uruguay. Lo sorprendente de todo esto es que los reconocimientos le hayan llegado después de los 80 años y aun a los 96, cuando Montevideo se dio cuenta de que el ejemplo de su vida como académica, pero sobre todo como ciudadana con fuerte conciencia civil, merecía un homenaje formal.

    Lo que no es sorprendente es lo que ella misma dice en la citada entrevista de “El país”: que dio 29 concursos de oposición y méritos para ganarse los cargos que tuvo, y lo fundamenta: “si a un médico varón un profesor lo elegía como su ayudante, la gente decía que era porque se trataba de un joven brillante; si elegía a una ayudante mujer, decían otra cosa”; y en otra parte contó que un cirujano italiano le había augurado que para qué iba a seguir cirugía si nadie se iba a querer operar con una mujer. Ella aclara, de todas maneras, que por suerte no fue tan así, que quizás alguna vez le pasó con gente del campo que, una vez dadas las seguridades, se disculparon diciendo que allá afuera solo conocían médicos varones.

    Lo que tampoco es sorprendente es que 60 años después del posgrado de Dinorah, hoy las cirujanas en Uruguay no son más del 15% de esos especialistas, a pesar de ser más de la mitad de los egresados de esa facultad. (Las opciones de especialidad con base cultural en las tradiciones de género, evidentemente, siguen vigentes aunque el siglo XXI haya traído sus empujones de equidad).

    Dinorah fue, y es, una de las tantas “viejas bravas” que construyeron una sociedad más igualitaria y, por tanto, más democrática para las mujeres que vinimos atrás y que aspiramos a hacer algo con nuestra vida fuera de la casa. También, como casi todas ellas, prefirieron no hacer demasiadas olas, por pudor y por las dudas, y hoy ya va siendo tiempo de que las reivindiquemos.

    Por ella debemos celebrar y recordar, más que derramar lágrimas.