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Disfruto las clases con mis alumnos. Los jóvenes y los no tanto. Voy de la traducción a la literatura, de la literatura al uso del idioma, de allí a las artes plásticas, luego a la música. Ese es mi territorio. Allí me siento feliz no solo porque intento transmitir la pasión por aquello que amo y me gusta, sino porque cada clase, cada interacción humana me da la oportunidad de aprender más y más y más. El aprendizaje es un camino de ida y vuelta.
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La bolsa del conocimiento no tiene fondo y las distintas áreas se nutren entre sí de manera tal que la música proporciona el fondo perfecto para una clase de literatura o para acompañar un cuadro. O un cuadro nos lleva a una melodía. Y así.
Proyecto en la pared Grecia sobre las ruinas de Missolonghi, la maravillosa pintura de Delacroix, por poner un caso. Y de allí salto a un poema de Lord Byron, On this day I complete my thirty-sixth year, esa inquietante premonición lírica. Byron escribió el poema en 1824, el año de su muerte. Fue en Missolonghi adonde se había trasladado para luchar por la independencia griega. Acababa de cumplir los treinta y seis. La pintura de Delacroix fue ejecutada dos años más tarde, después de que el pintor leyera algunos textos de Byron. Contemplamos embelesados la pintura. Ese círculo se cierra y otro empieza. Suena Chopin y aparece proyectada una pintura de Caspar David Friedrich, Caminante sobre un mar de nubes. Nos conmovemos ante la soledad infinita del hombre enfrentado a la naturaleza. ¿Hay acaso una forma más deliciosa de adentrarse en el Romanticismo?
Esa es mi tierra nutricia en cuya fertilidad sin límites me muevo y crezco. Sé que, si amo lo que enseño, acreciento la probabilidad de provocar otros enamoramientos. Los ojos incrédulos que me reciben van suavizando la mirada, incluso se humedecen cuando leemos fragmentos de las cartas que Vincent escribió a Theo. Cuando vemos la imagen de aquel viñedo rojo con su gran sol amarillo o admiramos La noche estrellada y soplamos en silencio a ver si las nubes de verdad se están moviendo, mientras suena la voz de Don McLean, Starry, starry night…
Cada tanto recibo algún mensaje desde Buenos Aires, Madrid, París, Amsterdam o Viena. “Estoy frente a Las Meninas. No puedo creerlo”, me dicen. Otro admite: “Era cierto. El beso de Klimt me hizo llorar”. O, ante El despertar de la criada del argentino Sívori: “Es demasiada belleza”. Son mensajes de emoción agradecida. Y son, también, el reconocimiento de que el saber estimula la sensibilidad y abre ventanas hacia un disfrute más pleno.
Muchas veces decimos que algo no nos gusta o no nos interesa solo porque no sabemos de qué se trata. La ignorancia es un muro de incertidumbre que enturbia la percepción y puede conducirnos a la necedad del rechazo. Pero basta con asomarse para descubrir lo que hay del otro lado y sentir que la apreciación artística va más allá del mero me gusta o no me gusta. Como en el amor, el flechazo puede nacer a primera vista o ser fruto de una larga contemplación en la que, azorados, vamos descubriendo reverberaciones y matices.
Hace unos días los roles se invirtieron. El furor causado por el Pokémon Go hizo imposible ignorar que allí había algo digno de atención, al menos. Al principio, creí que se trataba de un jueguito como tantos, una de esas novedades tiradas como cebo para atraer a personas de carácter débil que se sienten fuera del mundo si no responden al último chillido que las modas proponen. No le di importancia hasta que los informativos empezaron a contar de gente caída en pozos o de pequeñas aglomeraciones en plazas y esquinas donde pululaban los traviesos bichitos.
No soy afecta a ese tipo de juegos. Mi reacción fue parecida al desprecio. No entendía que alumnos inteligentes, con espíritu crítico, capaces de discutir desde sus convicciones, estuvieran como alelados a la caza de unos seres que solo existían en la virtualidad. Pregunté.
Una chica acercó su silla y, celular en mano, con la misma paciencia que tantas veces yo le había regalado, se tomó el tiempo de explicarme en qué consistía el juego. La cuestión no era tan simplota como había creído y confieso que no llegué a comprender todas sus complejidades. Confieso, también, que el planteo no me resultó atractivo y que un libro sigue pareciéndome mil veces más interesante. Pero debo aceptar la posibilidad de que parte de esta falta de entusiasmo nazca de mi comprensión parcial del asunto.
No creo que vaya a jugar jamás al Pokémon Go. Entre otras cosas, porque cuando logre vencer mi resistencia, ya habrá pasado de moda y será otra la propuesta. Sin embargo, la pasión que mi alumna imprimió a su relato me indicó que se trataba de algo más que el deseo de evadirse y matar las horas. El concepto de realidad aumentada es fascinante. Esa capacidad de combinar el entorno físico con el virtual crea una realidad distinta, intangible, pero no por eso menos real.
Una realidad mixta no tan lejana a un cuento de Cortázar o de Borges.
Desde mi casi total ignorancia entendí que se trataba de una nueva forma de llegar al conocimiento, una forma recién explorada cuyo alcance podía ser magnífico si se lo aplicaba con fines didácticos. En el interior de un museo, por ejemplo. Imaginé a un grupo de escolares en el Blanes, pasando revista junto a Máximo Santos o mezclándose con los Treinta y Tres. Cuánto más amena sería una clase en un entorno así de atractivo. Cuánto más disfrutarían. Qué fuerte sería la emoción del momento, como si se trasladaran hacia atrás en el tiempo. ¿Sentirían como yo siento la tibieza de la arena en la Agraciada y oirían el murmullo de las voces excitadas por el miedo? Solo si un buen docente los acompaña. La tecnología no ha logrado, aún, sustituir algunas cosas.