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Existen
dos tendenciasalimenticias
opuestas en la sociedad actual, un fenómeno bastante común en el análisis de
cuestiones sociológicas. Por un lado, las personas buscan llevar adelante una
alimentación más saludable y eso se traduce en libros, columnas de
nutricionistas, propuestas de restaurantes y hasta campañas publicitarias de
yogures, postres y yerbas reducidos en calorías, grasas y azúcares. Hace tiempo
se implementó el etiquetado octogonal que indica en el paquete de los productos
el exceso de sodio, azúcar y grasa que contienen. Por otro lado, los
porcentajes de sobrepeso y obesidad no bajan; por el contrario, aumentan. El
consumo de bebidas azucaradas, snacks no saludables y alimentos
ultraprocesados se mantiene en los mismos niveles.
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Claramente,
este tipo de tendencias sociales tienen múltiples factores y son material de
estudios profundos para ver qué valores se están manejando, qué franjas de
ingresos o edades están implicadas y cuáles son las contradicciones inherentes
al ser humano, que puede desayunar un yogur light con granola proteica y
frutas de estación y cenar un combo de hamburguesa doble, papas fritas con
panceta y cheddar, y Coca, agrandado. Difícil de comprender, pero cierto.
¿Quién no lo hizo alguna vez?
Empezando por
una de las dos caras de este problema, podemos decir que esa corriente hacia la
comida saludable, en la que médicos, nutricionistas y profesores de Educación
Física son los mentores, viene avanzando, afortunadamente, desde hace algunos
años. Se ha tomado conciencia del rol clave que cumple la alimentación en el
desarrollo de trastornos físicos de toda índole. Pero también se sabe que lo
que comemos actúa sobre nuestros estados de ánimo y emociones.
Un estudio
realizado por la consultora KPMG en Estados Unidos, cuyos resultados se
difundieron el mes pasado y que publicamos en esta edición, sostiene que, por
varios motivos, la pandemia profundizó un cambio en los hábitos de
compra en la industria de alimentos y bebidas que ya se venía dando.
Señala que la conciencia de los valores de cada individuo se acentuó, como si
el confinamiento hubiera provocado una fuerte introspección sobre lo que eligen
comer: 38% de los encuestados comprendió mejor qué era importante para ellos y
31% se considera más consciente de sus decisiones de compra. Y explica que el
consumo basado en valores significa que más allá de la comodidad, la marca, la
funcionalidad y el precio, los consumidores compran productos y servicios de
acuerdo con sus preocupaciones económicas, sociales y ecológicas. Dicho esto,
el 43% de los consumidores prefiere comprar marcas alineadas con sus valores.
Después de
enfrentarnos a una enfermedad que nos mostró de cerca la muerte, uno de esos
valores resignificados es la alimentación sana, que puede generar más energía y
anticuerpos. Además, haber pasado tanto tiempo en casa facilitó la posibilidad
de cocinar y el auge de la comida casera.
Quienes viven
rodeados de adolescentes habrán notado que en el último tiempo ser vegetariano
se ha puesto de moda. Que, aunque consumen snacks sin piedad, a veces
buscan que esos bocados tengan menos sal o menos azúcar. Que frente a la
góndola del supermercado se inclinan por el producto light o dietético.
Y que fueron los primeros en negarse a seguir usando las pajitas de plástico.
Pues está estudiado. Según KPMG, la generación Z, nacidos a partir de 1997,
posterior a la millennial, es la que ha desarrollado una mayor
conciencia de la importancia de comer sano en el último año (62%), comparada
con las generaciones anteriores: baby boomers (los nacidos al
fin de la Segunda Guerra Mundial) 47%, la Generación X (entre 1965 y 1980) 53%,
y los millennials 60%.
Por un lado,
son datos positivos y esperanzadores (aunque el estudio se haya hecho en
Estados Unidos, aseguran que es extrapolable a otras regiones) en cuanto a la
alimentación como tema de prevención en salud. Sin embargo, en el otro extremo
están las cifras que indican una realidad contundente: el sobrepeso y la
obesidad, que alcanzan índices obscenos debido a la mala alimentación, la
comida chatarra, los ultraprocesados, las políticas públicas insuficientes y,
sobre todo, el poder adquisitivo. Porque es sabido: comer sano es caro y lleva
tiempo. Cocinar comida casera insume minutos u horas que los trabajadores a
tiempo completo no tienen. Y comer, hay que comer. Entonces, llega la hora de
la cena, el estómago se queja y la manera más rápida de resolver nunca es la
más sana.
Pero si la intención de la
población está en querer comer más sano, el problema radica en la oferta. El
problema está, entonces, en la industria, que debería dejar de producir
alimentos nocivos para la salud y encontrar la manera de colaborar con el
consumidor en poder resolver rápido pero de forma sana. La tarea no debe ser
sencilla, pero los conocimientos adquiridos y la tecnología aplicada a la
alimentación hoy ofrecen todas las posibilidades para poder desarrollar el
mejor alimento para el ser humano.