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Las redes llegaron para cambiar las reglas de juego. Lo hicieron en la forma en que nos mostramos, en que se comunican los adolescentes, en que se difunden las noticias y, para ponerse a tono con el contexto uruguayo, en que se desarrolla una campaña electoral. Era bastante evidente que también iban a modificar la forma de vivir y ver el arte.
Las redes llegaron para cambiar las reglas de juego. Lo hicieron en la forma en que nos mostramos, en que se comunican los adolescentes, en que se difunden las noticias y, para ponerse a tono con el contexto uruguayo, en que se desarrolla una campaña electoral. Era bastante evidente que también iban a modificar la forma de vivir y ver el arte.
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Así como algo puede resultar comestible o adorable, ahora los objetos o situaciones también pueden ser "instagrameables". En esta nueva categoría entra desde un plato de comida hasta un atardecer o una mascota (preferentemente gatos). Y no se trata de cualquier foto o story, sino una que cumpla con una tríada de condiciones que en mayor o menor medida son belleza-gracia-novedad. Las redes llegaron para cambiar las reglas de juego. Lo hicieron en la forma en que nos mostramos, en que se comunican los adolescentes, en que se difunden las noticias y, para ponerse a tono con el contexto uruguayo, en que se desarrolla una campaña electoral. Era bastante evidente que también iban a modificar la forma de vivir y ver el arte.
Hace unos meses, mi Instagram (igual que el de muchos colegas) se inundó con fotos de La piscina de Leandro Erlich, una obra tipo instalación que el argentino ya había expuesto antes pero que en ese momento llegaba como pieza estrella al Malba. La muestra de Erlich tenía otras obras que también eran instagrameables (de hecho, las fotos de El avión, una pieza linda pero no tan impactante, también fueron furor en redes), pero La piscina batió todos los récords. Tanto es así, que incluso alguien me llegó a comentar que se le habían ido las ganas de ir a visitar la muestra en Buenos Aires de tanto que ya había visto la obra en redes. El comentario al pasar resultó más que entendible y justificable tres meses después: la muestra de Erlich cerró a fines de octubre con 240.000 visitantes, convirtiéndose en la más taquillera en la historia del museo fundado por Eduardo Costantini.
El fenómeno abre un debate que no es nuevo: el celular, ¿aliado o enemigo? ¿Cuco o herramienta? ¿Democratización o esnobismo? Seguramente, no haya una única respuesta, pero lo que las cifras indican es que el arte, reducto culto históricamente reservado a unos pocos, está llegando a más gente. En la nota que publicamos en este número, Fernando López Lage, artista y director de la Fundación de Arte Contemporáneo, dice que lo que se está generando "es una nueva forma de ver el arte", que además implica una actitud mucho más activa de parte del espectador. Aquello de "prohibido tomar fotografías" se cayó por su propio peso, caducó ante una forma moderna de disfrute que quizás todavía no sea perfecta, pero sí perfectible. La imagen seguramente le resulte familiar a cualquiera que haya ido al Louvre a ver la Mona Lisa, que con su semisonrisa detrás del vidrio soporta miles de turistas a diario que recorren uno de los museos más grandes del mundo solo para verla y tomarle una foto.
Foto que, muy probablemente, como preámbulo de la imagen de Leonardo da Vinci tenga una masa de cabezas y manos de distintas nacionalidades. La situación no deja de ser curiosa: entre el vidrio, la escasa luz y la multitud hay imágenes de La Gioconda de mucho mejor calidad en cientos de libros o, incluso, en internet. Pero la fotografía es de cada uno, y tiene el sabor único de lo personal.
Allí creo que está el nudo del asunto. La foto no es la experiencia en sí, pero forma parte de ella. Según varios estudios de universidades en Estados Unidos y Europa, usar el celular para tomar una fotografía aumenta la recordación de lo vivido y el disfrute. Quien haya ido a un museo con niños sabe que esto es así. Aquella situación que a priori da miedo o parece alejarnos de ese momento único, en realidad puede servir para volver a él cada vez que uno quiera. En una charla Ted, Jia Jia Fei, experta en arte y estrategia digital, con experiencia en el Guggenheim de Nueva York, se refirió justamente a eso. El público ya no fotografía la obra en sí, se fotografía con la obra, el mensaje es yo-estuve-ahí. "Vine, lo vi y me saqué una selfie", lo resumía.
Recorrer una exposición de forma banal (esto también se aplica a un castillo o una ciudad entera) no depende de la foto que uno vaya a sacar sino de la actitud con la que uno se acerque a ella y, como bien distingue López Lage, la predisposición a verla como una escenografía para Instagram o como piezas que disparen el pensamiento crítico o la emoción.
En Uruguay, este año el fenómeno que revolucionó el mundo del arte fue la muestra de Pablo Picasso en el Museo Nacional de Artes Visuales. Por primera vez se decidió que un museo público cobrara entrada. Y la exposición fue vista por 185.000 personas, otro récord. Las fotos e historias en Instagram también recorrieron las redes sociales. Enrique Aguerre, director del MNAV, no duda un segundo en qué responder sobre este nuevo fenómeno: "La magia de la obra está en la obra, no va a desaparecer porque alguien le tome una foto". Cuánta razón tiene. Podrá cambiar el arte, podrán cambiar los soportes y los formatos, pero lo que no va a cambiar nunca es la importancia de tomarse un rato para, simplemente, mirar.