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La verborragia tuitera, las decenas de rayitas en las historias de Instagram y las reflexiones de Facebook que se vieron en estos días no hacen otra cosa que reafirmar la vigencia de un fenómeno del que se viene hablando hace ya un tiempo y que, por supuesto, tiene nombre propio: el oversharing
imagen de Editorial | No hace falta compartirlo todo
La verborragia tuitera, las decenas de rayitas en las historias de Instagram y las reflexiones de Facebook que se vieron en estos días no hacen otra cosa que reafirmar la vigencia de un fenómeno del que se viene hablando hace ya un tiempo y que, por supuesto, tiene nombre propio: el oversharing
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Marzo empezó con todo. En Uruguay, en una sola semana se juntaron la asunción del nuevo gobierno, el recital de Ricky Martin, el arranque de la Copa Libertadores, la Patria Gaucha, el Día de la Mujer y el regreso de los Backstreet Boys.
Más allá de las coberturas en los medios tradicionales -léase prensa, televisión y radio-, de ser tema de conversación en el almuerzo del trabajo o la reunión con amigos, la intensidad en las redes sociales se multiplicó por 10. La verborragia tuitera, las decenas de rayitas en las historias de Instagram y las reflexiones de Facebook que se vieron en estos días no hacen otra cosa que reafirmar la vigencia de un fenómeno del que se viene hablando hace ya un tiempo y que, por supuesto, tiene nombre propio: el oversharing. El término no es un gran hallazgo, simplemente permite poner en una misma bolsa un comportamiento que todos conocemos y que muchos (conscientes o no tanto) hacemos: compartir demasiado.
Aunque no necesariamente todos debemos estar de acuerdo en lo que es el ámbito privado, hay nociones que son indiscutibles. Según varias definiciones, se trata de la parte más profunda e íntima de una persona sobre la que se tiene el absoluto derecho de protección. Claramente, lo que para una persona de 60 años es absolutamente privado puede no serlo para un adolescente de 15, y viceversa. Sin embargo, es innegable que todos tenemos una parte de nuestra vida que queremos preservar, mantener en un círculo de confianza, y apartar de la mirada del resto de la sociedad.
O al menos así era hasta hace no tanto tiempo. Sin intención de demonizar a la tecnología -aliada incontable de tantos avances para la humanidad-, parece necesario rever el uso que se le da (siempre) y que se le está dando (ahora). Hoy, basta darse una vuelta por cualquier muro o timeline de una red social para comprobar para qué se usa: amigos, conocidos o perfectos desconocidos comparten absolutamente todo sin ningún tipo de pudor. Y aunque no lo parezca, en la red todo permanece para siempre.
Hasta ahora, se ha hablado sobre todo de los problemas de esta conducta relacionados a la seguridad. Que no sabemos dónde termina una foto o un comentario, por más que controlemos el mensaje original. Que dar demasiada información sobre las actividades que hacemos o dónde estamos puede ser peligroso. El tema de la exposición a la que los padres someten a sus hijos desde antes de nacer merece un capítulo aparte: suele empezar con la foto de la ecografía (cuando no con la del test de embarazo), le siguen la panza, el parto, el cordón umbilical, el primer baño y una lista infinita de escenas y actividades como, por ejemplo, un video bailando La Mordidita o con el disfraz de turno en Halloween.
Según varios estudios internacionales, cada vez más chicos les piden a sus padres que eliminen sus fotos de las redes sociales y el fenómeno del oversharing afecta a cuatro de cada cinco niños en el mundo. Además, se volvió uno de los temas más recurrentes en las terapias de familia, donde los menores reprochan la sobreexposición en redes sociales, entendiéndola como un abuso de su intimidad.
Todavía cuesta tomar conciencia de que una foto o un comentario nos puede costar una oportunidad de trabajo o nuestro trabajo mismo. Porque en la red, cada vez más, uno es lo que publica (sea a propósito o no). Muchas generaciones tienen el hábito de postear absolutamente todo lo que les pasa y comentar de todos los temas. Así, con solo hacer un rápido scroll, sabemos qué cocina, cómo ordena los placares, a qué colegio van sus hijos, cuál es su situación sentimental, a dónde viaja, cuántos kilómetros corre, a qué recital fue y qué opina de la actualidad local e internacional gente que no es cercana o a la que tal vez nunca vimos personalmente. La necesidad de aprobación, lo que algunos llaman la "tiranía de los likes" -peligrosa sobre todo entre los adolescentes-, hace que las personas muestren y presuman sobre temas y actividades que antes jamás habrían hecho públicos.
Si bien desde el otro lado de la pantalla siempre está la opción de silenciar o dejar de seguir a alguien, esa no puede ser la solución definitiva. Las redes sociales -cada una con su perfil- tienen su cometido y, bien usadas, son una herramienta útil para acercar a las personas ya sea en el ámbito personal, social o profesional. Lo que todavía falta entender es que no hace falta compartirlo todo. Algunos nativos digitales ya parecen estar haciéndolo, pero todavía son minoría. Hace un par de semanas, en la revista publicamos un artículo cuyo disparador era esa sensación compartida de que la red nos espía. Y allí quedaba claro que, a partir de todas las actividades que habitualmente hacemos en la web (desde las compras en el super hasta la reserva de un hotel, la película que miramos o la elección de un regalo), Internet tiene información de sobra acerca de nosotros. ¿Para qué darle más?