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Tener tiempo. Darse
un tiempo. Perder el tiempo. Añorar otros tiempos. Que falta el tiempo. Tiempo
ocioso. Hacerse el tiempo. Las expresiones relativas al tiempo —su uso,
disfrute o desperdicio— son muchas, y la lista podría seguir según la
situación, el tema o incluso el momento vital al que se haga referencia. Es que
el concepto del tiempo es, quizá, uno de los más universales de todos. Una
frase del escritor español Baltasar Gracián, del siglo XVII, dice así: “Lo
único que realmente nos pertenece es el tiempo. Incluso aquel que nada tiene,
lo posee”.
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Hoy, cuatro siglos más tarde, ese
concepto sigue más vigente que nunca. Se suele decir que el tiempo es el bien
más preciado, pero al mismo tiempo hay algo en la vorágine de la vida cotidiana
que hace que no se lo valore en sí mismo. Desde que nacemos tenemos una
cantidad indeterminada (casi impredecible) de tiempo de vida. Nadie sabe de
cuánto disponemos. Sin embargo, lo más frecuente es que actuemos como si fuera
inagotable e infinito. Recién cuando nos detenemos a pensar un poco —factores
determinantes como una pandemia o la muerte de alguien cercano— nos damos
cuenta de que el tiempo es finito y que está en uno ver cómo lo aprovecha.
Sentir que vivimos a las corridas,
decir que el tiempo no alcanza para nada o desear que el día tenga más de 24
horas es de lo más común. Combinar con éxito el desarrollo laboral con la vida
familiar y los ratos de dedicación personal no es algo que logre todo el mundo.
Es, más bien, una aspiración compartida por muchos. No es casualidad que en el
mundo corporativo este dilema ya sea materia de estudio. Y quienes se
interiorizaron en el tema aseguran que no necesitamos más horas, sino que el
secreto está en saber administrar mejor las que tenemos a disposición.
“Aquellos que se conviertan en expertos administradores del tiempo serán un
remanente altamente cotizado por las empresas. Siempre ‘falta tiempo’ y los que
prueben lo contrario serán vistos como mentes brillantes, similares a los que
cambiaron la historia al inventar la rueda o Internet”, publicaba ya hace unos
años el diario chileno La Tercera en una columna de opinión sobre el
tema.
En esta puja constante por darle el
mejor uso posible al tiempo pensé al leer la nota sobre residencias artísticas
en Uruguay que publicamos en este número. El comienzo de Alejandra Pintos es
por demás elocuente: ¿qué sentiría cualquier persona si le ofrecieran pasar un
mes lejos de su casa, en un entorno agradable, con todas las necesidades
cubiertas, con tiempo para hacer lo que quiera y pocas obligaciones? Yo, sin
necesidad de cerrar los ojos, ya siento una mezcla de alivio y placer.
Las residencias para artistas, un recurso que surgió
alrededor de 1900 en Reino Unido y Estados Unidos y se extendió al resto del
mundo hace varias décadas, están pensadas justamente para que los creadores
dispongan de todo el tiempo deseable y necesario para hacer su arte. Pero eso
no implica pintar 20 cuadros, a veces simplemente significa reflexionar sobre
un tema o intercambiar experiencias con los locatarios. En América Latina,
donde los artistas por lo general no pueden vivir de su obra y tienen otros
trabajos muchas veces full time, esta herramienta cobra otra
importancia. “Es necesario para el artista tener ese tiempo de pensar un
proyecto sin tener la presión de hacerlo ya, entregarlo, que haya una muestra,
todo alrededor de un objeto. (...) El tiempo de investigación o de sentarse a
ver qué se le ocurre es lo que yo encontraba que no había”, contó a Galería
Violeta Mansilla, directora de Fundación Ama Amoedo Residencias Artísticas
(FAARA), en José Ignacio. Y agregó que cuando les preguntó a los artistas que
llegarán en breve a Uruguay qué iban a investigar y qué necesitaban, ambos
dijeron que precisaban tiempo. FAARA es la más nueva de las propuestas y se
suma a otras residencias como Campo Abierto, en Rivera, Campo, en Garzón, y los
programas del Espacio de Arte Contemporáneo, en Montevideo.
Al leer las explicaciones y
argumentos de quienes llevan adelante estas residencias su discurso no solo
tiene lógica, sino que también resulta indispensable y aspiracional. Sin
embargo, al común de los mortales todavía nos cuesta dedicar tiempo simplemente
a pensar para recién después hacer (y esto no aplica únicamente al arte, por
supuesto). El tiempo libre, en tanto, es tan deseado como condenado. Tendemos a
llenarlo de actividades, por más que algunas sean placenteras o consideradas de
ocio. Aceptamos compromisos con los que hay que cumplir, nos dejamos llevar por
la corrección política. En ocasiones damos esa batalla, que finalmente
perdemos. El éxito todavía se mide según la productividad, y si es tangible
mejor. Hay que terminar de entender que el tiempo es un bien en sí mismo, tal
vez el más necesario para llegar a los objetivos, sean estos los que sean. No
es el camino, es la recompensa.