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La cultura da batalla

En las últimas semanas, buena parte de Occidente le bajó el telón a la cultura rusa y sus artistas. El Teatro Real de Madrid suspendió las actuaciones del Ballet Bolshói, la compañía estatal más prestigiosa de Rusia, previstas para mayo. Lo hizo incluso luego de que el director del histórico teatro moscovita, Vladímir Urin, firmara un manifiesto en rechazo a la guerra, y que su director musical, Tugan Sokhiev, dimitiera a ese cargo y al que tenía en la Orquesta Nacional del Capitole de Toulouse (Francia). Lo mismo resolvió el Royal Opera House de Londres. Irlanda y Grecia, por su parte, prohibieron la proyección de espectáculos grabados de El lago de los cisnes. El Liceu de Barcelona confirmó que Anna Netrebko, considerada cercana al presidente Vladímir Putin, no cantará en el concierto de su 175 aniversario, previsto para el 3 de abril. La Ópera Metropolitana de Nueva York tampoco incluirá a la soprano en la grilla de sus próximas temporadas. La Scala de Milán prescindirá de su voz y de la presencia de uno de los más prestigiosos directores de orquesta rusos, Valery Gergiev. “El teatro decidió que acoger a un artista afín a Putin, que había defendido la anexión de Crimea, resultaba insostenible”, publicó El País de Madrid. El principal argumento es no contribuir a financiar el gobierno de Putin; pero la realidad, los límites y las consecuencias son más complejos que eso.

Importantes grupos de rock y pop como Green Day, Franz Ferdinand o The Killers cancelaron sus giras en Rusia. El festival de Eurovisión expulsó al país del concurso este año. Grandes compañías de cine como Disney, Sony y Warner no estrenarán allí sus próximas películas. Netflix canceló todos sus servicios en el país, incluidas las producciones en proceso y la posible compra de filmes y series locales. Y Spotify suspendió su suscripción de pago para los residentes.

La catarata de cancelaciones también está afectando a artistas fallecidos. Y así este nuevo frente de batalla se vuelve interminable. La Filmoteca de Andalucía, por ejemplo, suspendió la proyección de Solaris, emblemática película dirigida por el ruso Andréi Tarkovski, y la sustituyó por la versión de la misma obra que realizó el estadounidense Steven Soderbergh.

Uno de los casos más sonados ocurrió cuando se supo que la Universidad Milano-Bicocca, en Italia, había evaluado suspender un curso destinado a Dostoievski  por la posible polémica que pudiera generar entre los estudiantes. Finalmente la medida no se concretó, pero parte del daño ya estaba hecho. Pocos días después, el alcalde de Florencia, Dario Nardella, contó que había recibido un pedido para eliminar la estatua de Dostoievski del parque Cascine. “No nos confundamos. Esta es la guerra loca de un dictador y su gobierno, no de un pueblo contra otro. En lugar de borrar siglos de cultura rusa, pensemos en detener rápidamente a Putin”.

Aunque esta última frase es más una expresión de deseo que otra cosa, ya son varios los artistas que en estos días se han pronunciado en contra de esta cultura de la cancelación y en pos de separar la cultura de la política. Sobre el episodio de la Universidad Milano-Bicocca, el escritor español Fernando Savater fue tajante: “Eso es mear fuera del tiesto: ni Mozart tiene la culpa de Hitler ni Dostoievski de Putin”. En el caso de Tarkovski, por ejemplo, es sabido que tuvo que exiliarse de la URSS en 1984.

Daniel Barenboim, referente de la música clásica actual y director de la Staatskapelle de Berlín, también defendió el rol y el trabajo de los artistas: “La cultura rusa no es lo mismo que la política rusa. Debemos condenar la política fuerte y claramente y distanciarnos de ella inequívocamente. Pero no debemos permitir una caza de brujas contra el pueblo y la cultura rusas”. En su último concierto, el director incluyó bajo su batuta el himno nacional ucraniano.

En Uruguay, un poco más lejos de la guerra entre Rusia y Ucrania, consultado por Búsqueda, el director de la Orquesta Sinfónica del Sodre, Stefan Lano, manifestó miedo y tristeza por la situación en la que quedaron atrapados los artistas. “No se puede cancelar una cultura. Gergiev no tiene nada que ver con lo que está pasando, ni Anna Netrebko ni Tchaikovsky ni Dostoievski”. Tanto el maestro Gergiev como la soprano Netrebko recibieron presiones para pronunciarse sobre la invasión rusa. A Gergiev se lo amenazó con perder su cargo si no tomaba distancia públicamente del gobierno mientras que Netrebko resolvió alejarse un tiempo de los escenarios.

Penalizar a la cultura y sus artistas por las decisiones de sus gobiernos parece un sinsentido. De hecho, muchos renunciaron a sus cargos (Elena Kovalskaya, directora del teatro estatal Meyerhold de Moscú), a participar en eventos internacionales en representación de su país (Kirill Savchenkov y Alexandra Sukhareva, que iban a la Bienal de Arte de Venecia) o se manifestaron en contra de la invasión (el cineasta Kirill Sokolov firmó peticiones online en contra de la guerra, pero el festival de Glasgow igualmente retiró su filme de la programación), sin que eso los liberara del estigma o de la supuesta responsabilidad por lo que está sucediendo. Pese a las consecuencias fácticas —como quedarse sin trabajo— y a las emocionales —verse invadidos por el miedo—, más de uno decidió dar el paso y convertirse en blanco de una caza de brujas real y peligrosa. 

Es cierto que en tiempos de guerra las alarmas se encienden y el mundo pasa a pertenecer a un bando o al otro. Son los buenos y los malos. Los culpables y los inocentes. Los poderosos y los débiles. Cualquier tipo de simpatía —o empatía— con el enemigo es fácilmente condenable. Más aún en la era de la globalización y la información. De allí se nutre la cultura de la cancelación, que quizá siempre existió, pero que ahora se amplifica con la inmediatez (y el anonimato) de las redes sociales. Todo se aplaude o condena al ritmo de un tuit. Y lo que parece ser una declaración de principios en realidad es la actitud más fácil, casi adolescente: cerrar los ojos a lo que no me gusta y hacer de cuenta que no existe.

Por suerte, no es tan sencillo borrar la cultura de un plumazo.