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La deconstrucción llegó hasta la puerta

En el mundo y en la historia reciente, las mujeres ya libramos y ganamos muchas batallas. Con la belleza todavía nos falta

Hay recuerdos que nuestra memoria guarda como una imagen. Este es uno de esos casos. Yo, 18 años, volviendo después de varios meses de viaje porque mi madre estaba enferma. Llegué de madrugada. Tenía un jean clarito, buzo de jogging con los nombres de todos mis amigos y championes. Cara de dormida y el ánimo por el piso. Una de las personas que me recibió me dijo cuánto le alegraba verme. Después me miró y completó: “Tenés las piernas como dos macetones”. No me olvido más. En aquel momento me enojé, aunque también pensé que tenía razón. Los kilos que había engordado en el viaje estaban todos concentrados ahí, en las piernas. Honestidad brutal. Hoy, con el paso de los años, me doy cuenta cuánto daño pueden hacer tan pocas palabras.

Para las adolescentes uruguayas de los 90 la referencia eran las series y programas argentinos. Cris Morena, Clave de Sol, Montaña Rusa, La banda del Golden Rocket... Dentro y fuera de la pantalla la flacura era sinónimo de belleza. Las cirugías estéticas se empezaban a volver más masivas y menos condenadas. Los rulos había que plancharlos, el jopo tenía que quedar impecable, la panza había que esconderla, la celulitis disimularla o tratarla. Todas buscamos el 90-60-90 imposible de lograr. El modelo de belleza (igual que el sexual) era hegemónico y, casi, no se ponía en discusión. Así como la delgadez era sinónimo de belleza, las curvas y los rollitos eran la señal de alerta para empezar la dieta y no mostrar el cuerpo. “Fulana está más flaca, está más linda”. “Mengana ahora está mejor, se puede poner minifalda”. “No entiendo cómo Zutana usa esos tops tan cortos”.

Muchas generaciones —la mía entre ellas— crecieron con esas ideas sonando fuerte y constante. Las decían madres, tías, madrinas, amigas. Mujeres mirando nuestros cuerpos y el de las demás. Opinando. Criticando. Comparando. Juzgando. Una especie de gota que horadaba la piel de la autoestima y la empatía. Y hoy, que el discurso cambió y que muchas ya somos madres, no es fácil desprenderse de esos mandatos que durante tantos años parecieron absolutos. Nos resulta difícil con los demás y también —quizás aún más— con nosotras mismas. Siempre aparece algún defecto que queremos disimular, algún flanco mejorable, perfectible. Hay, todavía, una carrera permanente contra el paso del tiempo. No a las arrugas, no a las canas, no a las estrías, no a la celulitis, no, no, no.

Cecilia Dopazo, una de aquellas actrices que idolatrábamos (integró Clave de Sol), contó en una entrevista que le hicimos la semana pasada a propósito del estreno de la obra Radojka en Montevideo, cómo la pandemia le hizo ver y entender ciertas cosas. Decidió, por ejemplo, dejar de teñirse el pelo y llevar las canas, un proceso que documentó y argumentó en redes sociales. Dice que tiene un “Instagram en pantuflas”, porque sin proponérselo empezó a relajarse, mostrarse y encontrar su propia voz. Se hartó de ser esclava de la tinta (algo que también pasa con la depilación y que claramente es cultural). No fue fácil, tuvo varias voces en contra, cercanas, cuestionadoras. “Este acto no habla solamente de una cuestión exterior sino que también es un cambio muy profundo de paradigma”, dijo. Esta fue la transformación más visible para los demás, pero hubo otras. No aceptó protagonizar más campañas publicitarias de tratamientos estéticos, que antes hacía y representaban un buen ingreso, sobre todo en pandemia. “Es una tortura pensar que hay algo malo con tu cuerpo porque tenés celulitis, que venga el verano y sea una batalla para las mujeres. Estoy en las antípodas de eso”.

Nos hicieron un daño que no se corrige en poco tiempo. Seguramente hagan falta varias generaciones para que el paradigma sea realmente otro. Aunque racionalmente entiendo y celebro cuando me cruzo con alguien que logró desprenderse de estas mochilas cargadas de prejuicios y mandatos sin sentido, admito que todavía me cuesta hacerlo propio. Hace unas semanas, mientras conversábamos del tema, una colega casi 20 años menor, un poco en serio y un poco en chiste me dijo: “A vos la deconstrucción te llegó a la puerta”. Tiene razón. La teoría está, falta ponerla en práctica todos los días.

Entre los adolescentes hace un tiempo circula la llamada “regla de los cinco segundos”, que no tiene nada que ver con el tiempo que pasan los alimentos en el suelo para consumirlos, sino con cómo nos relacionamos con los demás. Surgió en las redes, más precisamente en TikTok, y rápidamente se volvió viral. Consiste en que si ves algo en la apariencia del otro que no puede cambiarse o resolverse en cinco segundos, como el peso, los dientes, granitos o cicatrices, entonces mejor no lo menciones. En cambio, si lo que ves sí puede corregirse en cinco segundos, como tener comida entre los dientes o una ropa mal puesta, entonces se lo podés decir para que lo arregle. En definitiva, nadie tiene derecho a opinar sobre el cuerpo del otro. No debería suceder, no tiene razón de ser. Hoy, se cuentan por millones los jóvenes que luchan porque su aspecto no condice con el ideal, que sufren trastornos de autoestima o alimenticios por cumplir con un modelo, que se deprimen o lastiman porque no encuentran su lugar en el mundo. No hay una única belleza. No tiene por qué haberla. No sucede en el arte, ni en la naturaleza, ni en la arquitectura...

En el mundo y en la historia reciente, las mujeres ya libramos y ganamos muchas batallas; o al menos avanzamos con paso firme en la lucha. Sucedió en el mundo laboral, con la maternidad y con las libertades e igualdades en general. Con la belleza todavía nos falta. Paradojas de la vida, que lo que más nos cueste sea amigarnos con la imagen que nos devuelve el espejo.