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Sobre el final de mis vacaciones, mientras intercambiaba recomendaciones de libros con una amiga, caí en la cuenta de que la gran mayoría de las lecturas de mi último año habían sido escritas por mujeres y tenían que ver con la maternidad. No eran manuales ni autoayuda ni todos iguales, pero la figura de la madre —y la de una hija mujer— estaba siempre presente. Pasaron por mi memoria Milena Busquets y su También esto pasará, Rafaela Lahore y Debimos ser felices, Irene del Ponte con Todo es amarillo, Fernanda Trías y La azotea y Guadalupe Nettel y La hija única.
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Por (dos) obvias razones, la maternidad me es un tema cercano. Hace un tiempo, una experta en terapia celular que conocí me dijo que algo importante había pasado en mi vida cuando yo tenía 29 años. Me llevó varios segundos darme cuenta de que a esa edad me había convertido en madre por primera vez. Hasta ese momento, siempre había sentido que el punto de inflexión en mi vida había sido a los 19, con la muerte de mi madre. No se trataba de una contradicción sino de una confirmación. No había forma de eludir la fuerza de la maternidad.
Cada una de esas historias que leí me atrapó por distintas razones. Todas removieron parte de mis recuerdos y de mi experiencia. Algunas despertaron risas, otras nostalgia, otras lágrimas. Me dieron ganas de tomar un lápiz y subrayar las frases inteligentes, esas que me hubiera gustado poder escribir yo, o que me hubiera gustado que alguien me dijera alguna vez. Envidié ciertas sensaciones, rechacé otras y me dieron ganas, una vez más, de tener la valentía de contar mi versión. Cuántas veces lo pensé y cuántas lo descarté. ¿Qué tiene de especial mi historia? ¿Y la tuya? ¿Y la de ella? Todo y nada.
Ninguna maternidad es medida de otra. Cada una es única e irrepetible. Las que transitan las páginas de estos libros están lejos de ser perfectas, y eso es lo que las vuelve cautivantes y humanas. “Esa noche soñé que engordaba tanto que me convertía en una ballena y que unos marineros me levantaban por la cola y me tiraban al mar. Entre esos marineros estaba papá”, dice la protagonista de Trías sobre los primeros meses de embarazo. “Antes de que yo naciera, mi madre ya había escrito una nota de suicidio. La tarde en que la leí, estábamos en su casa y yo tenía más de veinte años”, arranca Lahore la novela de autoficción que fue premiada en Chile. “Tras pasar toda la vida en un programa de protección de testigos virtual, me han encontrado. Me levanto sabiendo algo de mí misma: soy la hija de la amante. Mi madre biológica era joven y soltera, mi padre mayor que ella y casado, con una familia propia”, cuenta A.M. Holmes, sobre el momento en que, a los 30 años, le dicen que su madre biológica la está buscando. En diciembre de 1961 sus padres adoptivos también habían recibido la llamada de un abogado, pero distinta: “Su paquete ha llegado y está envuelto en cintas rosas”.
Sobre el final de La hija única, una de las mujeres de la novela de Nettel que no tiene un rol protagónico pero marca la cancha con su historia y sus consejos, lanza una de las frases más crudas del libro: “Yo pienso que llega un punto en que todas las madres nos damos cuenta de esto: tenemos a los hijos que tenemos, no a los que imaginábamos o a los que nos hubiera gustado tener, y es con ellos con quienes nos toca lidiar”.
Al leer estas historias fui confirmando que la maternidad es, además, un camino de generosidad recíproca, que nuestros hijos también nos enseñan todos los días. Y cuánto. Funciona como por empujes, por rachas que dependen a veces de la edad, de los desafíos a los que nos enfrenta la vida o simplemente de su personalidad. Ese aprendizaje parecería multiplicarse en vacaciones, cuando no hay corridas, horarios ni tantas responsabilidades. Cuando les damos el tiempo, ellos nos muestran que no todo es como lo imaginamos o como lo deseamos. Que los límites entre lo que está bien y está mal es difuso. Que no hay hijos perfectos ni padres perfectos. Que lo que funciona hoy quizás mañana ya no. Y que eso no es sinónimo de fallar.