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En mi familia, el ayuno de Iom Kippur (Día del Perdón) se solía cortar en mi casa con un café y algo dulce. Allí se juntaban (nos juntábamos) primos, tíos y abuelos a la salida de la sinagoga y antes de la opípara cena. Era una cuestión breve pero disfrutable, era parte importante del ritual. No sé si ocurrió durante muchos o pocos años, yo lo recuerdo en mi adolescencia, cuando la edad ya me permitía ayunar y el compromiso con la fe me daba ganas de hacerlo. Allí salía a relucir la mejor vajilla, la que se usaba solamente los días de fiesta, acompañada de los mejores cubiertos, los que se guardaban cual tesoro en el aparador del living (y que hoy por suerte están en uno de los cajones de mi cocina y disfruto a diario). Y allí también estaba, en el centro de la mesa, la rosca de canela de mi abuela. Era grande, alta y brillante. Pero la mejor parte era cuando se cortaba y aparecían, siempre diferentes, las vetas de canela y chocolate. Servirse una rodaja de la babka de la abuela Golda con un café con leche era la mejor recompensa al día de ayuno.
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Mi abuela Golda, mamá de mi papá, polaca de nacimiento y que escapó de la Segunda Guerra Mundial con tres hijos pequeños en un barco de la Cruz Roja esperando reunirse con su marido en algún punto del globo (cosa que logró varios años después), era una mujer decidida que cocinaba muy bien. Anfitriona de varias cenas tradicionales al año —sobre todo las de Pesaj y Rosh Hashaná—, no solía pasar sus recetas y, cuando lo hacía, no era muy precisa en las medidas. Todos los nietos, alguna vez, quisimos saber el secreto detrás de su sopa de pollo con kneidalaj, del kiguel de papas, de la torta de naranja y chocolate y, por supuesto, de la babka. Mi primo Alejandro, que quizás por deformación profesional se aburrió de preguntar, es el que más éxito tuvo. Después de algunos encuentros con ella en la cocina, logró pasar las preparaciones de la oralidad al papel. Hoy, cada vez que alguno de los primos pregunta por una receta de la abuela, él tiene pronto un mail para enviar. La última fue hace poco, e incluyó además de la receta de la babka una breve introducción que remataba así: “El aroma de la cocción es un beneficio adicional. La cantidad de manteca era desvergonzada, pero no quedaba pesada. Le pregunté si podía rebanar y tostar si se ponía duro con los días: hondo silencio”.
Todavía no encontré el tiempo ni el coraje de ponerme a hacer esta receta que implica varios pasos y tres componentes claves: la masa, el relleno y la cobertura. Nunca más vi ni probé una rosca como esa. Quizás por eso tanta demora… Sin embargo, un poco de mi abuela Golda y de esa rosca aparecen cada vez que pruebo una rosca de canela. Y aunque no me considero una experta catadora, debo admitir que son mi debilidad en cualquier panadería, pastelería o café al que entro. Aunque la babka nació en Polonia y el roll de canela en Suecia, ambas se popularizaron en Estados Unidos con la ola inmigratoria de la posguerra. Además, la base de la receta es la misma: harina, leche, manteca y un buen leudado. El nombre babka quiere decir “abuela” en varios idiomas eslavos y se supone que los pliegues del bollo remiten a los de una falda, como los que ellas solían usar. En Suecia al roll de canela se lo conoce con el nombre de kanelbulle, es muy popular y desde 1999 tiene un día propio que lo celebra, el 4 de octubre.
Esta semana, con el ranking que organizó Marcela Baruch y que se llevó la tapa, confirmamos que, igual que sucede con la babka (hay redondas, trenzadas y rectangulares, con chispas de chocolate o incluso Nutella), entre los rolls que ofrece el mercado local tampoco hay una única receta; y que a veces la más ortodoxa de las preparaciones no necesariamente es la más rica ni la más popular. Por suerte, como reza el dicho, hay para todos los gustos, como en botica.
No sé si habrá una explicación para esto, pero yo tengo la mía. Sucede que a veces el paladar y la memoria se alejan de las formalidades para acercarse a los sentimientos. Hay algo instintivo, casi primitivo, en el hecho de buscar los sabores que nos gustan y nos dan placer. Y entonces —igual que sucede con hechos, imágenes o sonidos— aparecen esos alimentos que no son iguales a los originales pero nos remiten a un pasado feliz. En este caso, a los sabores de la abuela y la familia.