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Una moda que incomoda

La industria de la moda, interpelada en los últimos años por ser la segunda más contaminante, vuelve a estar en el tapete

Aunque no aparece en su definición, resulta difícil a veces no colocar en la palabra moda cierta carga negativa. Sin meterme en temas de epistemología, sino más bien desde la perspectiva de una mera usuaria, asumo que este cuasi reflejo se debe a la naturaleza pasajera o cambiante que sí forma parte del término y de su aplicación en distintas áreas de la vida. “Uso, modo o costumbre que está en boga durante algún tiempo, o en determinado país”, dice la primera definición de la Real Academia Española. “Gusto colectivo y cambiante en lo relativo a prendas de vestir y complementos”, explica como segunda acepción. Ni siquiera en las expresiones estar de moda o entrar en moda aparecen signos de algo malo. Entonces, ¿por qué le atribuimos una connotación negativa o al menos peyorativa?

Sucede que, a veces —y sobre todo en este mundo globalizado, extremadamente comunicado y cada vez más veloz—, la moda que entra por los ojos (o por el celular) nos puede hacer ir en contra de nuestras propias convicciones, creencias o conocimientos. “Lo que es moda, no incomoda”, reza el dicho popular, que refiere sin doble lectura a la tiranía de este mundo, cuyos caprichos se sufren con tal de estar al día. Es como si, por arte de magia, la moda borrara de un plumazo todo vestigio de razón. O buena parte de ella.

La reflexión surge a partir de una nota de Alejandra Pintos sobre el fenómeno de la llamada moda ultrarrápida: marcas de ropa, la mayoría exclusivamente de venta online, que producen y venden a través de poderosos sistemas de software, fábricas con bajos costos y movida en redes sociales. ¿Y el diseño? Ah, sí, es una parte ínfima de todo el proceso. Pero funciona, sobre todo entre un público joven, casi adolescente, que quiere estar a la moda pero no tiene mucho dinero para gastar. Lo curioso es que esta misma generación, la llamada Z, los verdaderos nativos digitales de hoy, son jóvenes muy informados y activos a favor de un consumo ético, pero no se pueden resistir a ver algo en redes sociales y querer tenerlo tan pronto como sea posible. A la vez, esa ropa tiene un corto ciclo de vida, quizás sobrevive seis meses en el placard para luego ser descartada. Todo lo contrario a lo que se predica desde la industria de la moda independiente y sustentable.

En una nota publicada por BBC sobre la empresa china Shein a fines de 2021, la analista de la industria de la moda Emily Salter describía a los principales consumidores de sus productos como “compradores bastante contradictorios”. Y explicaba: “Los miembros de la generación Z están más dispuestos a alquilar ropa y a comprar ropa de segunda mano, pero también son los principales clientes de moda rápida, como Shein, que se encuentra bajo un escrutinio cada vez más intenso”. La explicación de cómo este gigante chino lo logra todavía no está del todo clara, pero se estima que dirigir bien sus anuncios hacia los públicos clave y apoyarse en influencers en Instagram y TikTok han sido sus principales estrategias de éxito. También organiza programas en directo en sus plataformas digitales, hace seguimiento de sus clientes y tiene un calendario permanente de descuentos y cupones.

No es casualidad, tampoco, que la popularidad de estas marcas (Shein no es la única en operar con esta modalidad, aunque sí la más exitosa) haya explotado durante la pandemia. Fue allí cuando todos vivimos a través de las pantallas, sobre todo los menores de 25 años. Según el sitio Retail Dive, 28% de las ventas de fast fashion de 2021 correspondieron a Shein, y resultó la aplicación más descargada en Estados Unidos ese año. También fue la marca de la que más se habló en TikTok el año pasado, informó la plataforma especializada en social listening, Hypeauditor.

Sus productos llegan a más de 200 países; en América Latina sus mejores mercados son Chile y México. En su web se cargan entre mil y seis mil ítems nuevos cada día, con precios que rondan los diez dólares promedio. Hay prendas por menos de un dólar y difícilmente superen los 25. Las polémicas ligadas a la ética con la que trabajan no demoraron en aparecer, tanto por su cuestionable sistema de producción, como por la calidad y la contaminación que causan las telas que utilizan, o los derechos de autor que no respetan o lo hacen a medias.

Con estos fenómenos, la industria de la moda —interpelada en los últimos años por ser la segunda más contaminante—, vuelve a estar en el tapete. Se suman nuevos escenarios y se generan nuevos dilemas. A juzgar por el rápido crecimiento y las ventas millonarias, parece un fenómeno difícil de revertir. Habrá que esperar a que esta moda pase de moda. Y ver qué consecuencias deja en el camino.