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Adrián Caetano: “Quería que esta obra no te entrara por la cabeza sino por las tripas”

Invitado por la Comedia Nacional, el guionista y realizador uruguayo dirige La Gayina, una cruda versión del cuento de Horacio Quiroga

Radicado en Argentina hace más de tres décadas, Caetano ha ido recalando en Uruguay desde que la pandemia paralizó sus actividades en la vecina orilla. Desde entonces, ha dirigido Togo, el primer largometraje producido por Netflix realizado completamente en nuestro país, y ahora, convocado por la Comedia Nacional, debuta como director teatral con una brutal adaptación del clásico de Horacio Quiroga, La gallina degollada, que hasta fines de julio estará en cartel del Teatro Solís como La Gayina.

“Quiroga me traumó, como me traumó la escuela. También me iluminó como las piñas de la maestra. Me enseñó el terror para escapar del horror y la muerte del otro me dio vida”, escribe Caetano a puño y letra, con una caligrafía temblorosa, en el programa que los espectadores reciben al ingresar a la Zavala Muniz. Una vez dentro, se encontrarán con una puesta en escena perimetral de tejido de alambre, púas y estética carcelaria —que remite a Tebas Land de Sergio Blanco—y evoca un campo de confinamiento. “Es como un gallinero de concentración en el que está encerrada la familia y sus chicos con discapacidad”, confiesa apasionado el realizador durante los primeros minutos del encuentro con Galería. “¿Viste que en los campos de concentración a los chicos se los exterminaba? Yo quería lograr esa cosa como de un loop, esa noria de la cual no pueden escapar. La única forma que tienen de huir es yendo para adelante, repitiendo lo mismo que vienen haciendo hasta que el resultado sea otro, o que Dios se digne a darles otra recompensa”.

Ese mismo corral es el que separa al público de la letárgica tragedia familiar que allí tendrá lugar en los próximos 70 minutos. Sin embargo, los espectadores no tendrán refugio alguno mientras se despluma este cuento dramático, clásico de la literatura nacional, del que serán testigos en esa noche teatral. Aullidos, gritos, llantos, histéricas risotadas y lamentos servirán de fondo sonoro para este sufrido relato contemporáneo que muchos conocimos en la etapa escolar. Una decena de actores, (seis adultos y cuatro menores) encarnarán la disfuncional familia, su particular descendencia, la sirvienta, el cura, el médico y la enfermera en un territorio sin tiempo ni lugar.

Israel Adrián Caetano nació en el Cerro, en el seno de una familia obrera. En su humilde casa abundaba la lectura y el cine como modo de agrandar las fronteras del hogar. En 1989, antes de cumplir los 20 años, decidió radicarse en Argentina donde rápidamente comenzaría a filmar, y en muy poco tiempo edificar una importante carrera en el medio audiovisual. Hoy tiene 53 años y lleva dirigida una veintena de largometrajes y casi 10 series televisivas con una rúbrica propia y una mirada crítica del tejido social.

¿Se podría decir que, una vez más, tu foco de trabajo es la marginalidad, esa cantera de excluidos, rechazados, desclasados de la sociedad?

Sí, de los débiles, los maltratados, los despreciados.

¿Pero te interesa lo marginal o por sobre todo hacer una incisión en la sociedad y ver qué hay debajo de esa superficialidad?

Me interesa descubrir la hipocresía. Yo siempre me pongo del lado de los débiles, me interesan los personajes que en su pequeño mundo tienen todas las de perder o tienen que luchar contra los designios de la tragedia que se les propone. En este caso no lo consiguen, pero en Un oso rojo (2002), en Francia (2009) y otras películas que he hecho, siento que los personajes tienen un final un poco más amable. Igual tampoco es que consiguen convertirse en millonarios, son pequeños triunfos.

Si bien esta es tu primera experiencia dirigiendo teatro —con la asistencia en dramaturgia de Roberto Suárez—, tu debut en las tablas tuvo lugar en 2021 con los elencos del Sodre, cuando dirigiste el título La principesa. ¿Cómo fue esa experiencia?

Fue precioso porque era diferente y yo solo tenía que ocuparme de coordinar la puesta en escena, el vestuario, la escenografía, la iluminación. Era un musical del coro de niños y la verdad que me hizo aprender muchísimas cosas del funcionamiento. Aquello, por sobre todo fue un alivio, todavía estaba la pandemia; aquí un poco más floja pero en Argentina estaba tremenda. Entonces traté de hacer cosas que no necesariamente tuvieran que ver con ganar guita o lucrar; necesitaba hacer cosas que me dieran placer. Ahí conocí a muchos chicos y chicas del coro. De hecho, de los cuatro niños de la obra, hay tres niñas del coro del Sodre.

Entonces las protagonistas vienen del ámbito coral y no teatral.

Sí, nada que ver. Hice un casting bastante amplio; buscaba fundamentalmente que tuvieran experiencia de estar frente a un teatro lleno. Son muy profesionales las gurisas. Quería que tuvieran cierto dominio para trabajar las deformidades físicas del personaje. Los castings eran muy graciosos, no había textos. Yo les encintaba las piernas y los brazos —era muy cruel pero era todo con permiso y buena onda—, después les pedía que juntaran cuatro sillas y las apilaran. El motivo era que pudieran construir la gestualidad del personaje, la cara, los ojos, el desplazamiento, los tics. Es increíble lo que han logrado.

La gallina degollada de Quiroga es un texto que adaptaste para el cine hace ya mucho tiempo, pero nunca pudiste filmar. ¿Esta es una adaptación de aquella adaptación? ¿Qué pasó con la primera?

Siempre fui fan de Quiroga. Antes de meterme en el audiovisual había leído los cómics de Brecha sobre Quiroga. Para mí, el cómic es un intermedio entre la literatura y el audiovisual. De hecho, yo me metí a hacer películas para hacer cosas de terror, y nunca las hice.

Es un comienzo bastante clásico en el mundo audiovisual; en Estados Unidos al menos, es la puerta de entrada para muchos directores.

Sí, la clase B genera mucho laburo. El cine de terror, en su gran mayoría es malo, entonces cuando tenés un poco de pulso y una rúbrica interesante para filmar te destacás. No así tanto en los dramas. Todos los directores yankees salen a buscar laburo y hay. Casi siempre arrancás de abajo, como en todos lados. Hitchcock, por ejemplo, hacía unas comedias retontas. Pero después hay toda una camada de directores entre los 60 y 70 que empezaron a laburar en un cine independiente de género: Harry, el sucio (de Don Siegel); películas de (John) Carpenter; El terror de (Roger) Corman y hasta (Martin) Scorsese. Después la búsqueda se amplía y se va para otros lados, pero sí, todos los grandes directores han hecho alguna peli de terror en algún momento: (Stanley) Kubrick, sin ir más lejos. Es un desafío, es el género por excelencia.

Y esta puesta teatral, ¿sería tu materia pendiente saldada?

Y bueno, creo que sí. (Risas).

El otro hermano (2017) es una película muy cruel. Recuerdo que Leo Sbaraglia estaba espantado de protagonizarla. No sé si configura como de terror, pero produce total consternación.

Sí, es verdad, pero acá hay niños. Esta obra tiene todos los condimentos del terror: niños, paternidad y maternidad, el cura, los castigos, la tragedia de la que no se puede escapar porque siempre te va a atrapar el asesino y sangre. Igualmente, me pasó algo interesante porque Quiroga tampoco era un Stephen King; lo terrorífico de él era el universo que contaba, las situaciones que sucedían, pero no era un terror clásico. No era tampoco H. P. Lovecraft, y si bien le gustaba (Edgar Allan) Poe, sus cuentos eran como que los arrancaba y de repente se aburría, y los terminaba de golpe. La gallina degollada tiene seis páginas solamente, en el imaginario parece que tuviera muchas más.

No es tampoco un cuento teatral. ¿Por qué no hiciste la película?

Cuando lo adapté a película, guion que mandé a todos lados acá (FONA, ICAU), me acuerdo que siempre me respondían: “No, es muy fuerte”. Esa es una hipocresía que tenemos acá. Somos un país que tiene una tasa de suicidio altísima… Lo que dijo la relatora de la ONU el otro día (Mama Fátima Singhateh) es muy fuerte, que tenemos naturalizado el abuso infantil. Me parece medio careta todo, somos bastante pacatos. El guion de la película tenía que ver más con el imaginario Quiroga; había alusiones a otros cuentos pero la historia principal era La gallina degollada. Lo que tiene Quiroga es que en ningún momento se pregunta por qué esta gente hace lo que hace, por qué tiene un hijo detrás del otro. Porque la búsqueda de la hija “neurotípica” no está en el cuento. Él arraigaba sus cuentos en el campo, donde se da esa cosa endogámica, entre primos, pero no explicaba nada. Yo quería huir del campo y generar el clima de una fábula infantil, que no tuviese ni tiempo ni espacio. Si ves estéticamente la obra parece un cuentito, todos pálidos, vestiditos de blanco y negro. Y pensando, me di cuenta de uno de los motivos para hacer eso. Ahí es cuando metí la religión, que también es un condimento del cine de terror.

Sí claro, hay todo un subgénero de terror religioso, desde El exorcista a La pasión de Juana de Arco, pasando por La séptima profecía.

Claro, o El bebé de Rosemary de Polanski. Está este cura que los condena y los castiga, este falso profesa, y ese Dios que nunca se lo ve, que baja en forma de sol para hacer más daño del que hay. Mi hijo vino desde Buenos Aires, y si bien no conocía el cuento, igual entendió la historia. Él entendió que esta gente hacía lo que hacía por Dios, por el mandato religioso. Esa búsqueda de la felicidad perfecta, que nunca estoy conforme con lo que tengo, lo abandono, no lo cuido. En general pasa eso; hay una cosa aspiracional en esta sociedad donde la gente nunca está conforme con nada.

De hecho, la vida del propio Quiroga estuvo muy signada por la tragedia. ¿Esa era también parte de tu intención narrativa?

No, yo quería transmitir lo que me había pasado con el cuento; me dejó traumado. (Risas) El cuento ya lo había leído mi viejo, mi vieja y yo lo leí en la escuela. Nunca entendí por qué pasaba lo que pasaba. No me daba miedo la discapacidad, aquellos “idiotas” como él les llamaba; les tenía miedo a los padres. Yo decía, por qué no paran y cuidan a ese pibe. Siempre me inquietó eso; me angustiaba pensar por qué no los querían. Creo que hice una catarsis muy grande con esta obra. Primero porque no iba a poder hacer la película, era muy difícil conseguir dinero e iba a ser una película muy críptica. En el teatro lo críptico es más aceptado, en cine no tanto. A mí me interesa que las cosas, de una u otra manera, sean populares, que no necesites el prospecto para entenderlas.

¿Es cierto que de niño le temías al encuentro teatral y por sobre todo a que los actores pudieran rozarte o dirigirte la palabra?

Sí, cierto. (Risas). Me daban miedo los títeres. No me gustaba ir al teatro donde se meten con vos, me rompe las bolas. Todo recurso es válido pero prefiero que lo que sucede ahí me conmueva sin romper esa magia de la distancia.

Pero en esta obra, sin embargo, por momentos decidís romper la cuarta pared. La sirvienta, como narradora, te advierte que la vas a pasar mal y que además no vas a poder salir.

Sí. Una cosa que me encanta de lo que se genera es que se corta el aire con una gilette; nadie habla durante la obra.

Lo que pasa es que además del cuento clásico pesa mucho tu propio prontuario. Cualquiera sabe de antemano que va a ser una obra sin compasión.

Sí, claro (Risas). Yo quería que esta obra no te entrara por la cabeza sino por las tripas; que te empezaras a sentir mal físicamente. Un amigo me decía el otro día al salir: “Tengo una contractura terrible”. (Risas) Yo no quería un teatro declamatorio; acá ningún protagonista dice lo que le pasa. Quería que la gente sintiera lo que yo padecí cuando leí ese cuento: desolación, angustia, tristeza.

Debutar dirigiendo un autor como Quiroga en el Teatro Solís no es para nada un mal comienzo. ¿Cómo llegás a la Comedia Nacional?

Yo soy muy amigo de varios actores de acá, porque cuando hice Uruguayos campeones (Miniserie televisiva emitida por Canal 4 en 2002) estuvieron casi todos. Allí estuvo: Roberto Suárez, Gustaf, (Jorge) Temponi, todos. El único que me acuerdo que no estuvo fue (Jorge) Bolani porque estaba filmando Whisky en ese momento. Y tengo un amigo, Rogelio Gracia, que cuando fue a Buenos Aires a presentar la obra sobre los cascos azules (Sobre la teoría del eterno retorno aplicada a la revolución en el Caribe de Santiago Sanguinetti) me presentó a Calderón, que era parte del elenco. Después, en pandemia, me invitaron a ver Ana contra la muerte y le propuse filmar la obra, pero no hacer un corte, sino filmar teatro. El único tipo que vi que lo hizo fue (Ingmar) Bergman; lo hacía en un estudio de televisión, en vivo y con varias cámaras. Al final, Calderón me dijo: “Sí, me reinteresa pero no lo voy a hacer porque me llamaron para dirigir la Comedia Nacional”. Al poco tiempo me llama para dirigir.

¿Conocías algo de su carrera como dramaturgo y director? ¿Qué te propuso?

Bueno, sí, la verdad que de acá he visto cosas de (Sergio) Blanco, Santiago Sanguinetti y (Gabriel) Calderón. No he visto mucho más, pero tampoco en Argentina. Calderón me propuso hacer algo de Lorca y yo le dije que prefería algo uruguayo. Lorca ya lo hizo medio mundo, es un teatro que no me gusta. El teatro en el que hablan y hablan me embola, al igual que el teatro griego y las obras de hace dos mil años. (Jean-Luc) Godard tenía una frase que decía eso, que el teatro ya no tiene mucho más para contar y que el cine sí. El cine agarra muchos de estos clásicos y los reversiona. Si agarrás Ran de Kurosawa, es el rey Lear, pero si agarrás esta serie famosa, Succession, es también el rey Lear. El cine se toma más libertades para adaptar, eso es lindo. El teatro no tanto. Me da pereza ir a ver La casa de Bernarda Alba. La he visto, y también versiones más modernas, pero me gusta más lo que me queda cerca, donde me puedo reconocer.

Luego de trabajar tantos años en el mundo audiovisual, manipulando encuadres, planos, cortes de cámara, ¿cómo es para vos trabajar en teatro, donde todo sucede en vivo?

Es otro lenguaje, pero a mí lo que me interesa es narrar y creo que la obra es narrativa. Avanza, suceden cosas, pasan otras… Cuando empecé a narrar observé: hay que contar los nacimientos, la erosión de la pareja y el drama familiar, que es algo que no está en el cuento. Ahí es donde empecé a usar recursos del teatro. Yo me dije: si logro instalar los nacimientos en el primer acto, ya está logrado. El otro día, Margarita Musto, una actriz que admiro mucho, me dijo: “Utilizaste todos los elementos narrativos del teatro, no hay nada de cine”. Había gente que pensaba que yo iba a poner cámaras o proyectar algo. No, yo quería hacer teatro. “De última, chocar el Scania”, como decía Maradona, pero ir en esa búsqueda.

El hecho de que casi la mitad del elenco sean menores de edad es un detalle poco habitual en una obra de la Comedia Nacional, especialmente, considerando que es una pieza teatral bastante cruenta, con visos de terror. ¿Cuáles son los recaudos y el seguimiento planteado en relación con esa participación? ¿Qué pasos hubo que seguir institucionalmente?

Yo lo planteé siempre como un juego. Nosotros no maltratamos a nadie. Insisto, somos bastante pacatos. A la obra le pusieron “No apta para menores de 18 años” y a mí me jode. Si agarrás La profecía o El exorcista, los niños son un elemento importantísimo en el terror, ya sea el niño en peligro o el que mata. Hace unos años estaba viendo un making off de una película de (John) Carpenter donde se ve a los niños todos maquillados y todos se divertían mucho. Esto lo planteamos igual, siempre fue lúdico.

¿Estuvo descartado de plano que fuesen actores adultos fingiendo la infancia?

Sí, descartado. No hubiese tenido el mismo impacto; a mí lo que me atormentaba era que eran niños. Me acuerdo que un flaco que me asesoraba, me insistió en que fueran grandes y que no se vieran mucho. Y yo quería lo contrario, que se viera todo, 360; no ocultarle nada al espectador y que se banque la piña. Yo les conté a los niños que después del último ensayo, mucha de la gente me había confesado que la había pasado mal, que se habían asustado. Así que les dije: ¡Vamos por el buen camino! (Risas). Y lo disfrutaron. El juego en el terror es asustar. Igualmente, esta es una obra que te permite reflexionar un montón de cosas, sobre todo el tema de la discapacidad. En el mundo a esta gente se la esconde, y el Estado tiene una ausencia enorme. Pero el código era ese, hay que asustar.

Este año se cumplen 30 años de tu debut como realizador, con el corto Visite Carlos Paz (1992). ¿Cuán importante fue para el despliegue de tu carrera? ¿Cuánto había ya de la rúbrica Caetano y lo que vino después: Pizza, birra y faso, Un oso rojo, Bolivia, Togo?

Yo no sé si cambié mucho, me fui reafirmando en algunas cosas que me gustan. Tuve muchos encargos en distintos momentos que hice para vivir y también para ejercer el oficio, pero estoy medio aburrido ya de eso.

Tumberos —aquella exitosa miniserie carcelaria emitida en 2002— fue un encargo. ¿Cuánto de Caetano tenía?

Lo que pasa que me apropié de Tumberos, al toque. Me habían llevado un guion y yo lo tiré, e hice lo que quise. Tenía la impunidad de hacer lo que quisiera porque era muy loco… Tumberos lo filmábamos de lunes a viernes y salía al lunes siguiente. ¡Una locura! Y cuando se generó el éxito rotundo que provocó, nadie jodió. Era un vértigo tremendo.

En un momento confesaste querer tomar distancia, y si bien por un tiempo lo hiciste, luego volviste para hacer El marginal.

No sé si quise alejarme, me aburría. Me habían planteado hacer la segunda parte y les dije que no. Yo me había imaginado algo más delirante, medio ciencia ficción, como que Tumberos tenía lugar en cárceles del futuro. Buscaba algo más divertido, pero hay como un afán de darle al público lo que no necesite procesar demasiado. Eso es reloco, es algo nuevo en el mainstream. Cuando yo era chico, mainstream era El padrino no estas comedias berretas de ahora.

¿Cómo te ha ido trabajando en Uruguay? Es un mercado de producción donde me imagino que manejás bastante menos presupuesto del que acostumbrás...

En la Comedia Nacional hice lo que quise, estuve supercómodo, no me puedo quejar. En Togo (2022) fue un poco apresurado tal vez todo. Era un momento muy particular, era en plena pandemia, había que filmar en exteriores. Amo esa película, y estoy orgulloso, pero creo que me falta todavía entender el medio.

¿Creés que técnica e interpretativamente hay buen nivel?

Sí, sí. Lo que pasa es que estamos más cómodos brindando servicio que otra cosa. Tengo un amigo que siempre dice que la dictadura nos convirtió en un país de servicio. Ponete a pensar que desde 2020, en esta primavera pandémica que hubo y se podía filmar en Uruguay, no hicimos nada, Togo nomás. Y ni siquiera tiene que ver con esa primavera, porque fue algo que yo traje con Netflix. El audiovisual uruguayo está muerto porque no pelea su espacio. No tiene ganas de pelearlo.

¿Vas a volver a filmar acá?

Tengo ganas de hacer una película el año próximo, eso es real, y tengo ganas de recuperar Uruguayos campeones. Los productores eran unos cachivaches. Ya me ofrecieron de Netflix y de Amazon para comprarla. Cuando hablé con los productores no tienen ni el material de archivo, son unos impresentables. Los únicos que sé que lo tienen son los de Canal 4. Tengo fe en poder recuperarla.

¿Arriesgarías producir nuevamente televisión en Uruguay?

No, yo quiero hacer películas. Tengo varias ideas y el año próximo, si el agua vuelve a ser potable, y puedo radicarme más acá, seguro que voy a ponerme a hacer algo.

La Gayina va hasta el 30 de julio en la Sala Zavala Muniz del Teatro Solís. De jueves a sábados a las 20.30 h, domingos 18.30 h. Entradas a 400 pesos (jueves a 250 pesos) por Tickantel y boletería.