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Elogio del cotilleo

Que el mundo es un gran patio de vecindad en el que la mitad de los vecinos cotorrean sobre la otra mitad, es bien sabido. Que el chismorreo puede ser (y casi siempre es) cruel, maledicente, destructivo, insidioso y calumnioso, e incluso criminal, también. Lo que no es tan sabido es que, según los antropólogos, el cotilleo ha sido una pieza fundamental en el desarrollo de la especie humana.

"Los chismosos son terroristas" -afirmó hace unos meses el papa Francisco, en una audiencia general en la plaza de San Pedro. "Los chismosos y chismosas matan a los demás porque la lengua mata, es como un cuchillo. Tened cuidado de los chismosos y chismosas; son terroristas que tiran la bomba y se van tan tranquilos". Se ve que es un defecto que le preocupa especialmente, porque hace unas semanas amonestó incluso a nuncios: "No está bien hablar del papa a sus espaldas" -les dijo en alusión a Thomas Gullickson, que publicó en su blog varios enlaces a artículos poco favorables a su persona-; también sin duda al exnuncio Carlo Maria Viganò, que a finales de agosto llegó a pedir la dimisión del papa, al que acusaba de haber encubierto la doble vida del excardenal McCarrick. Si hasta los pastores de la Iglesia se dedican al arte del chismorreo, ¿qué no ocurrirá entre el común de los mortales? Es interesante ver qué se ha dicho en el pasado sobre el noble deporte de despellejar a los semejantes. "Nadie cotillea sobre las secretas virtudes de su prójimo" -le gustaba afirmar a Bertrand Russell-, mientras que Eleanor Roosevelt opinaba que las grandes mentes hablan de ideas, las medianas de hechos y las bajas de personas. Dicho esto, todos hemos sido víctimas -y por supuesto también propaladores- de chimentos. Tanto una circunstancia como la otra son inevitables y tan consustanciales a nuestra forma de ser que, al buscar en Internet el origen de la archifamosa frase "Nada humano me es ajeno", me he encontrado con esta i­nesperada circunstancia. Resulta que la frase, que ahora se usa cuando uno quiere hablar de conmiseración, de generosidad y de empatía con el prójimo, Terencio la escribió en un contexto muy diferente. En su comedia El enemigo de sí mismo, un personaje le dice a otro: ¿Te has enterado de que Fulana de Tal está embarazada? ¿Pero a ti qué te importa? -replica el segundo, a lo que el primero responde la frase de marras que todos usamos sin saber que es la reflexión de un grandísimo chismoso. Que el mundo es un gran patio de vecindad en el que la mitad de los vecinos cotorrean sobre la otra mitad, es bien sabido. Que el chismorreo puede ser (y casi siempre es) cruel, maledicente, destructivo, insidioso y calumnioso, e incluso criminal, también. Lo que no es tan sabido es que, según los antropólogos, el cotilleo ha sido una pieza fundamental en el desarrollo de la especie humana. En su revelador libro Sapiens. De animales a dioses, Yuval Noah Harari habla de lo que se conoce como la Teoría del cotilleo, según la cual nuestro lenguaje, único en el reino animal, evolucionó primordialmente como un medio de compartir información sobre el mundo. Otros animales logran comunicar a sus congéneres información básica. Los monos, por ejemplo, tienen un lenguaje para advertir a sus pares de que se acerca un león o un águila. El lenguaje humano en sus orígenes también permitía alertar de este tipo de peligros, pero iba mucho más allá. El Homo sapiens era y es ante todo un animal social. La cooperación entre congéneres ha sido la clave para la reproducción y supervivencia de nuestra especie. Para ello, además de saber si viene un león o un águila, era indispensable saber también quién en el grupo era un tramposo, quién un mentiroso, quién odiaba a quién e incluso quién se acostaba con quién. La falta de información sobre este tipo de asuntos podía significar la extinción del grupo o, por el contrario, ayudaba a que el grupo se fusionara con otros y se volviera más grande y por tanto más fuerte. Curioso ¿verdad? Nunca se me había ocurrido ver el cotorreo desde este punto de vista. ¿Quiere eso decir que debe uno mirar con buenos ojos a los cotillas, los correveidiles, los traficantes de chimentos? Como siempre, Oscar Wilde tiene la reflexión perfecta sobre dónde trazar la fina línea que separa vicio de virtud. "Mi querido Arthur" -dice uno de sus personajes-, "yo nunca hablo de murmuraciones, solo de chismorreos. El chismorreo es encantador, la Historia es únicamente chismorreo. La murmuración, en cambio, es chismorreo teñido de aburridos juicios morales".