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Fantasmas, eventos, manifestaciones, sucesos paranormales: una nota para leer de día

Sombras, luces, ruidos y voces que no tienen una explicación racional; fenómenos inexplicables según quién los vive, los narra y los busca

La vieja casa de Malvín no era la que Elena (28) recordaba en su infancia. Era el lugar ideal para iniciar en ese 2012 su vida como universitaria. En sus dos plantas había vivido toda su niñez y primera adolescencia con su familia, entre 1994 y 2008. Pero luego de unos años en una chacra canaria quería y necesitaba cemento y smog. Ahora estaba de vuelta en el mundo urbano, feliz y sola. Bah, quizá esto último no.

“Yo no creo en lo sobrenatural ni nada, pero la casa se sentía diferente”, recuerda hoy esta experta en marketing y tendencias. Lo diferente incluía sentir pasos todo el tiempo en el techo, impensable tránsito en la azotea de una casa y no de un edificio. El paso de muchas personas inexistentes también se reflejaba en una mampara de vidrio que separaba el living en dos. La casa siempre estaba fría. Un día, a través de los parlantes de su computadora apagada, comenzó a sonar una canción que ella no conocía, Stranger In My House de Ronnie Milsap, cuyo estribillo dice: “Hay un extraño en mi casa, / alguien aquí que no puedo ver. / Un extraño en mi casa, / alguien aquí tratando de alejarla de mí”.

“Leí una explicación científica que decía que el cable del parlante, a modo de antena, podía sintonizar alguna señal de radio cercana”, recuerda, tratando de buscarle una justificación razonable a algo que carecía de ello. Su novio, un escéptico total, no tenía dudas: había fantasmas y punto. Una amiga íntima también pensaba lo mismo. Un día, revisando el altillo —porque, como en un guion de Hollywood, la casa también tenía altillo—, descubrió muebles viejos de la familia que había alquilado la casa en esos años que Elena pasó en el campo, una pareja con una niña (hija solo del hombre) que convivía por primera vez. No sabe qué tan armónica fue esa experiencia vital que la sucedió y precedió, pero a su regreso a Malvín “hasta el inodoro funcionaba mal”. Para 2013 ya se fue a vivir con su novio.

Alerta spoiler, dirían los más jóvenes: nadie, desde el punto de vista científico, puede asegurar que esto que pasó haya sido testimonio de actividad paranormal ni la veracidad de las líneas que sigan. Pero historias de fantasmas, casas embrujadas o eventos que no tienen una explicación racional han quedado registradas en la historia desde la escritura cuneiforme sumeria, 3.000 años antes de Cristo. Antes de que Hollywood se hiciera un festín con ellos, escritores, espiritistas y narradores orales hicieron de ellos su razón de ser. Y quizá por el miedo a lo desconocido o a estar vinculado a ello es grande, la mayoría de los consultados para esta nota pidió aparecer bajo seudónimo. Es creer o reventar, dirían los más añosos.

Y algunos creen. “Cuando alguien me cuenta que ve cosas, escucha cosas o siente cosas, yo en principio le creo”, sostiene el psicólogo social Néstor Ganduglia (62), investigador en culturas populares, autor de libros como Historias de Montevideo mágico (2008), dos tomos de País de magias escondidas (2010 y 2011), Historias mágicas del Uruguay interior (2014) y Que las hay, las hay (2016). “Y eso tiene que ver con que luego de 30 años de trabajar en eso, algo logré interpretar”, agrega quien adquiriera más reconocimiento luego de su pasaje por el programa Voces anónimas, cuando se transmitía por Canal 12.

¿Y de qué hablamos cuando hablamos de fantasmas? Ganduglia prefiere hablar de “dinámicas derivadas de la memoria colectiva”, como si los lugares tuvieran su propia memoria y esa memoria se pasara de generación en generación. Un buen ejemplo para graficar estas dinámicas, dice, es el cuento El corazón delator (1843), del maestro de la narrativa de terror Edgar Allan Poe. En él, un hombre termina confesando ante la Policía ser el autor de un crimen aparentemente perfecto, porque no puede soportar el ensordecedor ruido del corazón del anciano al que acaba de matar, mutilar y esconder bajo el piso de su casa; ruido que solo él podía escuchar. “Son trampas de la memoria. Son cosas que los lugares hacen de distintas maneras, algunas inexplicables, para delatar lo que pasó ahí”, señala.

Cómo pasa, es un misterio. Por fuera de la literatura, Ganduglia recuerda que en una estancia en Paysandú, no muy lejos de Guichón, un peón lo llevó a ver lo que quedaba de un rancho muy viejo a orillas del río Queguay, donde todas las noches una “luz mala” hacía su aparición. Ahí vio lo que pasaba: “Una lucecita que no jodía a nadie salía del rancho y daba vueltas toda la noche hasta que salía el sol”. Cada vez que se le presentan estas situaciones, este experto pregunta por la historia del lugar. En este caso, entre el campo y el pueblo cercano averiguó que en ese rancho había vivido Melchora Cuenca.

Ella fue una lancera de origen paraguayo, heroína de la Revolución Oriental, y una de las esposas de José Artigas y madre de dos de sus hijos. La historia oficial no le dio originalmente mayor trascendencia a su nombre (o le ha dado mucho menos que al de Rosalía Villagrán, primera mujer del héroe nacional), quizá porque no estaba bien visto que una mestiza fuera tan cercana al prócer marmóreo, más cuando decidió no acompañarlo a su exilio en Paraguay. Esta manifestación, piensa Ganduglia, es la forma que ha encontrado de vencer al olvido. “Mientras esos relatos representan algo de esperanza, se mantienen en la memoria. Son más frecuentes en la campaña, donde la gente tiene memoria más larga, más persistente y menos bombardeada que la de la ciudad”.

La familia de Federico (33), hoy desempleado, debió vender su casa en Las Piedras. Era una mansión hermosa en el centro de la ciudad. Era el lugar de reunión de la barra que, por fuerza de hechos inexplicables, los encuentros se hicieron cada vez más espaciados. De hecho, los visitantes dejaron de ir solos al baño o a la cocina. Es que es difícil pasarla bien si las cortinas se suben solas, las puertas de los roperos y armarios parecen tener vida propia, y personas desconocidas se veían sentadas en el sillón del living principal. “Fede, ¿quién es esta colorada que está en el sofá?”. “¿Qué colorada?” Una vez que salió apurado, recordó que no tenía el celular consigo y, al volver, el mismo ambiente inmaculado que había dejado un minuto atrás tenía todos los muebles dados vuelta. La familia terminó vendiendo la propiedad en un precio casi ridículo; es que toda Las Piedras sabía que ahí podía filmarse un episodio de Los archivos X.

Cazando fantasmas. A poco de haberse mudado al centro de Artigas, allá por 2008, Aldo (45) vivió tres episodios consecutivos en la casa que compartía con su entonces esposa —testigo de los episodios— y sus dos hijos chicos. En el piso de abajo estaban el negocio que habían instalado, la cocina y el comedor; y arriba, escalera caracol de metal y escalones de madera mediante, los dormitorios y baños. Los sucesos pasaron de forma muy similar: se dormía el mayor en su cuarto, se dormía la bebé en la practicuna pegada a la cama matrimonial, finalmente se acostaba la pareja, apagaban la luz y comenzaban los ruidos.

Uno de los ruidos era muy parecido al cepillo de dientes colocado en el vaso, en el baño en suite. “¿Escuchaste?”. “Sí…”. “Imaginate —recuerda Aldo hoy—, yo duro en la cama, de ojo abierto, en la total oscuridad, tratando de ‘seguir’ el sonido, nada…”. Otro ruido, luego de la misma dinámica, era algo parecido a una bolsa de nylon rompiéndose, como el de los pañales guardados en el cajón de la practicuna. Era imposible que la bebé lo hiciera. “¿Sentiste?”. “Si.” “¿La bolsa, no?” “Sí…”. Ni prendían la luz. La bebé seguía durmiendo plácidamente. El tercero, ya un poquito más espeluznante, era el clank que siempre sonaba al pisarse los escalones cuarto y sexto de la escalera, “porque la madera estaba en falsa escuadra”.

“Siempre hacían ruido los mismos escalones. Cuando subías o bajabas la escalera apurado sonaban todos, pero solo esos dos si lo hacías despacio, o en medias, o descalzo…”. El niño mayor no era quien pisaba, ya que dormía toda la noche. Luego se mudaron.

Los fantasmas, al menos como definición de apariciones de personas muertas, subraya Ganduglia, son inofensivos para las personas. Eso es muy similar a lo que opina Gustavo Farías (40), un técnico en comunicaciones satelitales, quien también es uno de los directores de la Asociación Uruguaya de Investigación Paranormal (Audip): “Yo no creo en casas embrujadas, pero sí en esa manifestación repetitiva, sin interacción con las personas. No es algo que pueda comprobar, pero ese tipo de eventos están relacionados con sucesos muy trágicos, muy impactantes y quedan impregnados en los lugares. Eso es lo que alimenta a las leyendas”.

A la Audip, que funciona desde 2014 y tiene su propia página web y cuentas en varias redes sociales, le llegan varias consultas todos los días, algunas desde el exterior, sobre luces que se prenden y se apagan, voces que se escuchan, sombras y muebles que se mueven e incluso (porque si todas estas presuntas manifestaciones fueran inocuas, Hollywood no se hubiera llenado de oro) personas afectadas. Farías cuenta que por mes tienen entre una y tres intervenciones de “eventos” o “incidentes” en el terreno. La Asociación tiene cuatro directores (dos en Montevideo, uno en Canelones y otro en Paysandú) y 17 investigadores con experiencia en diferentes campos: técnicos en audio y sonido, psicólogos o religiosos, a los que convocan o buscan según el caso en cuestión.

Farías ríe cuando dice que lo llaman “el cazafantasmas”. También ríe cuando cuenta que están acostumbrados a que los traten de chantas. Él contesta que no cobran por la tarea que hacen, que todos quienes colaboran en Audip viven de otra cosa, que efectivamente el mundo paranormal está lleno de advenedizos, y que cuando van a una casa —luego de evaluar que la consulta, la foto o el video que le envíen no esté trucado— primero descartan explicaciones más racionales: fallas eléctricas que afecten las luces o cañerías viejas que provoquen ruidos.

Una vez concluyen que algo extraño puede pasar despliegan sus equipos, como si fueran los Ghostbusters de la película de 1984 de Ivan Reitman: detectores de campos electromagnéticos, escáners de banda AM-FM, cámaras térmicas y de visión nocturna, sensores de movimiento y láser. Con ellos buscan detectar energía estática, campos magnéticos o una ionización excesiva en el aire; “cualquier anomalía que no se explique”, resume. Que esté muy frío o baje abruptamente la temperatura para ellos es motivo de sospecha. “Cuando eso pasa, solemos detectar alguna ‘presencia’ en el ambiente. Nosotros teorizamos que eso se debe a que esa ‘energía’, para manifestarse, necesita absorber de otra energía para hacerse notar de alguna manera; y lo que tiene más a mano es el calor. Ojo, sabemos que esto no lo podemos corroborar en un laboratorio”. Esto último, se ataja, la imposibilidad de reproducir la experiencia y analizarla, es la condición de una pseudociencia como la suya.

A diferencia del fantasma más típico (en caso de que algo pueda definirse así), estas “energías” (ídem caso anterior), algunas más notorias, más tangibles o con más capacidad de interactuar que otras, sí pueden resultar agresivas o manipuladoras, sostiene Farías. “Por lo menos, pueden generar un mal ambiente en la casa” (ver nota aparte).

No hay unanimidades en este tema. Al psicólogo social Néstor Ganduglia, el término energía le genera mucho escepticismo. “Las energías que conozco son bien visibles, las de la factura de la UTE”, ironiza. Y tampoco les da mucha credibilidad a los investigadores en lo paranormal. “Prefiero creer en mis propias explicaciones, que son menos espectaculares pero más sólidas. Además, yo no tengo preocupaciones espirituales ni religiosas, sino sociales y políticas”.

En el Centro. En Montevideo, las historias de fantasmas están más asociadas a las casonas del Prado o de Villa Colón. Sin embargo, en más pequeños y modernos apartamentos céntricos también pasan cosas a las que no se les encuentra explicación: lo vivieron Verónica (37) en una unidad por calle Paysandú hace cuatro años; Marcelo (38), en otra por Mercedes desde hace un lustro; y Leticia (47), por la calle Vázquez, en 2009.

Verónica se dedica a las terapias alternativas. Eso, asegura, hace que “las cosas raras pasen todo el tiempo”. Claro que una cosa es eso y otra sentir que no está sola cuando debería estarlo. Su marido, contador “y ni ahí con lo alternativo”, empezó a notar que Verónica pasaba a su lado cuando ella no estaba en casa. Y su perra comenzaba a ladrarle fieramente a una pared. Junto con una amiga que se dedica a la sanación pránica, decidió hacer una “limpieza” al apartamento que habían comenzado a alquilar hacía apenas cuatro meses.

“Estábamos solas y a mi perra la encerré en el segundo dormitorio, que no tenía nada y solo funcionaba como depósito. De un momento a otro sentimos un golpe fuerte y apareció Olivia. Alguien le había abierto la puerta; no había corriente y no había forma de que se abriera sola. Luego se quedó como paralizada, mirando algo que no veíamos. Mi amiga vio que lo que estaba en desarmonía era una habitante anterior de la casa. ‘Hay una señora mayor que no se quiere ir, que no entiende qué hacemos acá’. Yo no sabía nada de quién vivía antes. Luego de la limpieza, todo volvió a la calma”, cuenta la mujer. Poco después, el dueño del apartamento les comentó que su madre, que había fallecido un mes antes de los sucesos extraños, había sido la anterior moradora del lugar. En todo caso, nunca pudo verla ni dialogar con “ella”.

Marcelo, fotógrafo, prefiere atribuirle “al cansancio” algunas percepciones que ha tenido. Pero son muchas, muy frecuentes y cansancio crónico no padece. Algunas cosas sí pueden ayudar a la sugestión: que la familia a la que le compró el apartamento hace cinco años fuera “medio rara” y que su propia familia —que es “de la frontera”— manejara muchas cuestiones relacionadas con “las energías”. Lo cierto es que “con el rabillo del ojo” ve sombras que se mueven de un lado a otro constantemente. “Y voy a la cocina y no hay nadie, y voy a los dormitorios y están todos durmiendo. Tengo un perro que no ladra, pero que desde cachorro se paraba frente a la puerta y la miraba, y estábamos todos adentro. Tengo un hijo de dos años que todavía duerme con nosotros. A su cuarto, que aún no lo usa, entraba solo sin problemas cuando recién había comenzado a caminar; luego ya no quería entrar ahí o solo lo hacía si está con vos”.

A Leticia, una profesional del mundo de la cultura que hoy vive en el interior, hace 12 años una compañera le ofreció un apartamento en pleno Centro para quedarse un tiempo siempre y cuando lo limpiara y cuidara de él. Estaba en plena tarea, ayudada por un amigo “muy sensible”, quien en un momento le soltó, como si nada: “¿Vos creés en fenómenos paranormales? En el dormitorio hay una persona que nos está mirando, no sé si es hombre o mujer, pero se la ve tranquila…”. Rara bienvenida a casa.

Al principio fueron cosas simples, luces que se apagaban, la tele que se prendía sola, “cosas que uno puede atribuirle a la estática”, al menos si no quiere llenarse la cabeza de cosas difíciles de entender. Más complicada resultó la noche en la que, estando acostada, sintió que alguien se había sentado a sus pies. “Me asusté y me incorporé… yo había hablado con gente que ha tenido estas experiencias que me han dicho que conviene hablar. Y eso fue lo que yo hice. Le dije que no eran los modos, que no era el lugar, que se podía ir”. Pasó el tiempo. Cuando Leticia pensó que aquello no fue más que un producto del entresueño, otra noche volvió a sentir su presencia, pero ahora acostada a su lado. “Ahí sí me asusté, me paré y le dije con más fuerza: ‘Vos no estás en paz, andate de acá, ¡esto no es una convivencia!’. Luego de eso, no pasó más nada”. Hablando se entiende la gente,
o lo que sea.

Ojos de niños. Se cree que gracias a su instinto las mascotas —término básicamente limitado a perros y gatos— “ven” cosas que sus dueños no. Lo mismo se sostiene de los niños. “Los chicos tienen una mayor percepción, no tengo pruebas ni dudas”, asegura Néstor Ganduglia. “Eso tiene que ver con que sus percepciones aún no están obstaculizadas por la racionalidad propia de los adultos”.

El 30 de junio de 1993, Silvana (29), hoy redactora y correctora de estilo, era una bebé de meses. Era de noche y estaba con su hermano mayor, Diego, de dos años, y con su madre en un apartamento de La Mondiola, a unas tres cuadras del zoológico de Villa Dolores. Su padre trabajaba, por lo que los tres estaban solos. La madre les estaba dando la cena cuando Diego, que hablaba muy poco, le pregunta: “¿Y Lala?”.

La mujer quedó petrificada. Lala era como le decían a su hermana, que había muerto en 1981 a los veinte años. Diego era muy chico y su madre jamás le había hablado de su tía fallecida. “Mi amor, ¿qué estás diciendo?”. “¡Lala, Lala!”, insistía Diego, señalando una pared blanca y vacía.

“Mi madre quedó espantada y lo único que atinó a hacer fue llamar a mi abuela, su suegra, que vivía en el apartamento de abajo. ‘Vení por favor que no sé qué hacer’. Mi abuela subió y se le ocurrió decirle a mi madre que le mostrara fotos viejas. Se pusieron a mirar álbumes y cuando apareció una foto de Lala, a la que Diego nunca había visto, la señaló, la llamó y apuntó a la pared. Ahí mi madre cayó en la cuenta de que era 30 de junio, el día de su cumpleaños, que siempre se acordaba de esa fecha y justo ese año, con dos hijos chicos, se le pasó”, relata Silvana, testigo inimputable de esa noche en la cual una tía a la que no conoció exigió que no se la olvidara.

Nunca más pasó algo parecido. La madre de Diego y Silvana, creyente, le fue a comentar lo ocurrido a un sacerdote, que no le prestó mayor atención a lo ocurrido.

“Si conoceré historias de niños que decían tener amigos imaginarios que, con el tiempo, se dieron cuenta de que eran otra cosa”, se ríe Ganduglia.

CASOS MUY SONADOS

El psicólogo social Néstor Ganduglia enfatiza en que estas “dinámicas” surgen de manifestaciones populares. El sentimiento de culpa, subraya, está presente en cuestiones como el de una casa de estilo colonial en Amityville, en el estado de Nueva York, posiblemente la “casa embrujada” más famosa de Estados Unidos. En 1974 y por razones aún no esclarecidas del todo, el hijo mayor de una familia de seis mató a tiros a sus padres y sus tres hermanos menores. El cine se hizo un pícnic sobre este hecho y sobre eventuales fenómenos espeluznantes y sin explicación que les habría pasado a quienes se animaron a vivir ahí en años posteriores. El experto señala que dos investigadores de los fenómenos paranormales, Ed y Lorraine Warren, indicaron que todo Amityville está construido bajo un cementerio indígena de una de las tribus que recibieron a los primeros colonos, y que a modo de agradecimiento fueron casi aniquilados por los invasores apenas décadas después. “Si yo fuera un cacique enterrado bajo esa misma casa, haría lo mismo”, sonríe.

En Uruguay, el conflicto entre clases sociales y una feroz crítica “al vacío de valores en los sectores acomodados” repetida por los segmentos más populares, es lo que Ganduglia encuentra en historias como las del actual Museo Blanes, de avenida Millán. Esa casona del Prado, originalmente una finca de recreo a orillas del arroyo Miguelete, fue adquirida en 1872 por Clara García de Zúñiga, una mujer de espíritu libre, sometida por su marido —era un matrimonio arreglado con un
hombre mayor— a ser encerrada en el altillo, justamente por su espíritu demasiado libre. Desde entonces, se han tejido historias de cuadros que se caen, ruidos extraños, funcionarios que huyen despavoridos y niños visitantes que ven cosas que los adultos no. Los ojos de Clarita niña, en el retrato pintado por Juan Manuel Blanes en 1857 y exhibido en lo que fue su casa y prisión, parece clavarse en los de los visitantes estén ubicados donde estén.

En una casa en Francisco Acuña de Figueroa y General Freire, en la Aguada, una discusión entre dos hermanos ya muy mayores terminó en la muerte de uno de ellos, a principios de la década de 1980. En un artículo publicado en el suplemento Domingo del diario El País el 31 de octubre de 2010, su entonces dueña, María Ardao, narró un episodio que había vivido recientemente: “Una noche entro al living… y no era mi living. No estaban mis muebles, no había casi nada. Había dos hombres, uno en cada extremo, y una mujer mirando sobre la escalera. Los hombres estaban en una notoria actitud de pelea, de discusión. No pude oír lo que decían. De pronto, escucho como una explosión… y de vuelta estaba todo normal”.

Juan Idiarte Borda fue el único presidente asesinado en el ejercicio de su magistratura en Uruguay, el 25 de agosto de 1897. Esto ocurrió antes de que pudiese disfrutar del señorial castillo que había mandado construir sobre avenida Lezica, en el barrio del mismo nombre. Su viuda, Matilde, aseguraba que escuchaba deambular a su esposo en los pisos superiores y la torre. También hay quien dijo haber visto a esta mujer pasear por los jardines, mucho después de muerta. Según publicó Montevideo Portal el 3 de agosto de 2020, la última boda que se celebró ahí fue en 2000 y terminó con una novia espantada tras ver la imagen de un hombre bañado en sangre en el baño al que había ido para retocarse el maquillaje.

En plena plaza Independencia se erige desde 1928 el Palacio Salvo. Pero casi tan conocido como el emblemático edificio, es el fantasma de Don Pedro, elegantemente vestido como un dandy de la época, inofensivo y hasta amigable, ya que se dijo que alguna que otra vez ahuyentó a un ladrón. Se lo solía ver en el piso siete.

IMPROVISAR SOBRE LA MARCHA

El director de Audip, Gustavo Farías, recuerda un caso particular en Canelones. Una familia los llamó porque una de sus hijas, de 18 años, había intentado matarse dos veces porque no soportaba las voces que oía en su cabeza que le exigían eliminar a los suyos o a ella. Estaba en tratamiento psiquiátrico. “Pese a que estaba muy sedada, seguía escuchando cosas. Pusimos equipos en la casa y solo percibimos alteraciones electromagnéticas en su dormitorio. A medida que la alejábamos de ahí, dejaba de oír las voces; cuando se acercaba, volvían. Muchas veces, como no tenemos las respuestas, hacemos planes en el momento. Como nosotros no podíamos obtener más información y ella sí, le pedimos que increpara a esa voz y que la dejara en paz. No llamamos a nadie para hacer un exorcismo ni nada, la usamos a ella misma. A través de ella, ‘eso’ manifestó un gran enojo con la familia y la hacía responsable de todos sus males. No supimos por qué, porque la casa era nueva. Al otro día la madre nos llama: ‘Creer o reventar, mi hija dice que está bien’”. El psiquiatra que la atendía, cuenta, no creyó en nada de eso y menos creyó que no les hubiesen cobrado nada. Lo cierto es que, sin dejar el tratamiento médico, nunca más sintió nada. “Hoy estudia música y tiene una vida normal”.

Intentar hablar con esas manifestaciones es algo mencionado con frecuencia por quienes estudian estos temas. Así, por caso, una vez lograron —mediante escaners de banda— sacar “algunas palabras” a una energía presente en una casa en Montevideo con la que también se comunicaron a través de impulsos electromagnéticos, como si fuera una moderna tabla de ouija. “Se presentó como un familiar de la abuela que vivía ahí, que quería cuidarlos”. Más allá de mover cosas, no había ninguna agresividad en sus actos.