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Historias de la mayor hazaña: lo que se escribió del Maracanazo

El último título mundial de la Celeste, del que el 16 de julio se cumplieron 70 años, inspiró relatos, cuentos y análisis. En Brasil fue un trauma del que pudieron salir; en Uruguay sigue siendo "la gloria tan temida"

El último título mundial de la Celeste, del que el 16 de julio se cumplieron 70 años, inspiró relatos, cuentos y análisis. En Brasil fue un trauma del que pudieron salir; en Uruguay sigue siendo "la gloria tan temida"

La intelectualidad y la "alta cultura" despreciaron el fútbol todo lo que pudieron. Pero no hay nada que se resista al tiempo y a una buena historia. Y vaya si el Maracanazo, del que hoy se cumplen 70 años, con todos sus condimentos de épica, mítica y mística, de la victoria de David contra Goliath en formato fútbol, lo es. Lo abordó, entre muchos, el posdoctorado en Teoría Literaria Elcio Loureiro Cornelsen, brasileño y coautor de En torno de la imagen y de la memoria (2016).

En este libro, a partir de fotografías icónicas del último siglo en Brasil, se analiza desde distintos ángulos fotos conocidas por casi todo uruguayo en uso de razón, aun no habiendo nacido para ese 16 de julio de 1950: el puntero celeste Alcides Ghiggia a punto de rematar o ya anotando el gol que valió un Mundial, el arquero Moacir Barbosa caído o levantándose a buscar la pelota en la red, el festejo de Ghiggia y el delantero Ruben Morán con el fondo del mayor público jamás visto en una cancha, en el flamante estadio de Río de Janeiro. Incluso en las fotos, se percibe el silencio sepulcral de 200.000 almas.

Loureiro Cornelsen dice que cuando Brasil -la selección- perdió 7 a 1 ante Alemania en Belo Horizonte por las semifinales del Mundial 2014, el episodio fue más visto como una "vergüenza", un "vejamen" o una "humillación" que como el "trauma" que significó para Brasil -el pueblo- la derrota en el partido decisivo del Mundial 1950 en el estadio de Maracaná. La muerte en vida que sufrieron varios de sus jugadores tras ese partido y el abandono para siempre de la indumentaria blanca para el equipo nacional son solo dos ejemplos de ello. Y cita en ese sentido al periodista Paulo Perdigão, autor de Anatomía de una derrota (1986, ampliado en 2000), quizá el mejor libro que nadie haya escrito sobre ese partido: "En aquella tarde, aquellos jugadores brasileños, delante de aquella multitud, perdieron la Copa del Mundo para siempre. Nunca más Brasil ganará la Copa del 50". Para este autor, ese partido fue "el Waterloo de los trópicos".

Ese libro fue la base de Barbosa, un excelente cortometraje (de 13 minutos) de 1988 protagonizado por el reconocido actor ntônio Fagundes. En él, un hombre de 49 años viaja en el tiempo hasta el 16 de julio de 1950 para intentar impedir la derrota que marcó su infancia, queriendo alertar al arquero brasileño antes de la jugada fatal. Munido de una cámara, luego de encontrarse con su yo de 11 años, sentado junto a su padre en la butaca 137 de la fila J del Maracaná, logra esforzadamente ponerse detrás del arco del gol fatídico. Ahí se ubicará, justo a los malditos 34 minutos del segundo tiempo, con la intención de avisar al arquero brasileño que el veloz puntero uruguayo, en vez de hacer la lógica, lo que haría cualquier cristiano -tirar el centro atrás-, rematará rasante contra su palo desde una posición muy sesgada. Pero lo único que constatará es que fue su desesperado grito -"¡Barbosa!"- lo que provocó la fatal distracción del guardameta que permitió el 2 a 1 uruguayo. O sea, que la culpa de ese trauma nacional fue solamente suya.

"Aunque parezca mentira, los brasileños han narrado mucho más lo que pasó en Maracaná que nosotros. Tal vez por ello no sea osado decir que ellos supieron elaborar mejor su duelo que nosotros nuestro orgullo", escribió el historiador Gerardo Caetano en el prólogo de Maracaná, los laberintos del carácter (2000), una mezcla de crónica deportiva, reseña histórica y análisis sociológico a cargo del periodista Franklin Morales, quizá una de las voces más autorizadas en Uruguay para hablar del tema. En lo futbolístico, es estrictamente cierto. Tozudamente aferrados a esa aura mezcla de invencibilidad, hombría (bien y mal entendida) y suerte, de ganar porque somos uruguayos y el resto puede ir pelando las chauchas, en los siguientes 70 años la mítica Celeste cosechó siete copas América (cuando en los 34 años anteriores había logrado ocho) y tres cuartos puestos en mundiales, salpicados con sonados fracasos y períodos de ostracismo. Mientras tanto, Brasil ganó cinco mundiales y seis títulos continentales (hasta entonces llevaba tres), siendo siempre protagonista.

En su autobiografía Pelé (2006), quien naciera como Edson Arantes do Nascimento y fuera el principal responsable de que Brasil se olvidara del trauma, evocó así los recuerdos de un niño de nueve años: "Todavía se me pone la piel de gallina cuando pienso en aquella tarde y recuerdo la tristeza general. Le dije a Dondinho que no se sintiera triste, pero mi madre me apartó diciendo: ‘Deja a tu padre tranquilo, déjalo en paz'. Había silencio por todas partes. El ruido de los festejos, el estallido de los cohetes y las radios a todo volumen dejaron paso al silencio (...). También fue la primera vez que vi llorar a mi padre. Muchos de los padres de mis amigos tampoco podían contenerse. Me impresionó sobremanera, ya que me criè pensando que los hombres no demostraban sus emociones de esa forma. ‘Un día ganaré para ti la Copa del Mundo', le prometí a mi padre para hacerlo sentir mejor".

No hubo antes ni después, para las artes, una musa tan fuerte como Maracaná y el Maracanazo en el tan intelectualmente despreciado mundo del fútbol. Cada país, cada disciplina, ha tenido su propio Maracanazo, término que trascendió al país y al deporte.

La gloria tan inspiradora y tan temida. La fase final del Mundial 50 fue por puntos y en régimen de campeonato, sin eliminación directa. Solo así se explica que a Brasil -favorito, avasallante, empujado por una multitud y un país- el empate le bastaba para salir campeón. El primer gol fue suyo (Friaça, a los 47'), el empate uruguayo (Schiaffino, a los 65') seguía consagrando a los locales; la estantería se dio vuelta con el tanto de Ghiggia (a los 79'). Nunca fue solo un partido de fútbol. "En el vestuario de Uruguay, los jugadores parecían soldados dispuestos a dar la vida por la seria causa del fútbol nacional. El embajador uruguayo les pidió tranquilidad, caballerosidad, buen comportamiento, disciplina (...). La selección uruguaya iba caminando por los largos caminos subterráneos del gran estadio hasta que Obdulio encontró la forma de decir que ahí no estaban de misión diplomática. Su voz tenía un grosor de ultratumba; todos se detuvieron a escucharlo: ‘Ahora vamos a jugar como hombres', dijo. Y añadió: ‘Nunca miren a la tribuna, el partido se juega abajo. Ellos son 11 y nosotros también. Este partido se gana con los huevos en la punta de los botines'", escribió Jorge Valdano -futbolista argentino, español por adopción, conocido como "el filósofo"- en su relato de no ficción La derrota más grande del mundo (2016).

Es que Maracaná fue la apoteosis del ganar "de atrás", "contra todos y contra todo", "a lo macho", "con huevo". Así como el libro de Franklin Morales había dado el contexto histórico y social a la hazaña deportiva, Maracaná, la historia secreta, de Atilio Garrido, de 2013, es rico en revelar las insólitas historias que antecedieron al triunfo de Uruguay: un director técnico designado (Juan López) a un mes del inicio de la competencia, siete jugadores del plantel que no se presentaron al iniciarse la concentración, la concesión de un día y medio libre a los jugadores en Belo Horizonte luego de ganar la serie inicial, y la inclusión en el partido decisivo ante Brasil de Ruben Morán, un jugador de Cerro de apenas 19 años y dos partidos internacionales amistosos previos, muy inferior al titular (que era Ernesto Vidal, de quien Garrido deja la duda sobre si su ausencia fue por lesión o por miedo). ¿Alguien puede pensar situaciones así en un representativo contemporáneo?

Ese libro fue la base para el documental Maracaná (2014), de Sebastián Bednarik y Andrés Varela. Y eso de bajar a tierra y desmitificar (o humanizar) varias historias respecto a la mayor hazaña del fútbol uruguayo también inspiraron a La pelota del Maracanazo (2014), de Carlos Cipriani y Andrés López Reilly.

Eduardo Sacheri, también argentino, el que inspiró El secreto de tus ojos y uno de los que mejor jugo le sacó al fútbol como materia prima literaria, también apeló a lo ocurrido hace 70 años. "Te parecerá tonto, pero esos uruguayos del Maracaná me sirven de talismán. No siempre. Solo recurro a ellos en situaciones difíciles. A veces recito la formación, como rezando. O me los imagino en el momento de entrar a la cancha con cara de ‘griten todo lo que quieran, que nos importa un carajo'. O lo veo a Ghiggia en el momento de meter el balón por el ojo incrédulo de la aguja de Barbosa. Si Uruguay pudo en el 50, me dije... en una de esas quién te dice". Este es un fragmento de Una sonrisa exactamente así (2008) y "los uruguayos del Maracaná", esos que entraron a la cancha "a cumplir con un trámite" de "perder y volverse a casa", son los mismos que impulsan al personaje a entrar a ese café, sentarse en esa mesa y a convertir un cruce de miradas de resultado incierto en amor duradero.

Obdulio Varela, el Gran Capitán, el Negro Jefe, el-que-se-puso-la-pelota-bajo-el-brazo-y-silenció-Maracaná luego del gol brasileño, es un mito dentro del mito. "No tuvo oído para los brasileños que lo insultaban porque comprendían su maniobra genial: Obdulio enfriaba los ánimos, ponía distancia entre el gol y la reanudación para que, desde entonces, el partido -y el rival-, fueran otros. Hubo un intérprete, una estirada charla -algo tediosa- entre el juez y el morocho. El estadio estaba en silencio. Brasil ganaba uno a cero, pero por primera vez los jóvenes uruguayos comprendieron que el adversario era vulnerable. Cuando movieron la pelota, los orientales sabían que el gigante tenía miedo", escribió Osvaldo Soriano en El reposo del centrojás (1972). La leyenda agrega que el volante se fue esa misma noche, solo, de copas, a festejar el título en las calles de un Río de Janeiro triste como nunca antes ni después. "Y Obdulio siente estupor por haberles tenido bronca, ahora que los ve de a uno. La victoria empieza a pesarle en el lomo. Él arruinó la fiesta de esta buena gente, y le vienen ganas de pedirles perdón por haber cometido la tremenda maldad de ganar. De modo que sigue caminando por las calles de Río de Janeiro, de bar en bar. Y así amanece, bebiendo, abrazado a los vencidos", relató Eduardo Galeano en Obdulio (1982).

Más allá de haber tenido su propia biografía (Obdulio, el último capitán, de Radamés Mancuso, en 1973) y varios relatos que giraban en torno a él, el mítico volante central fue musa inspiradora de otros personajes. El gran Roberto Fontanarrosa, diestro en apelar al fútbol como insumo literario y no morir en el intento, algo que en las manos equivocadas podría ser desastroso, tiene una inocultable inspiración de su figura en su Wilmar Everton Cardaña, número 5 de Peñarol (1990). El personaje real y el de ficción eran de poner pierna fuerte, eran huraños en el trato, jugaban de "centrojás" en Peñarol y en la selección uruguaya. Y si Varela se puso la pelota bajo el brazo para silenciar a una multitud simulando una protesta, Fontanarrosa evoca cuando "Cardaña hiciera callar de un solo chistido a 150.000 brasileños aterrados en el estadio Pacaembú". No hace falta prueba de ADN para saber quién fue el padre de esa criatura.

Obdulio Varela cimentó también su fama por lo reacio que era ante la prensa. Por fuera de la literatura, aunque sin envidiarle nada por la calidad del texto, quizá Franklin Morales le hiciera la entrevista más famosa de todas las que le realizaron. Fue en mayo de 1968 para el diario Hechos. Fue entonces donde accedió a hablar por primera vez del Mundial del 50 -18 años después-, de sus desilusiones, sus desencuentros y su desengaño con la fama, el fútbol y el mundo. "Métanselo en la cabeza, ganamos porque ganamos, nada más. Nos llenaron a pelotazos, fue un disparate. Jugamos cien veces y solo ganamos esa (...). La defensa era fuerte. Tuvimos la fortuna de un Matías González atrás. Una barbaridad. El Mono (Schubert Gambetta) también. Ellos sintieron el rigor. Hasta cambiaban de color...", dijo el capitán, alimentando, proponiéndoselo o no, la idea de que Uruguay podía ganar cualquier partido de pesado. "Sin estruendo, sin hipocresía, proyectó su mundo por encima suyo y son esos para quienes le conocen, los caminos de su inmortalidad, a pesar de Maracaná, la gloria tan temida", finalizaba Morales su reportaje. Pocas frases como esa última reflejan mejor el anclaje nostálgico que resultó Maracaná para esta parte del mundo.

Resurgir. Caetano dice que los brasileños han escrito más que los uruguayos sobre Maracaná. El periodista paulista BrunoRodríguez es el responsable de la cuenta de Twitter @futebol_cafe. Y en ella posteó una foto de varios libros relacionados al partido más glorioso de una selección, más trágico para otra y más emblemático (o uno de los más emblemáticos) para el planeta Fútbol entero. Entre ellos está el imprescindible Anatomía de una derrota. Otro de los libros mencionados es El negro en el fútbol brasileño, de Mario Filho, cuya primera edición es de 1947 y que fue reeditado varias veces hasta su muerte en 1966 (e incluso después), una de las obras cumbres de la literatura futbolera en ese país.

Por increíble que parezca, en el país de Didí, Pelé, Garrincha, Roberto Carlos, Ronaldo o Ronaldinho, en sus orígenes el fútbol estuvo vedado para negros y mulatos. Leônidas da Silva, astro en los años 30, comenzó a vencer esas barreras. Pero Maracaná no hizo sino acrecentar el racismo. Negros eran Moacir Barbosa, João Bigode Ferreira y Juvenal Amarijo; el primer arquero afro que tuvo la selección brasileña (y más allá de Maracaná, uno de los mejores de su historia), el rústico marcador lateral que no hizo sino mirarle el número a Ghiggia durante todo el partido y el zaguero mulato que no llegó a cruzar al puntero charrúa en el instante decisivo, respectivamente. Los tres fueron señalados como los grandes responsables de la derrota por sobre el resto de sus compañeros, tan derrotados en el campo como ellos. "Cuando los brasileños acusaron a Barbosa, a Juvenal y a Bigode, se estaban acusando a sí mismos", dijo Filho, periodista deportivo de gran prestigio e impulsor entusiasta del gigantesco estadio, que se estrenó para esa ocasión, a tal punto que el nombre oficial de Maracaná es Estadio Jornalista Mario Filho.

Es que Maracaná no solo fue un trauma para Brasil, también reflejó sus peores demonios. Cuando en 1993 Moacir Barbosa quiso ir a saludar a la selección brasileña que se preparaba para un importante partido de Eliminatorias, los encargados de seguridad no lo dejaron pasar. Mario Zagallo, ayudante técnico, lo consideraba yeta. "En Brasil, la pena mayor por un crimen es de 30 años de cárcel. Hace 43 años que yo pago por un crimen que no cometí", dijo por entonces el arquero cuyo delito fue no atinar a cubrir el primer palo. Lo cierto es que en 1994 la verdeamarelha volvió a salir campeona del mundo. Barbosa murió en el año 2000, en la casa de su hija adoptiva, con una pensión vitalicia de su club, Vasco da Gama (donde fue ídolo pese a todo), como
único sustento.

Pero los retrocesos pueden servir para tomar impulso. "Es verdad que Ghiggia midió con cuidado el gol a Barbosa. Es verdad que, en el momento exacto, él remató. Es verdad que Barbosa fue vencido. Es verdad que, en un simple instante inesperado, Ghiggia, como un ladrón de tarde, robó para siempre nuestro triunfo. Pero también es verdad que Ghiggia erró en algo: el gol que nos derrotó no acabó con la vida brasileña ni decretó la muerte del fútbol brasileño. La lección fue aprendida y nunca olvidada. Como dijo Flavio Costa (el técnico brasileño de entonces), en esa hora comenzamos a nacer como gran expresión del fútbol mundial. 58, 62 y 70 son consecuencias del 50. Y es así que el Día de la Derrota terminó, pero su leyenda todavía ilumina a las personas que alcanzó y que continúa alcanzando", aseguró Paulo Perdigão, la mayor autoridad sobre Maracaná.

GHIGGIA, EL ÚLTIMO SOBREVIVIENTE DEL MITO

En estos días se publicó en Uruguay Elogio del Maracanazo del periodista y gestor cultural chileno Víctor Hugo Ortega C. Se trata en realidad de la cuarta edición de este libro, que reúne cuentos basados en el fútbol que arranca con el relato del mismo nombre, y que vio la luz por primera vez en 2013. El texto narra las aventuras o desventuras de dos jóvenes turistas chilenos, de visita en Montevideo, que soportan el destrato de los responsables del hotel en que se alojan (a quienes los chilenos no les caen nada simpáticos), y que obsesionados con la gloria ajena de 1950, organizan un viaje a Las Piedras para conocer al último sobreviviente de esa gesta, Alcides Edgardo Ghiggia.

"Un escritor chileno, nacido en Malloco, a 33 kilómetros de Santiago, encontró algo en un mito que creemos nuestro y es metáfora en la que participan muchos más latinoamericanos. Y escribió este libro de cuentos que es más que un elogio a los sentimientos que moviliza el fútbol, algo difícil de encontrar en la ‘big data del mundo', como dice el cineasta Adrián Caetano en la contratapa", escribió Alejandro Gortázar en la Nota del Editor, que oficia de prólogo a la edición uruguaya. Este cuento está fechado en 2012.

Hace exactamente 70 años se producía el Maracanazo. Hace cinco, el 16 de julio de 2015, moría Alcides Ghiggia. Él era el último que quedaba vivo de los 22 jugadores que se vieron las caras en esa tarde de Río de Janeiro y -más allá de la influencia de Obdulio Varela- fue el más decisivo: fue el responsable del desborde que propició el empate de Schiaffino y fue autor del inmortal gol de la victoria. Murió como vivió en los últimos años, en Las Piedras: humildemente aunque no en la extrema pobreza que sí sufrieron varios de sus excompañeros y exrivales. El fútbol de aquellos años, aun para un campeón como fue él, incluso para alguien que supo jugar en Italia, manejaba cifras mucho más terrenales.

Ghiggia, que murió a los 88 años, no llegó a ver publicada su biografía oficial, Ghiggia, de Fernando Soria, que vio la luz en octubre de 2015. Más allá de que ese libro provocara que su imagen cayera muy mal para muchos lectores -no tiene malos recuerdos de la dictadura, culpa de lo ocurrido a los tupamaros, no tiene ninguna palabra amable para el Frente Amplio-, su testimonio es tan válido como puede serlo el del autor del gol más importante de toda la historia del fútbol uruguayo.

"Julio Pérez venía con la pelota, me la pasa y yo se la devuelvo. Cuando se la devolví, salí corriendo por la punta y él me la devuelve en profundidad. Entonces me le fui al marcador de punta que no llegó a taparme y seguí en diagonal. Yo creo que Barbosa creyó que yo iba a hacer la jugada del primer gol, que iba a hacer el centro hacia atrás porque venía (el delantero Omar) Migues pidiéndomela. Cuando Barbosa se abre un poco del arco me deja un espacio y, en cuestión de segundos que uno tiene que decidir, opté por tirar al arco y por suerte salió derecho entre el palo y Barbosa. Cuando el arquero se percató, la pelota ya había entrado. Yo veía que Migues venía por el medio, pero cuando vi el espacio que me dejó Barbosa decidí tirar. Son milésimas de segundo en donde tenés que decidir qué hacer, y por suerte mi decisión terminó en gol. Después Migues se me acerca y me dice: ‘Pero no viste que te venía gritando, ¿por qué no me la pasaste?'. Y yo le respondo: ‘Omar, dejala, ahí, que ahí está bien'".