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Las tormentas que Roger Waters trajo a Montevideo

El histórico fundador y exlíder de Pink Floyd se presentó por segunda vez en el Estadio Centenario

Hay un lugar común que recomienda separar a la obra del artista. Hay casos donde esto es realmente necesario, si no sería muy difícil de apreciar la obra de Woody Allen o Michael Jackson. Algunos lo hacen todavía más difícil al exigir que no se separe una cosa de la otra. Uno de ellos es Roger Waters, quien lo deja en claro en las inmensas pantallas del This Is Not A Drill Tour, que lo trajo a Montevideo por segunda vez este viernes 17: “Si sos de los que dicen ‘amo a Pink Floyd, pero no soporto las ideas políticas de Roger’, harás bien en irte a la mierda o al bar ahora mismo”. Clarito.

El tema es que, con la obvia excepción de la embajadora de Palestina en Uruguay, Nadia Rasheed, sentada en una ubicación privilegiada, nadie duda de que la abrumadora mayoría de las entre 20.000 y 25.000 personas que, según distintas estimaciones, desafiaron la tormenta en el Centenario había ido a verlo, justamente, por su glorioso pasado con Pink Floyd, banda de la que fue bajista, vocalista y compositor durante una década y media. Se podría hilar más fino y decir que habían ido por ese período de seis años en que Pink Floyd editó un descomunal póker de discos: The Dark Side Of The Moon (1973), Wish You Were Here (1975), Animals (1977) y The Wall (1979). De estas obras conceptuales, todas muy exitosas en crítica y ventas, él fue el principalísimo responsable como letrista e ideólogo.

La controversia política, novedosa solo para quienes no tenían ni idea de quién es este octogenario inglés de Surrey, quizá sí afectó una merecida mayor convocatoria. Los antecedentes —la primera presentación del propio Roger en el Centenario en noviembre de 2018, lo que venía siendo esta gira, la calidad del espectáculo— merecían un aforo de entre 40.000 y 45.000, según fuentes vinculadas a AM Producciones. Y el número menor no fue a causa de la lluvia. Qué tanto influyeron en eso las diatribas antigobierno israelí de Roger Waters y las respectivas diatribas anti Roger Waters de distintos dirigentes políticos y de la colectividad judía, difícilmente podrá calcularse.

Hay algo a dejar en claro. Más allá de que a muchos les rechine su postura prorrusa, propalestina y anticapitalista —vale insistir: solo en quien se desayunó ayer sobre los antecedentes y los pensamientos del músico en cuestión se puede entender una rasgada de vestiduras—, Roger Waters es un peso pesado de la historia del rock, que a sus 80 años aún se banca sobre el lomo dos horas y pico de recital en el marco de la que fue anunciada como su gira de despedida. Y, sobre todo, si Pink Floyd fue lo que fue y es lo que es, es en enorme medida gracias a él.

Por más que parezca precioso cantar loas al fundador, cantante, guitarrista, compositor y líder inicial de Pink Floyd, Syd Barrett, el genio loco, la mente brillante detrás del disco debut The Piper At The Gates Of Dawn (1967), lo cierto es que a este tipo se le chifló el moño más temprano que tarde, se le limó el cerebro de tanta falopa y terminó no sirviendo ni para avisar quien viene. La propia banda le tuvo que mostrar dónde estaba la puerta al año siguiente de ese auspicioso arranque. Roger tomó la posta desde entonces, la transformó en un ícono del rock progresivo primero y en uno de los mayores números del mundo después.

Hoy el propio Waters cuenta el desafuero de Barrett de una forma un tanto más edulcorada, homenajéandolo. De hecho, en las enormes pantallas, mientras la banda arremetía una hermosa versión de Wish You Were Here, según la leyenda dedicada a él, Roger dejaba claro que Pink Floyd fue, antes que nada, una ideación de los dos. Y es sumamente delicado, también en las pantallas, a la hora de hablar de la debacle mental de su amigo.

Además, hay que decir que a David Gilmour­, algo así como la némesis de Waters, el que agarró la posta de la banda desde 1985 hasta el final, cuando al bueno de Roger se le antojó que Pink Floyd no debía existir más, más allá de que cante bárbaro (mucho mejor que Roger, que cantando no le vuela la cabeza a nadie), que toque la guitarra como los dioses, que con él al frente la banda haya mantenido su estatus de gigante y que sea más políticamente correcto, ninguno de los discos en los que agarró la posta floydiana (A Momentary Lapse of Reason, de 1987, The Division Bell, de 1994 y The Endless River, de 2014) le llega ni a los talones a los de la era Waters.

A diferencia de Barrett, Gilmour es absolutamente ignorado por Waters durante su repaso floydiano por esta gira. Realmente, uno hasta podría apostar que le tiene más bronca a su viejo compañero de ruta de la que podía tenerle al presidente del Comité Israelita del Uruguay, Roby Schindler, o al premier israelí, Benjamin Netanyahu. De hecho, está ausente en las imágenes en las que homenajea a sus viejos compañeros de ruta con Pink Floyd (que se completan con el tecladista Richard Wright y el percusionista Nick Mason) y también en el repertorio. El recital arrancó con la versión 2022 de Comfortably Numb, una versión más sombría y teatral que la original, haciendo extrañar sobre todo el brillante solo de guitarra que creó Gilmour. Lo mismo con la parte escogida de Shine On You Crazy Diamond, justo en la que menos se destaca la viola.

El show. Entre tanta bronca y resentimientos previos, hay que decirlo ya de una vez. El espectáculo que Roger Waters dio el viernes pasado en el Centenario fue muy bueno, pero notoriamente menos logrado que el que dio en ese mismo lugar en 2018, en su primera visita al país. En ella también hizo gala de su verborragia política tan conocida, con su presencia en el Palacio Municipal y “conferencia” (de alguna manera había que llamarlo) propalestina en la sede del PIT-CNT incluidas. Pero como los tambores de guerra resonaban entonces con menos fuerza que en este 2023, con la invasión de Hamás a Israel en octubre y la inmediata respuesta fresca y presente, a nadie pareció molestarle demasiado.

Como lo eran los de Pink Floyd, los recitales de las giras de Waters tienen una estructura rígida. En Is This Not A Drill las dos partes del show son casi un espejo: arrancan con clásicos de The Wall, siguen con un pequeño set de su cosecha solista (una etapa no demasiado prolífica ni demasiado interesante para el grueso del público) y terminan con joyas inmortales de los otros discos de la etapa de gloria (de Wish You Were Here y Animals en la primera, de The Dark Side Of The Moon en la segunda). Finalmente, llegó el bis.

Todo eso aderezado con sus mensajes antibelicistas, anticapitalistas (no puede no señalarse la paradoja de que es un show carísimo que encaja como anillo al dedo en el sistema del que dice abjurar), antigobierno israelí y proderechos humanos, gracias al impecable juego de los 400 metros cuadrados de pantallas.

La tormenta ayudó a darle más épica a la presentación. Los relámpagos eran tan espectaculares que no palidecían frente a los brillantes efectos visuales del espectáculo. Antes de la intimista The Bar, la última de su primer segmento de temas solistas, los rayos salieron de su boca. “Estamos tan felices de estar acá con ustedes en Montevideo. Sé que no todos querían que viniera. Tengo que desearle unas buenas noches en especial a Roby Schindler, quien es líder de una organización israelí acá e hizo que me prohibieran alojarme en los hoteles de su hermosa ciudad. Así que, Roby, fuck you!”, le dedicó el músico, mientras enarbolaba the finger, al presidente del Comité Israelita en Uruguay, a quien acusó de la campaña para impedir que consiguiera hoteles para alojarse en Montevideo. “No me quiero poner muy alegre porque, mientras hablamos, sus amigos, el gobierno israelí, están masacrando a nuestros amigos, el pueblo palestino en Gaza”. Stop genocide, machacó a través de las enormes pantallas, para que no quedaran dudas.

Como si fuera una plaga bíblica, pocos minutos después, mientras Have A Cigar volvía a poner el recital en modo floydiano, la llovizna se transformó en chaparrón y el recital se suspendió por 15 minutos. Había que esperar­ (¿rezar?) a que la cosa parara. Cuando la lluvia aflojó (llevándose con ella al segmento menos valiente del público), Roger arremetió de nuevo con ese clásico del disco Wish You Were Here exactamente donde lo había dejado y prometiendo que se quedaba hasta la hora que fuera necesaria para terminar el recital. Ovación.

El mal tiempo no resultó gratuito. La lluvia restringió los discursos políticos de Waters y también obligó a los globos gigantes con forma de oveja (pensado para cuando fuera el turno de Sheep, de Animals, uno de los mejores momentos de la noche) y de chancho (para el intervalo) a quedarse en el corral; en este caso, detrás del inmenso escenario. “Suponemos que no salieron por la tormenta”, dijeron desde la producción a Galería.

La segunda mitad del show, luego de un intervalo más corto que lo habitual, fue un calco de la primera, pero sin interrupciones por la lluvia: el arranque con toda la fuerza con In The Flesh? y Run Like Hell de The Wall, el introspectivo set solista, aquí en base a su disco Is This The Life We Really Want?, de 2017, y las cinco últimas de The Dark Side Of The Moon, desde Money a Eclipse, que de por sí ya justificaron la entrada, la lluvia y, en algunos casos, el no haberse ido al bar ni a la mierda. Y no, no hubo ningún “nazi” (realmente habría que conocer la trayectoria de Waters antes de hablar, o al menos haber ver visto la película de 1982, Pink Floyd: The Wall, de Alan Parker) que incomodase en exceso a nadie.

El tono del final fue, nuevamente, intimista. O todo lo intimista que puede ser un recital en el Centenario, ante miles de personas y con un despliegue visual de aquellos. Lo fue por el repertorio escogido: Two Suns In The Sunset­ del disco The Final Cut (el último con él al frente de Pink Floyd, de 1983), un reprise de The Bar que incluyó una elogiosa dedicatoria a Bob Dylan (el judío más famoso del planeta rock y sus satélites), a su esposa, Khamila Chavis (su quinta esposa, 35 años menor, con la que se casó en 2021), y a su hermano mayor, John, fallecido el año pasado, y el cierre con Outside The Wall, en una conmovedora versión con toda la banda en plan músicos callejeros. Esta canción, que además es la última del disco doble The Wall, fue considerada entonces como un dénouement de la historia de Floyd Pink Pinkerton (el “nazi” de las polémicas previas): un final calmo después del clímax, como para irse tranquilos. Vino bien.

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LA BANDA

Roger Waters
Voz, guitarras, piano, bajo

Jon Carin
Teclados, guitarras, coros

David Kilminster
Guitarras, coros

Jonathan Wilson
Guitarras, coros, voz en Money
y Us And Them

Gus Seyffert
Bajo, guitarras, coros, acordeón

Joy Waronker
Batería, percusión

Amanda Belair
Voz, percusión

Shanay Johnson
Voz, percusión

Robert Walter
Teclados, piano

Saemus Blake
Saxofón, clarinete

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EL REPERTORIO EN EL CENTENARIO

Parte 1:

Comfortably Numb

The Happiest Days Of Our Lives

Another Brick In The Wall (parte 2)

Another Brick In The Wall (parte 3)

The Powers That Be

The Bravery Of Being Out Of Range

The Bar

Have A Cigar

Wish You Were Here

Shine On You Crazy Diamond (partes 6 a 9)

Sheep

Parte 2:

In The Flesh

Run Like Hell

Déjà Vu

Déjà Vu (reprise)

Is This The Life We Really Want?

Money

Us And Them

Any Colour You Like

Brain Damage

Eclipse

Two Suns In The Sunset

The Bar (reprise)

Outside The Wall