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Llegó a Uruguay la historia de Michael Jordan, la leyenda del baloncesto

El libro sobre la vida del jugador de David Halberstam es considerado como lo mejor que se ha escrito sobre él

París era una fiesta. Pero no eran los locos años 20 descritos por la pluma de Ernest Hemingway. Era el otoño boreal de 1997. Eran los años vertiginosos de fin de siglo y la estrella era Michael Jordan. El mejor basquetbolista del mundo, ya una estatua viviente, había llegado con su equipo, Chicago Bulls, a enfrentarse a los mejores cuadros europeos en un torneo amistoso organizado por McDonald’s, empresa que, como otras, buscaba la expansión mundial de uno de sus patrocinados: la National Basketball Association (NBA). Cual rockstars —tanto que utilizaron para el viaje el mismo Boeing 747 que los Rolling Stones usaban para sus giras—, su llegada hizo recordar a la beatlemanía. Y de todos los astros idolatrados, Air Jordan era el más grande de todos. Y los franceses, históricamente poco afectos a alabar cualquier cosa que viniera de Estados Unidos, estaban rendidos a sus pies. 

Con esta descripción de ese torneo amistoso, el inmenso negocio detrás de él, en el fenómeno global que ya se estaba convirtiendo la NBA, y —sobre todo— la locura que generaba un atleta negro de 34 años, 1,98 metros de altura y un aspecto que parecía haber sido diseñado a medida para todo tipo de publicidades, arranca Air, la historia de Michael Jordan, del reconocido periodista David Halberstam. También esa fiesta parisina deportiva y lucrativa está en el arranque de El último baile (The Last Dance), la exitosa miniserie de Netflix de 2020 que gira en torno al sexto y último campeonato de la NBA logrado por los Bulls, en la temporada 1997/98. Es que los 10 capítulos de esta serie, condenada al éxito desde el minuto uno, estaban inocultablemente inspirados en este libro, que, vale ya decirlo, es considerado el mejor de todos los que se han escrito sobre Michael Jordan.

Otro elemento que vale tener en cuenta: no es un libro nuevo; de hecho, vio la luz en 1999. El título original es Playing For Keeps, Michael Jordan And The World He Made, que puede traducirse como Jugando para siempre, Michael Jordan y el mundo que creó, que es mucho más honesto con el texto que la titulación actual. De hecho, no es necesario ser fanático de Jordan, la NBA o el básquetbol para disfrutar un trabajo que es a su vez crónica periodística en formato de novela de no ficción, ensayo histórico, deportivo y sociológico, todo en torno a un hombre que trascendió mucho a su actividad. 

Favor con favor se paga: más allá de las bondades de esta historia, tuvo que popularizarse la serie El último baile para que se editara en ese 2020, a través de Duomo Editorial, su primera versión en español, un extenso trabajo de 574 páginas que, dos años después, llegó a las librerías uruguayas.

David Halberstam no llegó a ver cómo su trabajo inspiraba una serie televisiva de impacto mundial, ya que falleció en un accidente de auto en 2007, a los 73 años. Igualmente, prestigio no le faltó en vida. Trabajando para The New York Times había ganado el premio Pulitzer en 1964 por sus lapidarias crónicas sobre la guerra de Vietnam. 

Una última advertencia: no se descubre ningún muerto en el placard del basquetbolista ni hay, para el que conozca su historia a fondo, un dato revelador o que cambie la forma de ver a Jordan; simplemente, es lo mejor y más completo que se ha escrito sobre él. Para quienes no estén empapados, alcanza y sobra.

Orígenes. Sí puede resultar revelador para muchos que antes de que Jordan alcanzara el superestrellato, la imagen de la NBA era bastante negativa, básicamente por la proliferación de jugadores conflictivos y con problemas de drogas. El atractivo y carisma de este jugador, que parecía caer en gracia a todo el mundo, más allá de que fuera de cámaras pudiera resultar bastante insufrible para sus compañeros dada su excesiva competitividad y exigencia, tuvo mucho que ver con la expansión mundial de esta competencia. Cierto es que Larry Bird y Earvin Magic Johnson habían logrado que esta cruzara las fronteras de su país en la década de 1980; pero fue con la explosión de Air, que nació en 1963, debutó en los Bulls en 1984, ganó su primer título en 1991 y lideró el Dream Team de Estados Unidos hacia el oro en los Juegos Olímpicos de Barcelona 1992, que la NBA se hizo universal, en años previos a Internet.

De hecho, para los que gustan de las estadísticas sí hay otros datos significativos. Cuando Jordan se tomó un año y medio sabático, entre el verano boreal de 1993 y el invierno de 1995, la audiencia televisiva de las finales de básquetbol se redujo en un tercio. “Eso significaba que alrededor de la tercera parte del público había visto los partidos básicamente por Michael Jordan”, escribió Halberstam.

Y para que intelectuales como el sociólogo afroamericano Harry Edwards, que valoraba el ejemplo positivo que Jordan ejercía en muchos jóvenes negros, lo pusiera a la altura de un Gandhi, un Einstein o un Miguel Ángel como “el mejor ejemplo del potencial, la creatividad, la perseverancia y el espíritu humano”, o para que el entrenador Doug Collins —quien lo tuvo entre sus dirigidos— dijera que él “pertenecía a esa rarísima categoría de personas que está muy por encima de la norma”, tuvo que haber un antes.

Más allá de lo estrictamente deportivo, ahí donde Jordan cimentó sus hazañas, el libro incluye un minucioso ensayo en lo social y lo deportivo que gira en torno a pequeñas localidades como Wilmington y Chapel Hill. La primera está en Carolina del Norte y es donde Michael hizo la escuela, el instituto y sus primeras armas deportivas. La segunda está en el mismo estado, es más chica todavía, pero alberga a la pública Universidad de Carolina del Norte, donde él estudió. En la NBA los clubes son franquicias y tienen una organización empresarial, por lo que en vez de formar jugadores en sus inferiores reclutan a los mejores proyectos en los campeonatos universitarios e incluso en los liceales. 

Su ánimo competitivo se alimentó de la rivalidad con su hermano mayor, Larry Jordan, de quien se dice hubiera sido una estrella del básquetbol si hubiera tenido 15 centímetros más de altura. Dean Smith, su entrenador universitario, hizo mucho más que darle nociones deportivas: le dio enseñanzas éticas, conciencia del respeto hacia sus compañeros, al juego y al público. 

El famoso acuerdo con Nike en 1984 que le valió su apodo, algo inusual para un rookie (novato) en el mundo del básquetbol profesional, es todo un tratado de marketing. En sus épocas de competencias universitarias, Jordan usaba Converse, que era la marca más ligada a la NBA. Además, sus preferencias estaban en Adidas, que en un ejercicio de ceguera empresarial ni siquiera reparó en ese atleta delgado que reinaba en el deporte amateur. David Falk, su representante, logró acercar las partes y obtener un contrato de un millón de dólares al año por un lustro. En ese momento era una cifra insólita para un todavía “puede ser”, pero muy pronto fue evidente que se trató de una ganga.

Antes de cerrar el acuerdo, apenas luego de haber tenido el “sí” de su cliente, Falk le preguntó a Jordan por qué ni siquiera había esbozado una sonrisa durante los encuentros con Nike, en los que también participó su familia. “‘Ponía cara de hombre de negocios’, respondió Jordan, y al oírlo Falk tuvo la sensación de que estaba tratando con algo más que un joven deportista de talento, que había dimensiones de aquel joven que aún tenía que conocer”, destaca el libro.

Producto, atleta, símbolo. Michael Jordan siempre era un producto en sí mismo. “Haz que salga bien”, solía decirle a Jim Riswold, el fotógrafo que estaba atrás de las publicidades de Nike. “Michael, tú saldrías bien aunque te filmara empujando a una anciana delante de un autobús o arrojando cachorros de perro a un caldero de agua hirviendo”.

En un país donde la síntesis del atractivo masculino era un hombre blanco al estilo Cary Grant, Robert Redford o Gregory Peck, la posta la tomó un hombre negro, calvo, de espaldas anchas, cintura estrecha y solo un 4% de grasa corporal. Se vestía bien y sonreía mejor. Así logró vender championes, hamburguesas, cereales, bebidas gaseosas o hidratantes, calzoncillos, lentes de sol o perfumes. Y además de todo, o antes de todo, jugaba al básquetbol como nadie. Pero eso no es novedad alguna.

Al inicio de la temporada 1990/91, Jordan se había cansado de ser considerado el mejor jugador de la liga pero que no podía ponerse el anillo de campeón. Toda una pincelada de su personalidad, decidió que tenía que mejorar su masa muscular para no perder más en lo físico, como había pasado en el torneo anterior con sus verdugos, los Detroit Pistons. Es acá cuando entra en acción el preparador Tim Grover. Este episodio narrado en el libro también sirve como muestra acerca de qué va esta biografía: aunque se trate de un actor secundario circunstancial, Halberstam le dedica varios párrafos para terminar de dárselo digerido al lector, de dónde era, dónde había estudiado, qué antecedentes tenía y cómo logró llegar a Michael. Finalmente, Grover no lo hizo mejor jugador, pero sí lo volvió un jugador más fuerte. Tanto, que a su regreso en 1995 para jugar al béisbol no sintió que había dejado el básquetbol durante año y medio. Y desde entonces salió campeón en todas las temporadas completas que disputó con los Bulls.

Definir a otros jugadores en relación con el protagonista es otra característica del libro. Por ejemplo: Michael Jordan era mostrado como alguien “intenso” para los demás, presionando mucho a sus compañeros para estar a su par y alcanzar el título. Magic Johnson, en cambio, era intenso solo con sí mismo, en gran medida porque siempre —a diferencia de Air— estuvo rodeado de compañeros de primer nivel en una estructura —Los Angeles Lakers— mucho más competitiva. Esto resulta particularmente delicioso para los amantes de la NBA.

Hay algo más a destacar del libro: no es una hagiografía de Jordan. El jugador también es retratado en sus puntos más oscuros. Podía ser miserable cuando se ponía entre ceja y ceja a un jugador, ya sea un compañero (Tony Kukoc) o a un rival (Dan Majerle), solo porque alguien a quien no le tuviera particular cariño (por caso Jerry Krause, el directivo de los Bulls con quien se supo llevar muy mal) lo elogiara en demasía. No se ahorran párrafos al hablar de su adicción al juego, algo que saltó a la palestra en 1993. Fue un año malo: en agosto su padre murió cuando dos hombres lo asesinaron en una carretera para robarle el auto. 

Y el autor tampoco se saltea una parte fundamental: a diferencia de otros atletas negros de elite, como Muhammad Alí o Jackie Robinson, Michael Jordan nunca fue un activista por los derechos de los suyos, por más barreras raciales que pudiera haber tirado abajo. No estaba obligado a serlo, pero sí lo pintaban como un moderno (y muy adinerado) Tío Tom, como lo han señalado algunas voces críticas. El libro (que al igual que la serie omite extrañamente toda referencia a Craig Hodges, compañero de Jordan en los Bulls y mucho más activo social y políticamente), de cualquier forma, pone eso en su justo término.

“No había sido ‘el primero’, como sí lo fueron Robinson, Ashe y Johnson; ni había planteado ningún desafío político de gran calado o incluso desgarrador al establishment blanco como lo hicieron Robeson o Alí. Jordan había entrado cuando le correspondía en la escena educativa, atlética y comercial de Estados Unidos, y apenas nada se le había negado a causa de su raza. Si su carrera reflejó algo que excediera al ámbito deportivo en términos de historia racial, fue la disposición de la América corporativa a entender, aunque fuera a regañadientes, que un atleta negro, atractivo y de facultades asombrosas podía ser persuasivo como vendedor de una amplia variedad de productos bastante prosaicos”, indica el trabajo en su parte final. “Aun así, lo que Jordan dejaba en el recuerdo del aficionado medio tampoco era exactamente una colección de extraordinarias imágenes como deportista, sino más bien la impresión de haber visto un cometa humano cuyo resplandor teníamos el privilegio de ver una noche y otra y otra más; un jugador con un carisma como no se había visto jamás en el baloncesto: brillante, grácil y, por supuesto, temible. Poseía en el más alto grado todas las cualidades de la grandeza. Además, parecía que algún genetista hubiera inyectado en su ADN una solución mágica de supercompetitividad, de modo que llegó a representar, más que ningún otro deportista de los tiempos recientes, al hombre invencible, alguien que no conocía la palabra derrota”. Y eso no es poco.