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Pablo Casacuberta:“A muchos de estos chiquilines te dan ganas de darles la llave del país"

Con la robótica como disparador, los adolescentes de Soñar robots, el documental de Casacuberta, conmueven con su filosofía, su actitud y su nivel de compromiso

Editora de Galería

Con la robótica como disparador, los adolescentes de Soñar robots, el documental de Casacuberta, conmueven con su filosofía, su actitud y su nivel de compromiso

El término serendipia suele aplicarse a la ciencia, a esos hallazgos tan fortuitos como afortunados. Pero puede decirse que la realización de Soñar robots fue una sucesión de serendipias. El rodaje de un documental suele ser un proceso azaroso y librado al natural transcurrir de las cosas, pero en este caso la búsqueda era tan amplia, ambiciosa e incierta que en palabras de su director, Pablo Casacuberta, el guion previo constaba de dos palabras: buena suerte.

La película se proponía seguir y registrar el trabajo y las hazañas de un grupo de niños y adolescentes del interior del país a partir de los kits de robótica proporcionados por Plan Ceibal. Pero la realidad complejizó la historia: le agregó tensión y obstáculos a la línea argumental, le sumó emoción y elevó de manera exponencial el carisma de sus protagonistas respecto a lo que se esperaba a priori. Casacuberta habla de “San Película”, refiriéndose a esta serie de golpes de buena fortuna que lo encontraron con la cámara en mano en el momento justo: “Muchos de los momentos de mayor belleza ocurrieron de rebote, y de muchos de esos momentos nos dimos cuenta días después de haberlos filmado, mirando el material”. El intrincado rompecabezas de historias, que confluyen en una inspiradora película coral, terminó de armarse en una desafiante instancia de edición.

Migues, Tala, Atlántida, Toscas de Caraguatá, Achar y San Jacinto tienen nuevos héroes, y se los puede ver en acción en Soñar robots. “El centro del mundo está en todas partes”, dice el slogan de la película, y de demostrarlo se ocupan estos chicos que con sus triunfos científicos generan en sus respectivas comunidades el mismo efecto fervoroso que una victoria futbolística. Acortar la brecha entre arte y ciencia ha sido una inquietud del director desde que fundó Gen Centro de Artes y Ciencias. “Muchas veces siento que las personas que lloran al ver la película se emocionan por las circunstancias que viven los chiquilines, pero también hay una emoción nacida del orgullo de ver a esos niños y al país que les da origen”, dice Casacuberta sobre esta película “uruguayísima”.

En Soñar robots confluyen el arte y la ciencia, un mix en el que viene trabajando desde que fundó Gen con su socia (y pareja), Andrea Arobba. Pero ¿cómo nació la idea de la película?

Gen Centro de Artes y Ciencias tiene una misión, que es ensanchar el ámbito de lo que se considera patrimonio cultural en la mirada pública. En general, cuando la gente piensa cuál es el patrimonio cultural del país tiende a pensar en las artes o la planta edilicia de la ciudad o las tradiciones. Muy rara vez la gente considera patrimonio cultural el pensamiento de los últimos 10 años o la innovación científica o la investigación. Entonces, una de las misiones nuestras ha sido eso, tender puentes entre artes, ciencias, humanidades y pensamiento, y una de las maneras es patrimonializar procesos que han sido financiados con impuestos de las personas y decirles de alguna manera: esto es tuyo, lo pagás vos y tiene sentido que lo pagues vos. Ese fue el espíritu con el que hicimos Clemente, los aprendizajes de un maestro (su documental anterior sobre Clemente Estable), que naturalizaba el hecho de que en Uruguay siempre ha habido una ciencia muy vigorosa, mucho más de lo que la gente imagina. Y también es el espíritu de Soñar robots, que es, primero, mostrar que hay decenas de miles de niños atravesando procesos educativos que son una ventana a la biología, a la física, a las artes, y que tienen una matriz tecnológica, de resolución de problemas, valiéndose del pensamiento computacional. Pero al mismo tiempo decirle al público: esto es identidad uruguaya. El Plan Ceibal existe ya hace una cantidad de años y ha ido formando cada vez más parte de la matriz de lo que es ser uruguayo. Esta película muestra el impacto que ha tenido en el desarrollo intelectual de chiquilines en el ámbito menos imaginado por la población urbana, que es el ámbito rural. Ves chiquilines de 12 a 17 años teniendo una capacidad de construcción sobre su lugar en el mundo y sobre los límites entre la biología y la tecnología y las fases físicas de los procesos computacionales que no tiene la mayoría de la población adulta o madura. La mejor manera de mostrar un proceso es mostrar sus frutos. No es una película sobre el Plan Ceibal, ni siquiera es una película sobre jóvenes, es una película sobre de qué se trata comprometerse con proyectos, en qué consiste el aprendizaje y en dónde tenemos, como sociedad, que poner nuestras fichas para apostar al futuro.

¿Cómo lograron seguir estos procesos y que los protagonistas actuaran con tanta naturalidad como para llegar a captar esos momentos de camaradería y complicidad entre ellos?

Ahí hay dos dimensiones, una no es un mérito nuestro, y tiene que ver con que esta es una generación mediatizada, que está acostumbrada a ver fotos diariamente de lo que sus amigos hacen, incluso de personas que conocen poco. Es una generación que creció bajo una mirada mediática muy cercana y cotidiana. Y después hay un sustrato personal mío, como padre. Yo soy un padre intervencionista, no soy de esos padres cuya idea de la crianza es dejar que los hijos se críen solos. Me meto en sus vidas de formas realmente insoportables y estoy acostumbrado a tener largas conversaciones con chiquilines de todas las edades. Entonces el secreto para mí es establecer un vínculo en serio, donde los tratás seriamente. No como una fuente de material curioso, sino como una fuente de pensamiento. Y cuando a un adolescente lo tratás como un sujeto que puede pensar y no en forma condescendiente, se pone a la altura de ese trato. Cuando ves en un documental o en una ficción a un adolescente, se lo muestra en general como una fuente de conflicto, se exploran las dificultades que enfrenta o para insertarse en el mundo adulto. Pero muy rara vez se considera al adolescente como una fuente de ideas valiosas. En Soñar robots los adolescentes son tratados como personas productoras de ideas. Me parecía que era importante para dignificar un período enorme de la vida que se ve como simplemente problemático y no como un período fecundo, que es lo que es.

Además de niños y adolescentes protagonistas, la música jugó un papel tan fundamental que la consideraron un personaje más.

La música fue hecha por mi hermano Gabriel, que es un veterano de la composición de música orquestal para películas y ha hecho la música de todo lo que produje alguna vez en mi vida. Primero porque hay entre él y yo una comprensión mutua y una confianza gigantesca, y segundo porque él es capaz de integrar fuentes de inspiración musicales que jamás pensarías que son combinables a primera vista. En este caso yo quería que hubiera una música que integrara la milonga y la chamarrita y al mismo tiempo toda una larga tradición de música orquestal para películas. Entonces se elaboró un personaje que nosotros llamábamos humorísticamente Olimareño Morricone, porque tenía todo ese sustrato milonguero y al mismo tiempo esa dinámica orquestal.

¿Qué fue lo primero que lo sorprendió en el camino de hacer esta película?

Aprendí mil cosas, entre ellas cómo funciona la robótica que hacen ellos, cuáles son los objetivos que tienen. Antes de estrenar la película decidimos hacer una gira e ir a cada pueblo y cada localidad donde hubiera un protagonista y mostrársela a ellos, a su comunidad, a sus padres y docentes. Fue una experiencia increíble, con un volumen de emoción, llanto y abrazos gigantesco. Algunos padres decían: “Ahora entiendo exactamente lo que hace” (refiriéndose a los proyectos de robótica de sus hijos). Es difícil de entender, porque es una mezcla de mil cosas. Tiene algunas dinámicas de un deporte, y de hecho en su fase más pública (cuando participan en las competencias) tiene toda la pasión de un deporte de estadio: tenés tribunas, pancartas, banderas, hinchadas coreando; todas cosas que esperarías en un deporte y, sin embargo, lo que todo el público está celebrando es un proceso intelectual. Eso a mí me emociona. Es a lo que he dedicado toda la vida, que los procesos intelectuales resulten fascinantes y apasionantes para la gente. Creo que vivimos en la época de la humanidad en que más aspectos de la vida cotidiana dependen de un proceso intelectual complejo. La silla en la que estás sentado, los materiales con los que se hace toda la tecnología, la forma en que se producen los alimentos y llegan a tu mesa, todo, incluso el aire que respirás está mediado por problemas y retos tecnológicos. Y, sin embargo, seguimos viendo la ciencia y la tecnología como si fueran un ámbito en vez de como si fuera una dimensión de todo aquello que constituye nuestra experiencia cotidiana. Entonces visibilizar eso, la capacidad de pensar en términos complejos, para mí no solamente es una necesidad expresiva vocacional sino un reto que enfrento con un sentido del deber.

En un principio impacta que en pueblitos en medio del campo hay niños tan enfocados en la tecnología y la robótica, pero a medida que van pasando los minutos y se los escucha hablar eso pasa a segundo plano y lo que impresiona es la sabiduría y la manera de pensar de estos niños.

Uno de los chiquilines, de los más chicos, me dijo: “Para que un proceso de robótica termine funcionando cada uno de los pasos necesita unos 200 fracasos”. Hay un momento en que te das cuenta del valor que tiene lo que hacen en términos de cómo enfrentás cualquier reto complejo en la vida. Otro de ellos dice: “Pensar los problemas desde una perspectiva ambiental es algo que ya hago automáticamente”. Eso indica que algo está haciéndose bien. En este caso, cuando ves chiquilines uruguayos compitiendo internacionalmente y saliendo muy bien rankeados, hay que preguntarse qué de lo que estamos haciendo es un ejemplo que deberíamos ensanchar y alentar colectivamente. En general, la gente concibe el futuro como una estación que ya está armada, y a sí mismo como si fuera pasajero de un vehículo que se aproxima a esa estación. Pero la verdad es que el futuro hay que hacerlo, no llega simplemente en forma pasiva, y la calidad de ese futuro depende de quiénes lo hacen. Por eso me parece importante mostrar caminos para ayudar a los chiquilines a jugar ese rol. ¿Querés hacer juventud solvente, inteligente, con capacidad para autocuestionarse, para cuestionar sus ideas? A muchos de estos chiquilines te dan ganas de darles la llave del país y decirles: “Tomá, goberná, estás listo”. Cuando ellos discuten, lo hacen con una altura y un respeto que te dan ganas de que le brinden talleres a la clase política. Cada cosa que hablan es un darse cuenta de cosas, es una invitación continua a analizar y darse cuenta de qué es lo que merece la pena, dónde hay que concentrar los esfuerzos. Pienso que una de las cosas que más funciona de la película es lo que les hace a los adultos. He visto jóvenes muy inspirados al verla, pero a los adultos los interpela. Te sacude, te hace pensar: ¿Estoy haciendo realmente algo que merezca la pena?

EL DIRECTOR

Soñar robots es el tercer largometraje de Pablo Casacuberta, después de Clemente, los aprendizajes de un maestro (2018) y Another George (1998, en colaboración con Yukihiko Goto). También dirigió escenas de segunda unidad para el filme Niños del hombre (2006), de Alfonso Cuarón, y estuvo nominado al Grammy Latino en la categoría mejor video por la realización de Pa’ Bailar (2008), de Bajofondo.

Además, en su faceta de artista visual expuso sus trabajos en Nueva York, Barcelona, Buenos Aires, Yokohama y Venecia. Como escritor ha publicado varias novelas y ganó el Premio Nacional de Literatura en 1996.