El uruguayo Fernando Zás recorrió la distancia entre la luna y la tierra unas 15 veces, manejando un “cilindro de lata con nariz”, alas y asientos. Solo alguien con más de nueve millones de kilómetros y 19.000 horas de vuelo podría referirse a un avión con tan poco asombro.
Zás, que a pesar de las cifras se considera un hombre con los pies en la tierra, fue piloto y comandante, y trabajó en el mundo de la aviación durante más de 40 años. Comenzó como controlador de tránsito aéreo en las torres de Carrasco, Jagüel y ex-Melilla, en 1977. Tras haber desfilado incontables veces por el simulador de vuelos —mejor conocido como ”el humillador” para los de su generación, porque “de 10 veces que pasaste, te equivocaste 200”—, ingresó en 1980 a Primeras Líneas Uruguayas de Navegación Aérea (Pluna) como ingeniero de vuelo, donde también fue primer oficial, comandante y fuego, hasta ingresar en Copa Airlines en 2009. Durante sus viajes llegó a sobrevivir 20 días con dos camisas y nunca se acostumbró a una cama.
Desde 2018 está jubilado y su último vuelo fue a Nueva York. Era especial porque lo remontaba a la época en donde se devoraba los libros, revistas y publicidades sobre aviones, teniendo muy claro que ese mundo estaba marcado por Estados Unidos: “Si alguna vez aterrizo como piloto en Nueva York, cuelgo los auriculares (deja de volar)”, decía. Y así terminó su carrera en la misma ciudad desde donde despegaron sus sueños.
Una charla consigo mismo. Después de varias correcciones, La vida pasa volando estaba listo. Un libro que sin ser para nada técnico se propone como un plan de vuelo, no para la actividad profesional sino para la vida. Por momentos, parece una autoentrevista. Está lleno de preguntas que él mismo se hace y responde, que nacieron de estar solo a 30.000 pies de altura, cuando todavía no existía WhatsApp y en lugares donde no se hablaba su idioma. “Tenés mucho tiempo para la introspección”, contó.
Con este panorama fue que el excomandante comenzó a escribir. Escribía para no dejar que se perdieran sus historias, pero también como una forma de matar el tiempo, tanto durante sus viajes como en pandemia. Ya jubilado, la libertad responsable lo hizo quedarse en casa, reencontrarse con el viejo borrador de un índice que había hecho, y a partir de eso soltar la rienda a su lado más creativo.
Portada del libro La vida pasa volando. Lo recaudado por su venta irá destinado a la fundación Cimientos. Amar a cielos de distancia. Hace 13 años que está casado con Mónica. Ella fue quien le regaló su última libreta de vuelo, en la que anunciaba con su puño y letra que la de su esposo sería “la historia de un gran hombre”. “Uno tropieza y se levanta muchas veces en la vida, a veces tenés más o menos ganas, pero ella siempre estuvo ahí. Me bancó mucho”, contó él sobre su esposa, a quien agradeció en su libro por “estar sin estar”.
Recuerda verse juntando moneda por moneda para poder ir a los locutorios de la ciudad y hablar con su familia. Pero el amor a cielos de distancia, según él, se vive muy bien: “Es lindo porque te contás muchas más cosas y no peleás. Como extrañás más ves lo bueno y no lo malo del otro. Estás pensando mucho en esa persona, entonces se te despiertan más gestos, y el reencuentro es lo más lindo que hay”.
En su libro se dedicó a recopilar una serie de correos electrónicos que intercambiaba con sus seres queridos desde sus viajes, sobre todo con su hija Macarena. En un intercambio con ella, Zás menciona una etapa oscura en donde el vuelo a Jordania en el que estaba en ese momento se presentó como “una luz al final del túnel“: “Fue un divorcio, el despido de Pluna, la muerte del perro con el que compartí 10 años… Todo junto. Entonces abracé el que me llamaran a volar tan lejos”. Era la oportunidad para “juntar un poco de plata e historias para mis nietos”, le dijo a su hija.
La vida que pasa volando. Desde un avión son muchas las cosas que pasan volando; las ciudades, las nubes, el minuto exacto… Este último no tiene piedad, y hace afirmar a pilotos como Zás que en su trabajo “no todo es maravilloso”.
“Te dicen: ‘¡Vas para Río, qué divino!’, y yo apenas me tomé un café y ya volví. No estoy vacacionando, estoy trabajando”. Muchas veces Zás ni quería ir a Río, pero como todo comandante, estaba consciente del centenar de pasajeros que dependían de ese vuelo y no de sus ganas.
En su libro recuerda su último turno en las torres de control de Carrasco el 20 de agosto de 1980 a la tarde. Pero no fue solo una fecha que con una mezcla de nostalgia y orgullo anotaría en su libreta. “Trágica partida con la muerte se prolongó por 8 minutos”, titularían al día siguiente los diarios. “—¿Se anima a aterrizar? —No me animo! ¡No me animo!—”. Esos artículos, cuyos recortes Zás adjunta en su libro, hablaban de un episodio en el que alguien desde un Piper Chieftain que venía del aeropuerto del Jagüel se comunicó con la torre de control diciendo que “algo” había golpeado y lastimado al piloto. El excomandante comenzó un diálogo con el pasajero; se dio cuenta de que la vida de quienes estuvieran a bordo y del piloto, Beto Fábregas, estaba en manos de este hombre. Primero evitó que el avión, de estrellarse, lo hiciera sobre la ciudad. Después, intentó por todos los medios darle indicaciones para un aterrizaje de emergencia. Aunque el episodio terminó trágicamente, la prensa destacó “la increíble serenidad del personal de Carrasco”.
Zás contó a Galería que no fue arbitraria la decisión de no incluir sus sentimientos y sensaciones sobre el accidente en el relato del libro. “¿Cómo me iba a sentir? Horrible. No me preguntes más. Iba al cine y veía lo que había pasado en la pantalla”. El hijo de Fábregas, profesional y amigo al que Zás recuerda como un pilar en sus inicios en la aviación, lo llamó hace poco para felicitarlo por el libro. “Traté de salvarle la vida (a Beto), pero no lo logré. No pude tranquilizar al pasajero para que llegara a tierra”, contó. “Hay que estar muy bien de salud (para pilotear un avión) y tener la mente, el cuerpo y el corazón bien alineados”.
Cuando sea grande quiero manejar un avión. Al comienzo del libro aparece el relato de Tim, un niño de siete años que sueña con ser piloto porque es “fácil y divertido”, “no necesitan ir mucho a la escuela”, son “valientes”, “a las niñas les gustan” y las azafatas quieren casarse con ellos. Tim, al parecer, no leyó el libro de Zás. El día que lo haga quizá reescriba su ensayo. O quizá no. El excomandante, a sus 71 años, todavía habla de “la libertad de volar” con cierto entusiasmo infantil. Y así como quería comprarse un Rolex solo porque salía en uno de los anuncios de la revista Life, se enamoró de los aviones por leer cada uno de sus artículos sobre aviación. “Esa revista te marcaba porque te traía un mundo al que no tenías forma de llegar. Viajar a Europa o Estados Unidos era como si hoy te dijera de ir a pasar un fin de semana a la luna”.
Zás contó a Galería que, mientras la mayoría de los pilotos empiezan a trabajar en una empresa y “mueren en esa empresa”, la suya no fue una carrera normal por haber empezado en Pluna, ser despedido y volver a empezar en Medio Oriente. Su mayor desilusión dentro de la aviación, asegura, fue el cierre de Pluna —con más de 75 años de historia— y “que no se haya tenido visión de lo que una línea aérea nacional significa y aporta al país”. “(A los pasajeros) les dabas un diario, caramelos Zabala, le ponías a Rada y ya habían vuelto a Uruguay. Nosotros éramos los que transportábamos el país al mundo y eso se perdió todo por unas chirolas”. Ahora, ningún uruguayo va a poder volar en su propio país. “La única forma de perseguir ese sueño es irse”.
Pero el de Zás sí se cumplió. Es cierto que jamás vio ovnis, algo que suelen preguntarle, pero sí un meteorito desintegrándose sobre el océano. Él recuerda particularmente los cielos nocturnos del sur. En sus vuelos usaban un programa que proyectaba en el parabrisas todas las estrellas, los nombres y formas de las constelaciones, hasta por dónde saldría la luna. Con eso, aprendió mucho de astronomía. “El cielo del norte es muy, muy chico. Tiene pocas estrellas, solamente la estrella Polar. En cambio el sur está lleno, y en las noches sobre el Atlántico, sin luces, es como si fuera tuyo”.