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Crisis vitales: ¿Se puede emerger transformado?

Un despido, una separación, un duelo, el nido vacío; predecibles o inevitables las crisis implican, por definición, un cambio
Editora de Galería

Los optimistas (o los expertos en marketing) dicen que hay que ver en la crisis la oportunidad. Pero no hay enlas definiciones formales de crisis en castellano indicios de una connotación positiva del término. Salvo, tal vez, la acepción que habla de “un cambio profundo y de consecuencias importantes en un proceso o una situación”.

En 1959, John F. Kennedy, entoncesaspirante a la presidencia de Estados Unidos, dio un discurso sobre laimportancia del United Negro College Fund, una iniciativa que hasta hoy financiabecas universitarias para estudiantes negros. Allí, con espíritu esperanzador einstando a esos jóvenes a convertirse en líderes en el campo de la ciencia y latecnología en plena Guerra Fría y ya librando la carrera espacial con Rusia, desglosó el vocablo que en chino significa crisis: weiji, una
combinación de peligro (wei) y oportunidad (ji). También se diceque esta última sílaba puede interpretarse como punto de cambio.

Como siempre, la sabiduría oriental da en el clavo: nadie atraviesa una crisis sin salir cambiado. De la crisis de la adolescencia se sale convertido en adulto. ¿Qué mejor ejemplo que ese del cambio que propicia (o impone) una crisis?

Como seres humanos que formamos parte de una sociedad y a su vez de una familia estamos destinados a vivir y a sobrevivir a lo largo de nuestra existencia a un esquema de crisis que, con algunas variantes, tienden a sucedernos a todos y tienen la capacidad de desestabilizarnos más o menos. La mayoría de las crisis vitales nos ocurren en el marco de la familia, y nos afectan precisamente por ser parte de un sistema, pieza de un engranaje. “En las relaciones hay historias, hay creencias, hay mandatos familiares, y eso es lo que hay que tener presente cuando dos personas se unen. Siempre suman mucho más que dos y es importante entenderlo”, explica a Galería la magíster en Psicología Milagros Fernández, directora de la carrera de Psicología de la UCU y profesora de la maestría clínica en la intervención con parejas y familias de la misma universidad. Cuando un suceso golpea al núcleo y la respuesta que se necesita para sortearlo se aleja de las respuestas conocidas por esa familia, estamos frente a una crisis.

Donde todo empieza. Cada crisis es única y específica para cada familia. Sin embargo, hay ciertas características comunes que permitieron que Frank Pittman, psiquiatra y terapeuta familiar de origen estadounidense, las clasificara en cuatro categorías. Unas de ellas son las crisis evolutivas, que son universales y predecibles porque están asociadas a las etapas del ciclo vital. Algunos puntos álgidos son el nacimiento del primer hijo, cuando llegan a la edad escolar, a la adolescencia, luego el abandono del hogar, el envejecimiento, la jubilación y la muerte. Pero las crisis golpean a la puerta desde la constitución de la pareja por los desafíos que supone esta nueva etapa: cómo pasar del yo al nosotros —que implica un cambio de identidad—, el relacionamiento con las familias políticas, la aceptación de las mochilas del otro y todo lo que trae incorporado de su familia de origen y la definición de los roles y las reglas del nuevo sistema. “Cada etapa del ciclo evolutivo o de desarrollo tiene conflictos básicos a resolver y a transitar, y cuanta mayor sea la flexibilidad del sistema familiar y mayor sea la cohesión, más capacidad de respuestas o alternativas va a tener para encarar esas crisis de desarrollo”, aseguró Fernández.

El nacimiento del primer hijo suele ser equivalente a una crisis porque con él nace un nuevo subsistema, el parental, que exige definir cómo se incluye a ese hijo y qué equilibrio tendrá ese sistema parental con el conyugal. “Esos papás tendrán que reorganizarse frente a la llegada de ese hijo”, dice la psicóloga experta en parejas y familias.

Esa pareja empieza a tener, inevitablemente, nuevos problemas con los que lidiar mientras cada uno ve cómo la persona que tiene al lado se convierte en otra. La dimensión parental no le sienta igual a todas las personas; no todas la abrazan con la misma gracia o naturalidad. Entonces, hay parejas que conectan más entre sí después de la paternidad, y otras que a partir de esta vivencia crecen en sentidos diferentes y no logran congeniar desde esos nuevos roles. Los que saben afirman, no obstante, que es importante separar lo que es la pareja de lo que es la familia, porque hay parejas que logran ser excelentes familias estando separadas, y a la vez hay parejas que no logran ser buenas familias aun estando juntas.

Momento de transición. Ese primer hijo es el que marca el ciclo evolutivo, y por eso es la adolescencia de ese hijo, la inaugural, la que puede vivirse como una crisis. La disyuntiva radica en cómo se acompañará esa etapa, en la que el adolescente quiere crecer, diferenciarse y desprenderse, pero a la vez mantiene cierta dependencia. “A veces es difícil acompañar ese proceso de individuación”, dice la experta, que se refirió también al peso de las lealtades que puedan sentir hacia sus padres, que pueden ser positivas o negativas. “Una lealtad positiva es cuando el adolescente busca ser como sus padres porque es un proyecto que verdaderamente va con lo que él quiere. Una lealtad negativa es cuando un hijo renuncia a un proyecto de vida para satisfacer a sus padres”, diferenció. “La idea es que en estas etapas la familia pueda ayudarlos a encontrar una vida que valga la pena para la familia, en la que sientan que pertenecen pero también favoreciendo la individuación de cada persona”.

La partida del hijo independizado por completo y el consecuente nido vacío serían las siguientes y previsibles crisis evolutivas que podría enfrentar una familia, y que exigen a sus miembros hacer ajustes para adaptarse a cada nueva etapa.

Grietas en los cimientos. Las crisis estructurales suelen también aquejar a las familias. Son, por definición, esos problemas casi crónicos que vienen de una tensión oculta, de algo no dicho. Fernández pone el ejemplo de una familia con un funcionamiento disfuncional a partir de un hijo que, al tener cierta patología o sintomatología, adquiere un lugar de autoridad en la estructura familiar que no le corresponde. “Esos son los casos en que muchas veces se hace necesaria una intervención terapéutica para revisar, ordenar el sistema y devolverle al hijo el lugar que tiene que ocupar”, explica la especialista. “A veces esa sintomatología está cubriendo algo, entonces hay que ver el significado del síntoma y el motivo”.

Estas crisis estructurales, que tienen como origen una disfunción como puede ser la adicción de algún miembro de la familia, una infidelidad que enturbia el clima del hogar o comportamientos violentos, terminan naturalizándose. A veces la problemática está tan instalada que se vuelve parte de la dinámica y, aunque suele afectar a todos los miembros de la familia, no es raro que la situación se perpetúe en el tiempo y hasta que sus propios protagonistas se resistan a cambiarla.

Por otro lado, las crisis que el terapeuta estadounidense llama de desvalimiento se dan cuando la familia tiene un miembro con un funcionamiento disfuncional o dependiente. La persona dependiente —niños pequeños, personas añosas o personas con alguna discapacidad física o psíquica— demanda cuidado y atención. “Estas crisis son más habituales en el trato con la discapacidad física o psíquica reciente de algún familiar, y que muchas veces no es aceptada por la totalidad de la familia. La aceptación de ese desvalimiento para comprometerse con los cuidados a veces genera muchas dificultades y crisis a nivel de la familia”, dice Fernández: “Hay un miembro que se sobreinvolucra, y eso hace que los otros no se comprometan. Todo eso lleva muchas veces a crisis; se necesita ayuda para distribuir esas tareas, y ese es el desafío: trabajar con las familias en esas crisis para que acepten esa dificultad y puedan comprometerse con los cuidados en algo equitativo para todos los miembros”.

Las crisis inesperadas. Un despido laboral, un divorcio, el diagnóstico de enfermedad de un miembro de la familia, un accidente, un secuestro, un terremoto: nadie puede anticipar una desgracia de este tipo ni puede estar preparado para afrontarla. “Las crisis inesperadas tienen las mismas probabilidades de ocurrir en familias que funcionan bien, en familias sanas, que en familias que sufren otro tipo de problemas”, dice la magíster en Psicología. En estas crisis la tensión es real, palpable. Son pruebas duras con procesos dolorosos. Al mismo tiempo pueden significar una invitación a la cercanía familiar: “Son oportunidades para mirarse, para entenderse, y pueden resultar una experiencia enriquecedora de crecimiento y transformación para la familia”.

El riesgo en estas crisis es detenerse en la búsqueda de un culpable, porque en ese afán la familia se pierde la oportunidad de hacer de ese esfuerzo para adaptarse a esa nueva situación una experiencia de aprendizaje. “También hay que tener en cuenta que cada familia tiene una disponibilidad limitada para tolerar las adversidades y convertirlas en una experiencia de aprendizaje, sobre todo cuando la tensión o la situación es muy compleja”, dice la experta.

“La gente dice que conseguirás superarlo. (...) Y al fin logras superarlo, es verdad. Al cabo de un año, de cinco. Pero no lo superas de la misma manera que un tren sale de un túnel, con un brusco surgir al paisaje soleado (...), para comenzar el descenso rápido y traqueteante hacia el Canal de la Mancha; lo superas más bien a la manera como una gaviota se libra por fin de la pegajosa mancha de petróleo. Alquitranado y emplumado de por vida”, dice el escritor británico Julian Barnes en su libro de memorias Niveles de vida, que publicó a partir del duelo de su esposa. Su relato sobre la superación de una crisis no es del todo luminoso, pero sí habla de supervivencia, de un salir adelante, aunque el hombre resultante no sea el mismo y cargue con algunas secuelas.

Estilos de afrontamiento. Algunas variables entran en juego en el proceso de atravesar y sobreponerse a un traspié de gran magnitud: están por un lado los recursos que tenga la familia para lidiar con él, y también las maneras particulares de cada miembro, los estilos de afrontamiento individuales. Las crisis pueden poner en cuestionamiento nuestra identidad y a veces hasta el sistema de creencias con el que nos manejamos. “Las crisis evidentemente van a generar incomodidad, van a generar estrés, y a veces el proceso va a depender de cada uno. Por ejemplo, en la muerte de un hijo muchas veces cuesta que la pareja tenga el mismo proceso en los tiempos de duelo. Y eso a veces lleva a que haya desencuentros”, explica Fernández.

Los estilos de afrontamiento son las estrategias cognitivas y conductuales que las personas utilizan para lidiar con situaciones estresantes, y son bien personales. Estos mecanismos son determinantes para lograr un proceso productivo y llegar a un desenlace positivo. Existen varias clasificaciones de estilos de afrontamiento, pero la diferencia principal está entre el activo, que implica tomar conciencia del problema y luego acción para resolverlo o, al menos, reducir el estrés que genera; y el estilo evitativo, evidentemente menos saludable, en el que la persona puede visualizar la situación que le genera estrés pero no hace nada al respecto, o directamente no toma conciencia o niega que existe un problema.

Otra clasificación divide las estrategias entre la que se centra en análisis del problema, yendo a su origen y haciendo lo que esté al alcance para resolverlo o mitigar sus efectos; y la que se enfoca en las emociones y los sentimientos que disparó la crisis, a veces de manera eficaz y otras achacando culpas internamente o cayendo en otro tipo de pensamiento dañino.

El viaje transformador. El viaje metafórico de transitar una crisis puede llevar a quien la atraviesa al mismísimo infierno para devolverlo luego, transformado, a una vida que probablemente ya no será la misma. Con un buen trabajo interior, los mecanismos adecuados de afrontamiento y un manejo familiar honesto y amoroso, una crisis puede generar un crecimiento a nivel individual, un aprendizaje y una resignificación.

Pero los viajes que acompañan a una crisis no siempre son en sentido figurado. Tal vez porque escapar es la reacción espontánea a cualquier problema, viajar al otro lado del mundo o hacer una travesía de miles de kilómetros a pie pueden ser recursos curativos. Este último caso es el de Cheryl Strayed, la escritora estadounidense que a los 27 años se propuso caminar más de 4.000 kilómetros por el sendero del Pacífico después de una sucesión de eventos que le exigían un cambio que no sabía cómo encarar. “Mi padre dejó mi vida cuando yo tenía seis años. Mi madre murió cuando yo tenía 22. A raíz de su muerte, mi padrastro pasó de ser la persona a la que consideraba mi padre a un hombre al que solo veía ocasionalmente. Mis dos hermanos se dispersaron en su dolor, a pesar de mis esfuerzos por mantenernos unidos, hasta que me di por vencida y también me dispersé”, cuenta en su libro Salvaje. En ese sendero, que transitó en el verano de 1995, en el que se tambaleó “en el dolor, la confusión, el miedo y la esperanza”, se convirtió en la mujer en la que sabía que quería convertirse.

Las crisis son oportunidades para transformar, para transformarse, para reinventarse, y logran por lo general mejores funcionamientos, asegura Fernández. “Es difícil lograr un cambio real sin crisis. Cuando uno elabora, cuando uno integra, cuando uno revisa a su familia y sus relaciones pasadas, todo eso evidentemente aumenta el conocimiento y mejora el funcionamiento”.

Según la experta, la mejor manera de transitar y superar una crisis es siendo conscientes. “Las crisis son inevitables y es importante poder tomarlas como parte del ciclo evolutivo que atraviesa la familia, o que atravesamos”, explica. Aunque a veces no logremos verlas como algo transitorio y nos dé la sensación de que el dolor está ahí para quedarse, es bueno recordar que se trata de un momento, de una etapa, y que así como el tiempo pasa, la crisis también.