Federico Astigarraga, Matías Grunwaldt, Lucía Hernández y Gonzalo Kurin, la parte fija de la tripulación. Foto: Lucía Durán.
Matías es novio de Lucía (Hernández) hace tres años. En un viaje familiar previo en el que probaron el barco recibió su primera recomendación: “Vos llegá hasta donde quieras llegar, no te obligues a nada”, le dijo su suegra a Lucía. Gonzalo Kurin, compañero de facultad de Matías, se subió a un barco por primera y casi única vez en 2019, acompañado por él. “Ahí me dijo: bueno, el día que arranques algo, estoy”, recordó el capitán.
El tercero en unirse fue Federico Astigarraga, “el más aventurero de todos”. Federico conoce a Matías del colegio British Schools y tenía un poco más de experiencia en veleros que el resto, a pesar de que nunca antes había pasado la noche en alta mar. “De a poco descubrí que en el mundo náutico era algo bastante común eso de reclutar tripulantes con y sin experiencia. Hay grupos de Facebook donde los capitanes de barco postean que necesitan uno para que los acompañe hasta las Canarias, el Caribe... Hay un mundo entero de personas comunes navegando en veleritos que se mueven un disparate”, dijo Federico, mostrando que el de Matías no era un delirio tan poco común.
“Ya sabemos que está loco igual, ¡pero estamos todos locos!”, concluyó Kurin. Una vez consolidado, el grupo de inexpertos náuticos dejó todos los nervios para quienes se quedaban en tierra cuando se lanzaron al mar “solo por diversión”, como lo señala el perfil de Instagram que tuvieron que hacerse para que sus familias recibieran noticias suyas y no se quedaran “en un ataque”.
“Contame para todo”, fue lo que Federico le dijo a Matías cuando decidió cerrar el estudio donde trabajaba como arquitecto, “poner un parate” y sumarse al cruce: “Era una de esas experiencias que se tratan de aprovechar en el momento que surgen”.
Federico Astigarraga sobrevolando Bora Bora en parapente.
Tener de aliado al viento. Lo que comenzó con un cruce a través del océano Atlántico terminó en un viaje de un año y un mes cuando el grupo a bordo del Calíope decidió enganchar otro cruce por el Pacífico. Recorrieron dos de los tres océanos que ocupan el paralelo 0° de un solo tirón.
La aventura empezó en Barcelona, en setiembre de 2021. Ese mes la tripulación se dedicó a conocer y preparar el barco para zarpar a finales de noviembre hacia islas Canarias, atravesando el estrecho de Gibraltar en dirección al archipiélago volcánico de Cabo Verde, el punto más occidental de África.
Antes de eso, llegó el ansiado primer asado a bordo, en la ciudad de Murcia, donde se detuvieron a darle tiempo al clima. Para cruzar un océano hay que esperar a que los vientos alisios soplen, explicó el capitán. Estos vientos, que se producen de los trópicos hacia el Ecuador en una fecha determinada, desplazan a las embarcaciones hacia el oeste y colaboran con los cruces. “No hay nada peor para un barco que salir con un reloj. Si hay algo que no podés tener en una travesía son fechas exactas”, aclaró. Durante todo el recorrido, la familia Calíope se fue agrandando y reduciendo en cada puerto con personas que aprovechaban una parte del viaje para llegar a determinado destino. Ahora, si el cruce no se daba según lo esperado, el capitán no pondría en riesgo a la tripulación y al barco “por un pasaje de avión”.
Finalmente conquistaron los alisios y emprendieron el cruce desde Cabo Verde: 13 días de navegación hasta llegar a las Antillas en el Caribe, visitando las costas de Antigua y Barbuda, y las islas volcánicas cercanas. Año Nuevo llegó con el arribo a Colombia y el recorrido por las islas del archipiélago de San Blas hasta Panamá, donde se tomaron un tiempo para preparar el barco pensando en el siguiente cruce por el Pacífico.
La distancia más larga de toda la travesía fueron los 19 días entre las islas Galápagos y la Polinesia francesa, donde recuperaron energías antes de lanzarse al mar por dos semanas más en dirección a las islas Fiji. Fueron 14 días en las aguas de Oceanía, entre arrecifes de coral y selvas tropicales, con vistas alucinantes de aguas cristalinas y arcoíris que “podrían ser el fondo de pantalla de una computadora”.
Ambos cruces fueron bien diferentes. En el Atlántico, olas de cuatro metros azotaron a Calíope y fue sin lugar a dudas una travesía “más dura”, sobre todo, porque no estaban “tan curtidos“ como a la hora de cruzar el Pacífico, un océano lleno de vida, con islas más vírgenes. Mientras que en el mar Cantábrico, más cerca de Europa, “sos un turista” y “se nota que te quieren por la plata”, algunas islas del Pacífico no tenían ni siquiera aeropuerto y aun así “eran culturalmente superiores”.
En las islas del Rosario, Cartagena de Indias, compraban langosta y cangrejo a las poblaciones locales.
En la Polinesia e islas Fiji ya no desembarcaban en ciudades, sino en tribus en las que tuvieron que adaptarse a sus reglas. En cada aldea, lo primero era participar en una ceremonia llamada sevu sevu en la que había que ofrecer un regalo al jefe de tribu, generalmente una raíz de kava (una planta que crece en esas islas con la que se prepara una bebida típica), para conseguir la bienvenida a la comunidad. “No podían creer tener un uruguayo en su casa. Te invitaban a sacarte fotos, a jugar al rugby…”, y a ir a misa. “Por más lejos del mundo occidental que estén, son cristianos, y muy creyentes”, contó el capitán, mostrando una importante mezcla de culturas. “No quieren hacer negocio contigo, todo estaba en orden mientras entendieras y respetaras cómo funcionan sus cosas”. Por ejemplo, había que tener mucho cuidado con dónde pescar, porque “el coral es el jardín de su casa”, solo que no hay nada que señale una propiedad privada. Los nativos se distribuyen la isla, tiene cada familia una casa y delimitan dónde pueden plantar y pescar; “vos no podés ir a cualquier lado y hacer lo que quieras. Tenés que preguntarles primero si lo que estás haciendo está bien, pedir permiso”.
Ya al oeste de Fiji conocieron Vanuatu, la vedette de toda la aventura: un pequeño país insular señalado dos veces como el más feliz del mundo por la calidad de vida de sus habitantes nativos según el ranking británico Happy Planet Index de Wellbeing Economy Alliance. Una vez anclados vieron cómo una figura de pie sobre un tronco tallado se les acercaba a remo. Era el hermano del jefe de la isla, venía a presentarse y a conocerlos, y la tripulación no dudó en invitarlo a subir a bordo. Estuvieron “charlando largo y tendido”. Allí hablan bislama, pero gracias al inglés hicieron desaparecer la barrera comunicacional: “Podés estar hablando con una persona de una tribu al otro lado del planeta que la globalización te ayuda a poder comunicarte”, comentó Matías.
La tripulación en su recorrido por la isla Erromango, Vanuatu, guiados por niños locales: Matías, Federico, Lucía, Caco Algorta, Pedro Deal, Sebastían García, Gonzalo Kurin y Gabby Haigh.
Son un total de mil personas en la isla. No usan moneda propia, ya que si quisieran vender lo que producen tendrían que llevarlo en ferry a las demás islas, y dejaría de ser rentable. En cambio, aunque cada tanto envían una lancha a la ciudad a buscar alimentos básicos como azúcar, harina o materiales de obra, manejan el trueque, y dentro de la misma comunidad unos cultivan, mientras otros salen a cazar y los niños pescan. “A nivel económico no tienen nada pero lo demás lo tienen todo. Llegan hasta viejos, son felices”, agregó.
Un niño local los guio por la isla. Tenía 10 años y se había criado allí con su abuelo, quien cada vez que atracaba un barco les hacía el mismo recorrido a los visitantes y ahora lo hacía el niño. Matías sintió curiosidad sobre sus padres, a lo que el niño contó que se habían ido a la ciudad. Naturalmente, tuvo que preguntarle: “¿Y vos?”. “Él tenía un agüita divina a los pies de un barranco a donde subía y saltaba, subía y saltaba, estaba fresco todos los días. Tenía una casa de caña entretejida y hojas de palmera. Comía verdura. En un lugar donde no hay crímenes, no hay basura. ¿Para qué se iba a calentar?”, y la simpleza del pequeño les enseñó muchísimo: “Teniendo la posibilidad de una vida occidental él prefería quedarse con su abuelo, pescando con hojas y flechas hechas por él mismo, en una playa paradisíaca. No es que nuestro mundo todavía no llegó, es que no quieren que llegue”, concluyó el capitán.
La vida en movimiento. Por un poco más de un año, en el que también hicieron road trips, campamentos, trillas y parapente, su vida transcurrió sobre un Bavaria. “Bajábamos a la playita, hacíamos un asadito y subíamos al barco de vuelta”, contó Matías. Y es que a bordo lo tenían todo: la zona de cockpit (puesto del timonel) estaba junto a una mesa desayunadora. El interior del velero tenía cuatro camarotes, uno a babor y otro a estribor, con una cama doble cada uno y baño compartido, otro más pequeño con dos cuchetas en la sala de estar (donde estaba la cocina), y otro en la proa con baño privado, que era el cuarto del capitán.
Durante las largas semanas en el mar, el entretenimiento era buscar cosas para entretenerse. Los juegos de mesa se agotaban rápido y no siempre se podía jugar al frisbee en el agua, por lo que leer, escribir, pintar mandalas o editar fotos eran algunas opciones. La única rutina era levantar la vela en la mañana y bajarla en la tarde, “con eso matábamos media horita”, y la actividad del día era pescar: “Vivíamos con las líneas tiradas”. Cuando sacaban un pez, “aquello era una carnicería” y la tripulación se dividía en equipos de trabajo para limpiar el barco, que quizás tomaba “media horita” más. Eran peces grandes, de un metro veinte en promedio, que daban comida para varios días.
La tripulación se detiene a almorzar en los jardines de coral Taha´a, en la Polinesia francesa: pulpo recién pescado.
A bordo de Calíope se cocinaba mucho y se comía muy bien. Lucía era chef y se había prometido a sí misma que no iba a sobrevivir la travesía entera a base de atún en lata. “Teníamos todo un océano para nosotros”, dijo ella. Federico cocinaba postres y hoy puede jactarse de haber preparado un cheesecake en alta mar. “Fue muy difícil. Se te movía todo para todos lados, tenías que estar siempre sosteniendo el bowl con los huevos porque no podías apoyar nada en la mesada que estaba inclinada”, contó.
En un barco “se rompe todo, todo el tiempo“. Los muchachos estuvieron cuatro o cinco meses sin piloto automático y tuvieron que organizar turnos para que hubiera siempre alguien al timón. Su forma de sortear los problemas era “buscarle la vuelta”. “Federico fue mi capitán cuando yo no estaba”, reconoció Matías. Federico tenía un don gracias al cual con solo mirar un sistema mecánico ya sabía cómo arreglarlo. Cuando se rompió el generador y no había de dónde sacar repuestos, “inventó algo y salió”. “Hubiera sido mucho más duro sin él”, confiesan.
Si bien en comparación con los tiempos en los que viajaba su abuelo estaban como a un siglo de avances tecnológicos de ventaja, la comunicación era un tema difícil. El internet satelital se restringía al intercambio de correos y las llamadas debían hacerse solo en caso de emergencia. Para comunicarse con las autoridades, el velero, con GPS integrado, funcionaba con un aparato llamado Epirb por sus siglas en inglés, Emergency Position Indicating Radio Beacon) o radiobaliza, que de forma manual o automática envía una señal satelital al centro de rescate más cercano en caso de emergencia. Pero no hay lugar para las equivocaciones: “si lo prendés no hay manera de apagarlo”, contó el capitán.
Estaban cerca de Vanuatu cuando “de la nada”, un jet pasó delante de ellos a toda velocidad y a poca distancia. Se extrañaron porque el archipiélago no tenía aeropuertos. Siguiéndolo con la vista vieron cómo el avión daba la vuelta para volver a pasar encima suyo, tres, cuatro veces más. La tripulación prendió la radio para ver si se estaban comunicando. A la quinta vez, la que estuvo más cerca, alcanzaron a leer que el jet era de la Armada francesa. “¿Se habrá mojado el aparato?”, fue lo que pensó Matías, que recordaba haber escuchado la reiteración de un pip y atribuírselo a su cabeza. Revisaron el Epirb, que por el contacto con el agua y la acumulación de sal efectivamente se había activado. Tuvieron que comunicarse de emergencia con el Centro Regional de Control del Pacífico y explicar la situación. “Nos preocupaba el momento de llegar a Australia, podría habernos costado caro”.
Lo que no hubo fue tiempo para el miedo, aunque en medio de una tormenta eléctrica “fuertísima” desde Galápagos hacia las Marquesas, la tripulación llegó a preguntarse cosas como “¿qué estoy haciendo acá?”, “¿por qué no me gusta jugar al golf?”. El capitán asegura que no es tan duro el mal tiempo en alta mar. “Lo único que no podés controlar son los rayos”. “Te agarra una tormenta eléctrica y no podés hacer nada”, ni siquiera asustarte.
El barco se puede romper, se puede quedar sin mástil, pero va a seguir navegando. Eso es lo que prometía el capitán a sus compañeros, quienes ante cualquier situación la reacción inmediata que tenían era “hacer”. “Yo no sabía cómo iba a reaccionar a nada, pero estamos hablando de segundos, no te podés quedar ahí congelada, entonces vas y hacés lo que tenés que hacer”, dijo Lucía, quien recién después de haberse quemado las manos con los movimientos de las cuerdas, se daba cuenta de que estaba temblando.
Por último, la que podría haberse vuelto su peor enemiga, tampoco lo fue: la soledad. Si bien siempre hubo un mínimo de seis personas a bordo, “no somos nada”. “En Uruguay nos sentimos más importantes de lo que somos, pero vos te fuiste y al mundo no le cambió en nada que estemos acá, o no tenés ni idea de que pasó y no te molesta, porque el mundo tampoco está pendiente de vos”, reflexionó el capitán.
Los días son días. La frase nació de esa sensación de pérdida de la noción del tiempo que sentían a bordo, inversamente proporcional al disfrute de la vida. Pero en octubre del año pasado terminó la aventura para Calíope cuando la tripulación desembarcó en Australia, donde la última comida (después de haber encontrado un bar que los dejara ingresar de chancletas) los sorprendió pudiendo apoyar los vasos sobre la mesa sin que se cayeran.
El velero se quedó en ese último puerto al que arribó. “Salió lastimado. Como todo barco se rompe y se la banca al mismo tiempo”, lamentó Matías. El Calíope se puso a la venta. De no ser por eso, los muchachos hubieran terminado el viaje donde lo empezaron, en Barcelona, es decir: darle la vuelta al mundo. “Con esta tripulación lo haría de cabeza”, aseguró el capitán.
Quedó claro que no se necesita ser un experto para sumarse a una travesía en alta mar, solamente confiar en un capitán (Matías recomienda hacer un viaje corto previo) y tener la convicción de que no se está huyendo de nada. El concepto de haber dejado “una vida real” atrás existía, pero durante 395 días la vida real fue esa: “Nosotros estábamos viviendo”. Para volver al ritmo de la vida en tierra, los muchachos piensan en irse un tiempo a vivir a Australia, que “es un país entero, todo un continente para explorar y seguir teniendo aventuras y conociendo gente”, dijo Federico. “Es el momento de la vida para hacerlo, para las cosas raras y locas antes de sentar cabeza y definir a Uruguay como base”, agregó.
Tampoco es necesario “un megabarco todo lujoso” para hacerlo. Todas esas personas que conocieron en el mar durante su viaje tenían algo en común; “con más plata o menos plata, más edad, menos edad, todos decidieron por alguna razón que esa iba a ser su vida por un tiempo”, señaló Matías. El capitán pudo lanzarse al cruce después de dos años enteros de ahorros. El costo, que incluía tanto el combustible del barco como el consumo de bebidas alcohólicas, podía sostenerse con mil dólares al mes por tripulante, sin contar que los gastos de roturas podían inflar el presupuesto.
La experiencia le sirvió a la tripulación para entender que “se le puede bajar un poquito el volumen a la vida”, que es mucho más que estudiar, trabajar y “hacer plata”, y darse un momento para andar descalzos. Con esta filosofía Mundo Calíope le dio un batacazo a las propuestas de turismo masificado; “lo que nos llevamos de este viaje fue ver que en el mundo todavía existen paraísos”.