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De dónde viene lo que comemos

Tierra. Una guía estacional de hortalizas y frutas del Uruguay, escrito por Marcela Baruch Mangino y Paul Bennett, reúne desde los procesos de plantación y cosecha de los alimentos hasta sus propiedades y algunas recetas

Tierra. Una guía estacional de hortalizas y frutas del Uruguay, escrito por Marcela Baruch Mangino y Paul Bennett, reúne desde los procesos de plantación y cosecha de los alimentos hasta sus propiedades y algunas recetas

regenerado

En las casas donde se suele cocinar se hace costumbre apegarse al recetario familiar, repitiendo semanal o mensualmente los mismos platos que gustan a todos sus integrantes. Así, se preparan zapallitos rellenos, tartas de berenjenas, buñuelos de acelga, sopas de verduras, pasteles de espinaca, tortillas o souffles, sin considerar que tal vez esos ingredientes no estén en su estación y por tanto su sabor no es el mejor ni su precio el más conveniente. Llevar adelante una buena economía doméstica y una nutrición adecuada depende de aprender a consumir productos de estación. El profuso conocimiento del productor y especialista en semillas Paul Bennett sobre los procesos productivos de frutas y vegetales se encontró con la pasión por saber y comunicar de la periodista especializada en gastronomía, redactora de Galería, Marcela Baruch Mangino. Ese fue el germen de Tierra. Una guía estacional de hortalizas y frutas del Uruguay, un hermoso libro —con diseño de Diego Prestes y fotografías de Francisco Supervielle— escrito por ambos que se ocupa de instruir al lector en el inmenso mundo de la huerta, fundamental para mantener la salud y poner en valor toda la cadena de producción. 

Luego de los primeros tres capítulos dedicados al contexto productivo, sus sistemas y sus protagonistas, las restantes páginas —de las 240 que tiene el volumen— se enfocan en los beneficios de comer en estación. El contenido se organiza en verano, otoño, invierno y primavera, y en cada capítulo despliega los productos correspondientes —divididos según si son de hoja, de fruto, de raíz o flor— acompañados de información histórica y nutricional (con aportes de la magíster en Nutrición Allyson Monzón), consejos de cómo manejarlo y almacenarlo en casa y una receta (de Inés Marracos y Gabriela Miconi, de Gaucha Estudio de Cocina).

Lo que sigue a continuación son extractos del libro.

Somos lo que comemos.

Hasta fines del siglo XX, en Uruguay era común cultivar tomates, lechugas, espinacas, zanahorias, y tener un limonero o alguna higuera en el jardín de casa. La concentración de la población en las ciudades, el cambio en las dinámicas laborales y la manera de vivir en el hogar generaron que esta costumbre tendiera a desaparecer. Desde entonces, el acceso a frutas y hortalizas frescas quedó restringido a ferias vecinales, puestos de frutas y verduras, y grandes superficies. 

Como consecuencia de este cambio de hábito, se desarrolló la cocina ultraprocesada, lista para calentar en un horno o un microondas. Esta practicidad hoy encuentra su talón de Aquiles en el incremento de las enfermedades no transmisibles. Por ejemplo, en los últimos 20 años aumentaron 10% la obesidad y la hipertensión tanto en adultos como en niños, resultado de una dieta desequilibrada y pobre, principalmente, en frutas y verduras. La Organización Mundial de la Salud (OMS) publicó en 2019 que ya “en 2017, 3,9 millones de muertes en todo el mundo se atribuyeron a la falta de consumo de frutas y verduras en cantidades suficientes”. 

(...)

En paralelo, en el siglo XXI comienza a consolidarse el movimiento agroecológico que llegó al país a fines del siglo XX. El agricultor familiar inicia un camino hacia la valoración de su trabajo y su cosecha, que logra a partir de la comercialización directa, apuntalado por la venta de alimentos muy frescos (cosechados a veces en el día) y de estación. Tierra surge de la necesidad de aportar a ese vínculo virtuoso entre la realidad de la producción y el consumidor. 

En las últimas décadas, parece haberse generado una desconexión entre la demanda de alimentos y los ciclos reales de la producción frutícola y hortícola. La globalización, con el consiguiente acceso ininterrumpido a alimentos de otras partes del planeta, desvinculó al alimento de su momento óptimo de consumo, su estación. Tal es así que se volvió habitual escuchar la queja sobre el precio de los morrones o los insípidos y descoloridos tomates del invierno, o la ausencia de cebollas en la primavera. Se desconoce que el alimento que un productor decide plantar y su destinatario deben ir de la mano, en una especie de simbiosis, como un matrimonio muy antiguo, en el que ninguno sabe dónde termina el espacio de uno y empieza el del otro. 

El consumidor no siempre es consciente de su poder, no sabe que si un producto es rechazado por el mercado será rápidamente desestimado y excluido en el cultivo del siguiente ciclo o año. Sin consumo, familias enteras de alimentos rápidamente desaparecen. La agroecología propone un cambio en el paradigma productivo, pues hoy la incorporación de nuevos alimentos en la dieta depende de la habilidad del agricultor de comunicar sus cultivos a la sociedad. 

(...) 

“Hay tres consumidores en el mundo: el que le importa comer; el que le importa comer bien y se pregunta qué come; y otro grupo más chico, pero que está creciendo, que quiere saber qué come, cómo se produce, quién lo hizo y en qué ambiente, y está dispuesto a pagar esa diferencia. Uruguay tiene que orientarse a satisfacer las necesidades de este último nicho de consumo, por el volumen que produce. Acá se tiene que involucrar la investigación, para llegar a volúmenes grandes de cosecha con prácticas agroecológicas. Es un desafío, pero el productor local tiene capacidad de asimilar nuevas tecnologías” (Mario Buzzalino, Comisión Nacional de Fomento Rural).

El vínculo con la tierra: Paul Bennett.

Algunas cosas nunca faltaron en la casa de la infancia: amor y árboles

A horcajadas de las ramas añosas y retorcidas de un sauce, descubrimos con mis hermanos cada misterioso rincón del fondo. En esa época de “¡hay que hacer los deberes!” y “¡adentro que ya es de noche!”, se acostumbraba a hacer, algunas tardes, las compras del mes. Fue en una de estas jornadas de aprovisionamiento donde me crucé con una serie de paquetes prolijamente acomodados en una góndola, que mostraban con coloridas imágenes maíz, zapallos y zanahorias. Mi padre comentó a mis espaldas: “Son semillas, si las plantas cosecharás lo que ves en las fotos”. Y aunque la cosecha distó de parecerse a las fotos, casi como un juego más, logramos con mis hermanos llevar tierra, zapallos y zanahorias a la cocina.

Años después, cuando el ingeniero agrónomo Jorge Firpo me mostraba las incoherentes advertencias en un paquete de semillas —“contiene Captan (fungicida), mantener fuera del alcance de los niños”—, reviví este pedacito de mi historia. Como casi cualquier cuadra de cualquier barrio, las veredas invitaban a caminar bajo la sombra de los árboles. En la de casa, “lloraban” las tipas (Tipuana tipu) y nos regalaban el espectacular vuelo de los “helicópteros”, su fruto, legumbre alada con una sola semilla, que entre giros infinitos va cayendo lentamente al suelo. Tiempo después pude ver que ese delicado vuelo era la caricia del árbol madre/padre, que en una brisa susurro le decía a la simiente: “Aléjate, no podrás crecer bajo nuestra sombra”. Y así, tempranamente y mochila al hombro, me alejé del nido. 

El camino me obsequió una numerosa familia, hermanos y hermanas del alma, curiosos exploradores de las insondables tramas del sentido de ser, navegantes extrovertidos de las melodías del hacer. ¿Qué espacio podría albergar a esta cofradía de líricos errantes? El campo.

(...)

El vínculo con la gastronomía: Marcela Baruch Mangino.

Cuento en las páginas que dedicamos a la acelga la primera vez que vi, o que recuerdo haber visto, una huerta. Fue en la casa de Celsa, una gallega que había trabajado años con mi abuela. No sé qué edad tenía, pero debía ser pequeña porque todo a mi alrededor era grande.

Criada en la ciudad, en una familia montevideana, lo más cerca que estuve de la producción de alimentos durante mi niñez y adolescencia fue en la feria del barrio. Nos mudamos mucho, vivimos en Pocitos, La Mondiola, Pocitos Nuevo, Puertito del Buceo, pero nunca dejamos de ir a la feria, al puesto de preferencia de mi abuela.

Era ella quien se encargaba de las compras y la cocina de todos los días durante mi infancia y primera adolescencia.

Los fines de semana mi madre tomaba la posta. Durante esos dos días la casa se convertía en un restaurante, era una fiesta. Beatriz (mi madre) fue una cocinera profesional frustrada. Nos recordaba siempre que estudió en lo que hoy se llama Crandon Gastronómico y que incluso llegó a dar clases allí, cuando aún era soltera. En ese instituto quiso que estudiara mi hermana menor, Alejandra, cuando descubrió su vocación por la gastronomía.

Mi madre sabía de cocina, pero de huerta poco y nada. Entendí de dónde venían los limones cuando tenía ya 15 años, porque en la casa a la que nos mudamos había un limonero en el jardín del frente. Según la época del año, en casa había un repertorio más o menos grande de recetas, un mix entre el Crandon, los libros de Ketty (que aún conservo) y los platos que fue coleccionando a lo largo de su vida. Le gustaban en especial los platos suizos y alemanes, quizás porque la familia paterna de mi abuela, Schmid, es de origen suizo, de Appenzell (supimos muchos años después). De ellos heredamos recetas como las papas a la suiza, las kartoffelpuffer, los kleines. Guardo estas preparaciones en el cuaderno que heredé de una tía y que llevo desde hace años con algunos de sus clásicos.

Si bien siempre comimos las frutas y los vegetales en su estación, no era consciente. En primavera había alcauciles —un gusto que adquirí de grande—, en invierno puchero, casi todo el año tortilla, revuelto de zapallitos en verano, sandía y melón como postre cuando hacía calor, y manzana, pera o pomelo cuando empezaba el invierno. En casa no había palta que no fuera nacional, ni frutas exóticas en la ensalada. (...) 

Foto: Francisco Supervielle Foto: Francisco Supervielle

Tierra. Una guía estacional de hortalizas y frutas del Uruguay, de Marcela Baruch Mangino y Paul Bennett, Ed. Grijalbo, 2022, 240 páginas, 1.690 pesos.