El restaurante y posada, que ya es parte de la historia de Cabo Polonio, fue creciendo y profesionalizándose, pero sin perder su esencia.
El restaurante y posada, que ya es parte de la historia de Cabo Polonio, fue creciendo y profesionalizándose, pero sin perder su esencia.
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáCorre la última semana de enero y Cabo Polonio parece detenido en el tiempo. En la entrada al balneario, los artesanos de siempre venden sus piezas sin insistencia, como si la tranquilidad del lugar los contagiara. En el Centro, el movimiento aumenta, aunque nunca apabulla. Esos mismos caminos son los que conducen hasta La Perla, la posada y restaurante ubicado en la playa La Calavera, al norte del balneario. El lugar, que ya es parte de la historia de Cabo Polonio y este año cumple 50 años, fue creciendo y profesionalizándose, pero sin perder su esencia: priorizar el contacto con la naturaleza y la calma.
Pasado y presente
La Perla comenzó siendo un rancho de paja construido en 1959 por Jacinto Pereira, alias el Virunga, y su mujer. Luego, su hija Gladys junto a su marido, el Machaco Calimaris, fueron quienes tomaron las riendas del lugar. A comienzos de los años 70, Gladys se encargaba de buscar mejillones para vender a los escasos turistas que llegaban al pequeño bolichito del Cabo. Así, con los años, se fue conformando la idea de abrir un restaurante, el primero del balneario. Mientras tanto, Machaco construía todo lo que hoy forma parte del restaurante y las habitaciones de la hostería.
El equipo se completó en 1982 con el nacimiento de la hija de la pareja, Rosario. La niña creció dentro de la cocina del restaurante, fue quien heredó el emprendimiento familiar, que hoy se llama La Perla del Cabo, y quien la lleva adelante junto a su pareja, Gustavo Huertas. Ella, residente del balneario, y él, proveniente de El Pinar, decidieron reacomodar su vida y comenzar una nueva juntos a orillas del océano Atlántico. Ambos tomaron las riendas de La Perla y apostaron a lograr un servicio de calidad poco frecuente para el lugar. Además, sumaron una propuesta de hotelería seria y de gastronomía de alto nivel, no solo determinada por las costumbres del lugar.
Antes de La Perla, Huertas trabajaba como vendedor de vinos en restaurantes, sobre todo para el interior del país. "Me gustaba venir a vender, conocía a toda la gente y fui el primero en entrar a comercializar vinos directamente acá", recuerda. Así, su primer contacto con la familia fue vendiendo vinos a la madre de Rosario, que en 2013 se convirtió en su suegra.
Fue así que conoció a su pareja y, decidido a tomar nuevos rumbos, dejó su trabajo y se fue a vivir a Cabo Polonio. "Me puse un objetivo muy alto: ser el mejor restaurante de Rocha. Así empecé, chocando con un montón de realidades, de logística, estructurales...", cuenta Huertas.
La casa, que comenzó a construirse en los 60 y se terminó recién en el 82, fue ampliada y mejorada, tanto en su estructura y saneamiento como en la decoración. "Fueron años de inversión, de tomar un camino y de cambiar la filosofía de trabajo. Hoy tenemos una empresa superordenada, fuimos la tercera empresa de Rocha en tener facturación electrónica. Tomé el camino de la legalidad absoluta", agrega.
Época de cambios
De todos los cambios por los que transitaron esos años, uno de los principales fue el que vivió el restaurante. La carta tuvo un cambio radical. El menú se acortó y se eliminaron frituras clásicas como los buñuelos de algas y las miniaturas de pescado. En su lugar, se sumaron preparaciones más complejas como brochettes de langostinos o el pulpo tibio con aceite de oliva y alcaparras, acompañado de papas rejilla, porotos negros y salsa criolla; también tienen sugerencias que varían dependiendo de los productos que se consigan frescos cada día.
Pese a los cambios, hubo clásicos que fueron imposibles de borrar. La milanesa rellena de bondiola y muzzarella o los Langostinos ¡¡¡¡Pahhh!!!! nunca desaparecen del menú. La carta de vinos también se volvió más generosa, con una variedad que incluye desde etiquetas simples hasta de altísima gama, que además se pueden tomar en copa de cristal en cada mesa. Desde la barra también preparan tragos de autor, que refrescan las mañanas y las noches de los veraneantes que se acercan hasta allí. En temporada alta La Perla llega a hacer 200 cubiertos por día.
Para preparar cada uno de los platos del menú, el equipo de La Perla necesita variedad de ingredientes y, al no estar ubicados en una zona céntrica o comercial, la compra puede resultar dificultosa. Los vegetales y las frutas, por ejemplo, llegan desde Maldonado. La carne la compran en San Carlos y la pesca la llevan desde La Paloma. Cuando aparece mero, corvina, lenguado o sargo, le piden a Óscar, uno de los pescadores locales y también primo de Rosario. "Me muevo mucho para conseguir las cosas. Si quedás esperando, fallás", cuenta Huertas.
Un joven y atento equipo de cocineros, mozos y bartenders dan vida al restaurante más sofisticado del Polonio. Sin embargo, y a pesar de que son 20 personas trabajando, en la posada todo pasa por las manos de Huertas. "Trabajo como uno más, este año me puse como ayudante de cocina. Me podés encontrar pelando papas y a mi mujer la podés encontrar haciendo un trago en la barra o limpiando el baño. No tenemos una postura de diferenciación y trabajamos a la par de ellos", cuenta Huertas.
A la luz de la vela. Durante el día, en La Perla la electricidad funciona con generador. En la noche, en cambio, aprovechan la energía producida por los paneles solares. De todos modos, en las habitaciones la energía se corta a la medianoche y las velas pasan a ser la iluminación principal de todo el lugar.
La Perla del Cabo es una casa de material sobre la arena, con balcones y mobiliario de madera que, además de contar con el restaurante, ofrece alojamiento con 15 habitaciones dobles con vista al mar -la mayoría con cama matrimonial-, y tres cuartos interiores individuales. Allí, dormir con el sonido del mar es parte de la estadía. La única restricción, basada sobre todo en un tema de espacios para que puedan moverse cómodamente, es que en La Perla no se aceptan niños entre sus huéspedes.
A las habitaciones matrimoniales se accede por puertas ventana y cada una de ellas tiene un balcón para descansar y disfrutar de la vista. Por delante, una gran terraza vallada con maderas recogidas por la familia Calimaris sirve como antesala de la playa.
Con mucha imaginación y cariño, Rosario se encarga de la decoración del interior de La Perla y de las manualidades que hay en las áreas comunes. "A mí me encanta esa parte de la decoración. Me gusta reciclar, todos los materiales son recolectados de la playa o de amigos carpinteros que me dan recortes. Miro mucho Pinterest y se me ocurren un montón de cosas", cuenta.
Rosario le dedica a esa tarea varios meses de trabajo; cose los almohadones de los livings, habitaciones y recepción, reviste con trozos de madera las paredes que atraviesan el restaurante, decora las paredes de los baños y, básicamente, está detrás de cada detalle. "Si bien hemos mejorado la decoración, hay cosas que son parte de la esencia y juegan con la historia", explica la pareja. Un ejemplo de esto son los techos bajos, las ventanas interiores y las puertas pequeñas, que son un clásico de la posada desde sus inicios.
Lujo y tranquilidad
Hoy, Rosario y Gustavo pueden asegurar que lograron cumplir el sueño de tener una posada de lujo en Cabo Polonio. "Uno tiene que tener un objetivo y, sobre todo en gastronomía, tenés que tener perseverancia y mantener un nivel. Hoy nosotros hemos construido una marca y pasamos a estar en el mapa de gente que no nos tenía en cuenta. Eso lleva mucho tiempo", dice Huertas.
Allí llegan muchos europeos, principalmente los días previos a Navidad. Luego el público pasa a ser muy variado. "Apunto a un público que valore lo que hacemos, selecto, que le guste el buen comer y beber. Y eso lo fuimos construyendo con el tiempo", agrega.
Igual que los turistas que llegan hasta su posada, la pareja apuesta a tener tranquilidad y una vida agreste, pero con alguna que otra comodidad. Viven allí todo el año. Abren en setiembre y cierran después de Semana de Turismo. Cuando tienen libre, se van de vacaciones a lugares similares al Cabo, como el nordeste de Brasil, donde encuentran la tranquilidad que tantos disfrutan y, por supuesto, la playa.