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Pedro Bargero: “Estoy muy peleado con el cocinero estrella”

El chef de Chila en Buenos Aires e integrante de Cardumen, revista hecha por los líderes de la cocina argentina joven, dominó los fuegos en el Club de Playa en Manantiales

Con 31 años, Pedro Bargero dio sus primeros pasos en la cocina hace solo nueve años, en La Bourgogne, en Punta del Este. Bajo el mando del chef Jean Paul Bondoux dice haber tenido una experiencia intensa pero definitiva. “Me enamoré de la alta cocina”, cuenta. Su talento fue rápidamente descubierto en Chila, uno de los espacios gastronómicos más refinados de Buenos Aires, donde elabora platos de sabores delicados con ingredientes locales y estacionales. Llegó allí como pasante, cuando Soledad Nardelli era su chef ejecutiva, estuvo un tiempo y se fue a Europa para aprender en restaurantes con estrella Michelin como Mirazur del chef argentino Mauro Colageco en el sur de Francia y David Toutain en París. En 2016, el dueño de Chila, Andrés Porcel, le ofreció volver para hacerse cargo de la cocina. Dejó todo y regresó a Argentina. De eso hace ya cinco años. 

Consolidado hoy como uno de los líderes de la cocina argentina joven, Bargero dirige Chila y Yugo, un omakase (menú degustación sin carta japonés) que nació durante la pandemia en la zona residencial de Pilar, y planea la apertura de una segunda casa en Belgrano en este 2022. En cuarentena, comenzó a hacer kombucha, que comercializa con éxito en la capital porteña bajo la marca Aloja. Además, junto con otros cocineros de su generación edita la revista Cardumen, una palabra que, dice, ejemplifica el sentir de esta nueva camada de profesionales, que se mueve en barra, alejada de los personalismos, con foco en quienes proveen de alimentos a los restaurantes. 

Este camino es el que trajo a Bargero de nuevo a Punta del Este, pero por una sola noche, para inaugurar la serie de cenas Priceless que ofrecerá Mastercard a sus clientes vip durante enero en Uruguay. La agenda incluye a Tomas Kalika de Mishiguene en Buenos Aires, dos experiencias en UNA Tour por Martín Milesi y un último encuentro en Namm en José Ignacio.

Con un gran fuego montado en el exclusivo Club de Playa en Manantiales, donde también funciona el restaurante de sushi Yaki, Bargero se arriesgó a salir de su zona de confort, del menú degustación, para ofrecer una serie de piqueos al paso. “La idea es fusionar la música de Nacho Obes con la comida en la playa bajo el concepto Priceless, un momento en la vida de celebración”, cuenta Bargero a Galería, café en mano en la mañana del día del evento. Aquella noche, solo por invitación, los comensales disfrutaron de preparaciones como unos bombones de ñandú, cordero a la cruz, vegetales de estación, pesca local asada y cruda, un postre con duraznos y otro con chocolate, dulce de leche y algarroba (polvo de las vainas que da como fruto el árbol de algarrobo con sabor similar al chocolate). “El menú tiene 30% vegetales, 30% carne, 30% mar y 10% dulce y se sirve todo mezclado, casi al mismo tiempo, para comer de forma libre”, explica.

En apariencia Pedro Bargero es un joven seguro, bien articulado, meticuloso, que se anima a casi todo. ¿Tiene miedo?

Estoy lleno de miedos, pero los agarro de frente. Cuando estoy en zona de confort se me prenden todas las alarmas. Si me da fobia la altura, me tiro en paracaídas. Así empecé a bucear, yo soy del río, vengo de San Luis, en el interior de Argentina, conocí el mar a los 17 años y descubrí un mundo nuevo. 

No evolucionar creo que es mi gran miedo, y eso me lleva a hacer y que no parezca que tengo miedo. Mi adolescencia estuvo cargada de miedos e incertidumbres. No sabía qué hacer de mi vida cuando terminé la secundaria. Después de dos o tres años me derivé a la cocina, digo siempre que la cocina me encontró. Vengo de una familia humilde, mis madres me ayudaron, me dieron de todo. De chico soñaba que iba a ser cartonero, porque a pesar de haber tenido la suerte de que mis abuelos tuvieran un buen pasar, mi madre es una laburante. Mi padre desapareció cuando yo tenía ocho años y nos dejó llenos de deudas. Mi madre se enamoró de una mujer en un pueblo en los años 90, donde ser lesbiana era exiliarse. Para juntar plata con mi hermana vendíamos pan con chicharrones. Por eso pienso a veces: ¿qué es lo peor que nos puede pasar? ¿La ruina? No era tan grave, recuerdo esos tiempos con cariño. Lo que sí tengo es mucha vergüenza, hablar en público me da pánico, por ejemplo, pero lo vengo laburando.

Su último desafío fue montar Yugo en la zona residencial de Pilar, un restaurante omakase, de menú degustación japonés, donde el comensal se pone en manos del sushiman, sin carta. ¿De dónde surge su interés por la cocina nipona?

Cuando cerró Chila durante la pandemia nos pusimos a estudiar con antropólogos, organizamos clases de capacitación dos veces por semana. Algo que me fascina es cómo las migraciones fueron modificando la cocina argentina. La última gran inmigración fue japonesa, que llegaó después de la Segunda Guerra Mundial. Dicen que lleva tres generaciones permear una cultura, y parece que es cierto. Con los nietos de inmigrantes al frente de los restaurantes, en los últimos cinco años, esta cocina dejó de ser tan hermética, se abrió a comensales no asiáticos y eso nos animó. Con Andrés Porcel —dueño de Chila— dijimos: “Es el momento de fusionar la cocina japonesa con la de Buenos Aires. Abrimos Yugo Omakase Sushi, un pequeñísimo restaurante para 12 personas en Pilar, y desde entonces estamos en un aprendizaje constante, lleno todos los días. Vamos a abrir un segundo local en la capital, en Belgrano, cerca del Barrio Chino, con 18 lugares, y ya sé que va a tener una parrilla para cocinar algunas cosas allí. 

Chila es uno de los restaurantes más refinados de Buenos Aires, y en la pandemia no fueron de los que llevaron su concepto a delivery. ¿Por qué tomaron esa decisión?

Chila es un lugar para vivir una experiencia, no la podíamos trasladar al hogar, son muchos detalles para ocho platos por menú, mínimo. Reabrimos en noviembre de 2020 y no cerramos más. Lo que hicimos fue dejar un menú a la carta, para poder ser más accesibles. Ahora estamos en un proceso creativo para entender bien a dónde queremos ir, con el objetivo de llevar el menú degustación de Chila a un nivel más, pero con todo lo aprendido en el medio. 

Uno de los condicionantes que tenemos es la situación argentina en general. Empezó el turismo de vuelta, pero Argentina está barato, como caro puedo cobrar máximo 70 dólares por persona, cuando en realidad debería de estar en 150 dólares, pero si lo subimos los locales no pueden venir más, porque ese es el valor de un sueldo básico al mes. 

En pandemia fundó la revista Cardumen junto con los cocineros Mercedes Solís de Café San Juan, Julián Gelande —chef del restaurante Duhau en el palacio del mismo nombre—, Francisco Seubert de Atelier Fuerza y Manuela Donnet de Donnet en Chacarita. A contracorriente del mundo digital es un medio que solo se lee impreso, que tiene Instagram, pero no sitio web, y que comparte investigaciones y artículos extensos, para leer con tiempo. Además, la firma de los contenidos es colectiva, en antítesis a la cultura del individualismo actual. ¿Qué buscan?

Creemos que se ha hecho mucho en Argentina en gastronomía en los últimos 10 años, ahora buscamos entender cómo potenciar eso y evolucionar. La pandemia nos atrasó cinco años en el vínculo que se estaba generando con el producto en Buenos Aires, se perdieron cadenas logísticas y muchos productores no sobrevivieron, sentíamos que nadie hablaba de eso en los medios. Los espacios de gastronomía desaparecieron de los medios tradicionales en Argentina. A su vez, el mar ganó mucho territorio en esta pandemia, hoy se consigue mucho más pescado en Buenos Aires que hace dos o tres años, eso está buenísimo, y también queríamos contarlo. Se siente una cierta revolución, pero de un colectivo. No queremos que quede en dos o tres caras, por eso se llama Cardumen, que somos todos y un montón. 

¿Qué dejó la pandemia como propuesta gastronómica?

Revivieron las panaderías, que ahora son las nuevas cervecerías en Buenos Aires. Era una industria que era fácil, podías abrir porque no tenías que atender público.

Cuando la gente va a comer a Chila no siempre lo ve en la sala, se queda detrás del vidrio que deja entrever la cocina, contemplando.

A mí me encanta cocinar. Miro a los clientes y veo cómo lo disfrutan, escucho qué dicen cuando prueban los platos, desde lejos. No me gusta que los restaurantes se centren en una figura y eso me permite estar acá (en Punta del Este) y que el equipo esté cocinando hoy en Chila. Estoy muy peleado con el cocinero estrella.

¿Cómo tiene que ser el cocinero?

Pasamos de estar encerrados en una cocina al cocinero rockstar, ahora hay que bajarlo y depurarlo. Está bien que la gente necesite una figura para canalizar la experiencia, pero hay que mostrar a los equipos. Nos queda mucho trabajo en este sentido. Hay mucha contaminación que no es la realidad. Por otro lado, la cocina tiene que democratizarse, precisa una reforma laboral, tenemos que hacer algo con las extensas horas de trabajo y con la exigencia que se vive, sobre todo en la alta gastronomía.

Hay una crisis de ausencia de personal en la cocina, la alta demanda horaria y el bajo salario llevaron a una desmotivación de los jóvenes por insertarse en esta industria. A eso se suma la frustración al ver la realidad del trabajo en gastronomía versus lo que se ve en las redes sociales y la televisión.

Me siento a hacer entrevistas de trabajo y antes que nada me preguntan: “¿Qué me ofrecés, qué me vas a dar?”. Les respondo: “Primero, laburo, y eso ya está bueno”. En Chila tenemos buen ambiente laboral, la comida del personal es de la misma calidad que la del cliente, porque creemos que se tiene que construir el paladar para poder ofrecer lo que hacemos al cliente. Además, los domingos probamos vinos caros de la carta, pero hoy esperan más y no sé qué es. Les preguntás y te dicen: “No sé, decime vos”. Esta falta de personal es mundial. Hoy mandás un currículum a Europa y te contratan enseguida, en mi época mandabas cien, te contestaba uno y encima trabajabas tres meses gratis antes de quedar fijo.

A pesar de su juventud, desde el inicio de su carrera su cocina tuvo mucho refinamiento. Su jefe, Andrés Porcel, dice que es “un distinto”. Sus logros y visibilidad en el universo de la cocina lo corroboran.

La alta gastronomía es mi pasión. Mi búsqueda trasciende al hecho de hacer un plato, me aburre hacer solo eso, me interesa la experiencia en una mesa. Que un plato sea rico y local, orgánico o de calidad es básico para mí, no hay diferencial ahí. Pienso qué más es lo que puede suceder en la mesa. Me divierte que vengan los clientes a comer y que la pasen bien, que lo disfruten, pero también que se vayan pensando.

El otro día leí una entrevista a Ferran Adriá del año 2002. Decía que la gente va al restaurante y la comida es el cuarto ítem que valora. Primero está el salón, después el servicio, cómo llegan las cosas a la mesa y recién después lo qué llega a la mesa. Es una cachetada al ego del cocinero importante, pero tiene sentido. El ambiente es muy importante. 

En Chila te llevamos un mapa a la mesa donde se indica de dónde vienen nuestros principales productos locales. A veces les pregunto a los clientes si aprendieron algo. Muchos se sorprenden al saber que el langostino viene de la costa de Buenos Aires; que las chauchas solo precisan unos segundos de cocción y no hervirlas horas en la olla hasta que quedan marrones y que la planta del repollito de bruselas es hermosa y se puede comer entera. La educación va con el producto, en Argentina falta cultura de producto. 

Algunos dicen que el menú degustación debería desaparecer, ¿usted qué piensa?

Me encanta el concepto de mostrarte mi cocina en ocho platos, servir un solo plato es como ver los primeros 20 minutos de una película. Es importante que sea ágil, que llegue a la mesa con buen ritmo. Ocurre que, a veces, restaurantes que no tienen este ejercicio se ponen a servir estos menús y ahí es donde la gente se aburre y se genera la mala prensa. Es pretencioso hacer este tipo de menú si no tenés experiencia.