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Nuestras aulas quedaban en un entrepiso de la facultad. Hacía frío en los meses de invierno y un calor de horno al llegar noviembre. Más de una vez cambiamos una bombilla de luz que ya llevaba semanas quemada y parecía destinada a fosilizarse en esa oscuridad perpetua. Debíamos trasladarnos según la materia y, a veces, nos encontrábamos con la desagradable sorpresa de que las sillas no alcanzaban para todos los que éramos. Recién emergíamos de la adolescencia, estábamos orgullosos de ser universitarios y nada nos resultaba un problema. A todo le encontrábamos la vuelta. Recuerdo aquellos años con ternura y agradezco por todo lo que aprendí en aquella época. Hace de esto tres décadas.
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Con cierta frecuencia, terminada la clase, cargábamos con nuestra silla y nos desplazábamos unos metros hasta el aula contigua. En uno de esos traslados me demoré y fui la última en salir. El nuevo grupo se acercaba por el pasillo, con su profesora a la vanguardia blandiendo unas carpetas. No era la docente habitual. Supongo que sería una suplente, alguien nuevo y desconocedor de nuestros códigos de convivencia. Coincidimos en el umbral y me cortó el paso con los ojos muy abiertos. Me habló de malos modos, haciendo gala de un autoritarismo que mis diecinueve años de entonces no supieron contrarrestar con firmeza: de ninguna manera iba a permitirme salir de allí con una silla ?con la última silla, debí decir?. Intenté explicarle que era el trámite habitual y que sus alumnos comprendían su funcionamiento. Esgrimí una sonrisa y, con el tono más conciliador que pude, le dije: “Señora…”.
Ahí nomás mi apenas iniciado discurso llegó a su abrupto final. La palabrita tuvo el efecto de un agravio. El rostro de la mujer se descompuso en una máscara grotesca. “¡Señora!”, gritó. “¡Me dijo ‘señora’! ¡Se roba una silla y encima, atrevida! ¡Profesora! ¡Soy profesora!”. Sus alumnos observaban desde la retaguardia. Se habrán sentido identificados con el asunto del robo, porque lo cierto es que cada uno traía su silla a cuestas. Pero nadie dijo nada, como suele suceder cuando las personas miran para otro lado para no meterse en problemas. La mujer me hizo a un lado y entró a los topetones, mascullando su indignación por mi insolencia. ¡Habrase visto llamarla “señora”!
Hace no mucho, durante la presentación de uno de mis libros, me sorprendió verla entre la concurrencia. Se acercó más tarde a pedirme una firma y me regaló su mejor semblante, tan distinto a aquel que yo guardaba en la memoria. No me asoció con aquella jovencita que tanto la había ofendido, y yo ?que no olvido?vencí la tentación de recordárselo para evitarle el bochorno y estropear el buen momento. Pero me di el gusto de escribirle una dedicatoria que hasta el día de hoy la estará confundiendo: “A XX, señora, desde mi silla, con afecto”.
El episodio volvió a mi mente hace poco cuando, a modo de agradecimiento por un pequeño gesto ?algo tan sencillo como recibir un paquete en mi ausencia?, dejé colgada en el picaporte de un vecino una bolsa con una caja de bombones y una nota afectuosa, aunque escueta. Supuse que la delicadeza ameritaría algún mínimo comentario, pero los días transcurrieron sin novedad y empecé a barajar las distintas posibilidades que iban desde falta de educación hasta una exacerbada timidez. No pasó por mi cabeza la idea de que la amabilidad pudiera apabullar y que algunas personas, desacostumbradas a ella, no supieran cómo reaccionar ante su presencia.
En efecto, como más tarde me enteré por un tercero, la persona en cuestión se había sentido abrumada por mi forma de agradecer algo que no le había significado el menor esfuerzo. Es posible, también, ?ya en tren de conjeturar sobre el inabarcable panorama de la naturaleza humana? que haya temido que los bombones me concedieran el derecho a volver a pedirle que recibiera otro paquete y otro y otro…, en fin, esos abusos que a veces suceden. Y que, previéndolo, haya preferido pasar por hosco en lugar de mostrarse demasiado complaciente.
He reflexionado bastante acerca del exceso de amabilidad y sus inesperadas consecuencias. Y de cómo lo que uno hace con la intención de ser cortés, puede ser recibido de otra manera, incluso como una burla, una zalamería interesada o, en el caso de aquella profesora, una falta de respeto. Sé que cualquier virtud exagerada se transforma en defecto y que no siempre lo que uno pretende se interpreta de la manera que uno desea. La desconfianza, la suspicacia y el malentendido son parte de las interacciones cotidianas y debemos aprender a lidiar con ellos.
Me pregunto si, además, no habremos perdido el hábito de la amabilidad a tal punto que, cuando se manifiesta, no la comprendemos, nos asustamos o pensamos que hay una intención espuria tras ella. ¿Será que nos hemos embrutecido a tal extremo?